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lunes, 10 de diciembre de 2012

Una canción de Navidad - Capítulo I (parte 2) - Charles Dickens

Viene de "Una canción de Navidad - Capítulo I (parte 1) - Charles Dickens"




(Continuación...)

Entretanto la niebla y la oscuridad habían aumentado tanto que individuos provistos de hachas corrían de acá para allá ofreciendo sus servicios para ponerse a la cabeza de los caballos y guiarlos en su camino.

El vetusto campanario de una iglesia, cuya vieja campana parecía estar siempre mirando a Scrooge desde el gótico ventanal del que pendía, se perdió de vista, dando horas y cuartos desde entre las nubes, con trémulas vibraciones, como si le castañeteasen los dientes en sus alturas. El frío se hizo intenso. En la calle algunos operarios reparaban unas cañerías y habían encendido un gran brasero a cuyo amor se congregaba un grupo de hombres y niños harapientos, ansiosos por aprovechar lo más posible el inesperado beneficio. En el arroyo se congelaba el agua procedente del sobrante de la boca del riego. Los escaparates de las tiendas, adornados con guirnaldas de acebo y bayas, refulgían prestando color a los pálidos rostros de los transeúntes. Los mercados y almacenes presentaban un aspecto fantástico, una exposición gloriosa de vituallas ante la que parecía imposible que los sórdidos principios del toma y daca pudieran imperar. El Alcalde de la ciudad en su mansión oficial, dio a sus cincuentas cocineros y reposteros las órdenes conducentes a celebrar la Navidad como un Alcalde de su importancia ha de celebrarla y el mísero sastrecillo, aun no repuesto aún no repuesto de la impresión de haberse visto multado en cinco chelines el lunes anterior por embriaguez y escándalo público, preparaba en su guardilla el tradicional pudding mientras su escuálida consorte y su retoño iban en busca del, para ellos, insólito plato de carne. Aumentaba la niebla y el frío. Frío terrible, acre, sutil. Si el bonachón de San Dustan se hubiera servido de él para dar un papirotazo en la nariz al Maligno, en vez de utilizar sus armas habituales, entonces sí que éste habría tenido motivos para rugir.

Un chiquillo andrajoso, tiritando por el frío que se cebaba en su naricilla como perro hambriento en un descarnado hueso, tuvo aún humor bastante para obsequiar, a través del agujero de la cerradura, a Scrooge con un villancico de Navidad, pero, al oír éste las primeras palabras: "Dios os bendiga, noble señor, y el cielo os recompense..." empuñó la regla con tal energía que el cantor huyó despavorido, dejando la cerradura libre a la niebla y a la helada.

Por fin sonó la hora de cerrar el despacho. Scrooge abandonó a regañadientes su asiento y tuvo que decidirse tácitamente a conceder libertad a su empleado, quien la esperaba impacientemente y no perdió un segundo en apagar la vela y tomar su sombrero.

-¿Supongo que querrá tomarse todo el día de mañana? -preguntó Scrooge.
-Si no es inconveniente, señor.
-Pues, sí que lo es -dijo Scrooge-, y además no es justo. Si yo le descontara media corona por la falta se sentiría perjudicado, ¿verdad?

Una leve sonrisa se dibujó en los labios del escribiente.

-Y sin embargo -prosiguió Scrooge -, ¿no cree que yo me perjudico pagando el salario de un día de asueto?

El escribiente se aventuró a observar que ocurría una sola vez al año.

-¡Liviana razón para desvalijar a un ciudadano por ser el veinticinco de diciembre! -dijo Scrooge abrochándose, hasta el cuello, su abrigo -. En fin, tómese todo el día; pero, pasado mañana procure ganar el tiempo perdido.

Así lo prometió el dependiente y Scrooge salió refunfuñando. El despacho quedó cerrado en un instante y el empleado se envolvió en una bufanda cuyos extremos le llegaban a la cintura (porque no podía permitirse el lujo de tener abrigo) y para solemnizar la víspera del gran día se dejó ir veinte veces tras de una larga hilera de mocitos, por el resbaladero en Cornhill, echando después a correr para llegar cuanto antes a su casa en Camden Town y poder tomar parte en un juego de gallina ciega.

Scrooge cenó melancólicamente en su acostumbrada y tétrica taberna y, después de leer todos los diarios de la noche y de repasar su libro de ingresos, se fue a acostar. Vivía en unas habitaciones que antaño fueron las de su difunto consorcio.

Era un piso lúgubre, situado en un edificio muy elevado, enclavado en un patio en el que estaba tan fuera de su sitio que uno se preguntaba si no sería debido a que, jugando al escondite cuando estaba la casa en su infancia, se había perdido por allá sin poder encontrar la salida. En la actualidad era vieja y triste por estar deshabitada. Scrooge era el único inquilino que tenía allí su habitación; los demás pisos estaban ocupados por oficinas diversas.

El patio era tan lóbrego que el propio Scrooge, que lo conocía piedra por piedra, tuvo que ir tanteando con las manos. En el portón de la casona, la niebla y el frío se agolpaban de tal suerte que hubiérase dicho que era el lugar favorito del Genio del Invierno para sus meditaciones.

Aclaremos ahora, sin duda alguna, que el llamador de la puerta no tenía absolutamente nada de particular salvo su descomunal tamaño. Scrooge lo había visto día y noche continuamente, desde que habitaba en la casa. Scrooge, digámoslo de paso, tenía tan escasa fantasía o imaginación como cualquiera de los ciudadanos de Londres, incluyendo - y ya es incluir - el municipio, los ediles y los gremios. Y, puestos a sentar premisas, digamos que, desde la conversación con los dos visitantes de aquella tarde, Scrooge no se había vuelto a acordar para nada de Marley. Y todo esto aclarado, desafío a que haya quien pueda explicarme qué ocurrió para que Scrooge, al insertar su llave en la cerradura, viera en el llamador, sin que éste sufriera proceso alguno de modificación, no un llamador vulgar, sino el rostro de Marley.

El rostro de Marley. No era una sombra impenetrable como las que lo rodeaban, sino que estaba aureolado de un resplandor mortecino, como el que emitiría una langosta averiada en una despensa oscura. Su mirada no era colérica ni feroz, pero miraaba a Scrooge como Marley solía mirar, con espectrales antiparras encaballadas en la espectral frente. El cabello parecía ondular como a impulso de un soplo de aire caliente y, aunque abiertos, los ojos estaban absolutamente inmóviles. Esto, unido al lívido color, lo hacía horrible, pero el horror parecía ajeno al rostro y como independiente de él más que formando parte de la expresión.

Cuando Scrooge consideró fijamente el fenómeno, el llamador volvió a ser un llamador.

Sería faltar a la verdad el decir que no se conmovió o que su corazón no sintió una terrible angustia a la que desde la niñez no estaba acostumbrado, pero así y todo empuñó la llave resueltamente y, haciéndola girar en la cerradura, entró, encendiendo una vela.

Vaciló, con cierta indecisión momentánea, antes de cerrar la puerta, mirando por detrás de su hombro como si aún temiese volver a sufrir el mismo terror viendo la trenza de la peluca de Marley pasando por su quicio. Pero nada vio que justificase su temor salvo los tornillos y tuercas que sujetaban el llamador por detrás y, con un "¡Bah, bah!" despectivo, la cerró violentamente.

El portazo retumbó en la casa vacía como un trueno. Cada habitación de encima y cada tonel en los sótanos debajo pareció tener un eco particular y distinto. No era Scrooge hombre a quien los ecos asustasen. Cerró la puerta y cruzando el zaguán subió las escaleras lentamente, despabilando la vela en el camino.

Por la escalera de Scrooge hubiera podido pasar un coche fúnebre con caballos empenachados inclusive, no ya en sentido longitudinal, sino hasta de través. Había lugar bastante para ello y ésa fue tal vez la razón por la que Scrooge creyó ver una fúnebre comitiva precederlo en su avance, perdida entre las sombras. Seis faroles de gas de los del servicio público no habrían sido suficientes para iluminar en demasía el vestíbulo, de modo que puede suponerse el papel que hacía el alumbrado de Scrooge, quien no por eso dejó de seguir subiendo. La oscuridad no cuesta dinero y esto la hacía el alumbrado de Scrooge, quien no por eso dejó de seguir subiendo. La oscuridad no cuesta dinero y esto la hacía agradable a Scrooge, pero, a pesar de ello, antes de cerrar su pesada puerta, recorrió los aposentos que constituían su morada para cerciorarse de que todo estaba en orden. Recordaba aún demasiado el incidente del llamador, para correr nuevos riesgos. Gabinete, dormitorio, cuarto de trastos, todo estaba como debía estar. Nadie debajo de la mesa, nadie debajo del sofá; en el hogar, un modesto fuego, tazón y cuchara a punto y en una cacerolita, las gachas, excelente remedio contra el resfriado nasal de Scrooge.

Bajo la cama, nadie. Nadie entre los pliegues de la bata colgada en actitud de sospecha de un clavo en la pared. El cuarto de trastos, como de costumbre, un viejo guardafuego, zapatos viejos, dos cestos para pescado, un lavabo de tres patas y un hierro para remover las brasas.

Completamente satisfecho, cerró la puerta echando la llave, a la que dio dos vueltas, acción no habitual en él. A cubierto así de toda sorpresa, se quitó la gorguera, se puso la bata, las zapatillas y el gorro de dormir y se acomodó ante el fuego para comer algo.

En relación con la crueldad de la noche, el fuego era insignificante. Para disfrutar de él tuvo que acercarse lo más posible, inclinándose hacia adelante, tratando de aprovechar todo el calor que emanaba del puñado de combustible. El hogar era de construcción anticuada, probablemente obra de algún mercader holandés de otros tiempos, todo revestido de extraños ladrillos holandeses, con crudos dibujos que pretendían representar escenas de los Testamentos. Allí estaban Caín y Abel, las hijas del Faraón, la Reina de Saba, mandaderos angélicos cruzando los aires en nubes que parecían almohadones. Abraham, Belshazar, los Apóstoles haciéndose a la mar en pequeños navíos... figuras a centenares para distraer su mente. Pero el rostro de Marley, difunto desde hacía siete años, surgía como la vara del Profeta y lo hacía esfumarse todo. Si los ladrillos hubieran estado en blanco y hubiesen tenido la virtud de poder reflejar en su superficie los pensamientos de Scrooge, en cada uno de ellos habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley.

- ¡Tonterías! - dijo Scrooge, paseando por el aposento.

Después de algunos paseos se sentó de nuevo. Al reclinarse en el sillón, su mirada se posó en una campanilla, una campanilla fuera de servicio, que pendía en el cuarto y que por algún olvidado motivo comunicaba con una habitación situada en el último piso del edificio. Con gran asombro e inexplicable sensación de miedo, vio que la campanilla se movía, tan lentamente al principio, que casi no producía sonido, pero pronto sonando fuertemente y con ella todas las de la casa.

El repiqueteo debió durar medio minuto, uno a lo más pero le pareció una hora. Las campanillas enmudecieron como habían empezado, todas a la vez. Después de su sonido sobrevino un ruido estridente que parecía venir de la parte baja, un ruido como el que haría una persona arrastrando una cadena de hierro sobre los toneles del sótano.

Scrooge recordó entonces haber oído decir que los fantasmas que visitan las casas embrujadas, siempre se describen arrastrando cadenas.

Oyó la puerta del sótano que se abría con estrépito y después el ruido más fuerte, en los pisos inferiores, subiendo la escalera y por fin encaminándose directamente hacia su puerta.

- ¡Patrañas! - dijo Scrooge -. ¡No quiero creerlo!

Pero se puso pálido y perdió el color cuando, sin pausa, atravesó la pesada puerta y entró en la habitación ante sus ojos. Al hacer irrupción, la moribunda llamarada del hogar dio un salto como diciendo: "¡Lo conozco! ¡Es el espectro de Marley!", y volvió a encogerse.

¡El mismo rostro! ¡El mismo! Marley, con su peluquín, su habitual calzón corto y botas altas con las borlas puestas de punta, los faldones de la casaca y el cabello del peluquín. La cadena que arrastraba le ceñía la cintura. Era larga y se le enrollaba como una cola, estando formada (según observó atentamente Scrooge) de cajas de caudales, llaves, libros de comercio, escrituras y bolsos de malla de acero. Su cuerpo era translúcido, de forma que Scrooge podía ver a su través los dos botones traseros de la casaca.

Muchas veces había oído Scrooge decir que Marley no tenía entrañas, pero hasta entonces no habia dado crédito a la aseveración. Y... ¡ni aún entonces lo creía! A pesar de tener al fantasma ante sí, a pesar de sentir la influencia de sus ojos fríos, a pesar de poder hasta determinar la textura del pañuelo que llevaba cubriéndole cabeza y barbillas y que hasta aquel momento no había observado, aún se sentía incrédulo y luchaba por negar la evidencia de sus sentidos.

- ¡Qué pasa! - dijo Scrooge, cínico y frío como siempre -. ¿Qué quieres de mí?
- Mucho...- contestó la voz indudable de Marley.
-¿Quién eres?
-Pregúntame quién fui.
-Sea. ¿Quién fuiste? - dijo Scrooge alzando la voz-. Para ser una sombra eres muy exigente.
-En vida fui tu socio, Jacobo Marley.
-¿Puedes... puedes sentarte? - preguntó Scrooge mirándolo dubitativamente.
-Puedo.
-Hazlo, pues.

Scrooge formuló la pregunta porque no sabía si un espectro tan transparente estaría en condiciones de ocupar un asiento y sentía que, de ser imposible, daría lugar a embarazosas explicaciones, pero el espectro se sentó al otro lado del hogar como la cosa más natural del mundo.

- No crees en mí - observó el espectro.
-No - asintió Scrooge.
-¿Qué otra evidencia, a más de la de tus sentidos, necesitas para convencerte?
-No lo sé - dijo Scrooge.
-¿Por qué dudas, pues, de tus sentidos?
- Porque cualquier nimiedad los afecta - dijo Scrooge -. Un trastorno digestivo los hace falsos. Puedes ser fruto de un trozo de carne mal digerida o de un poco de mostaza, o de una patata medio cruda. Quienquiera que seas, más bien debes proceder de la cocina que de la tumba.

Scrooge no era muy dado a hacer chistes ni, en el fonfo de su corazón, se sentía de humor para ello. La verdad es que intentaba distraer su propia mente con sus palabras para acallas el temor que lo invadía. La voz del espectro le había helado la sangre en las venas.

 Scrooge temía que, de permanecer silencioso, con aquellos ojos de vidriosa mirada clavados en él, perdería el dominio de sí mismo. La situación era doblemente horrible, por estar el espectro, al parecer, dotado de una atmósfera propia. Scrooge no la notaba personalmente, pero demostraba que era así el que, a pesar de su absoluta casaca de Marley se agitaban como a impulso del aire caliente de un horno.

-¿Ves este palillo? - dijo Scrooge reanudando la conversación por el motivo antedicho y con idea, aunque fuese por breves instantes, de desviar la mirada de la aparición.
-Lo veo - replicó el fantasma.
-¡Pero si no lo miras! - dijo Scrooge.
-A pesar de ello, lo veo.
-¡Bueno! - repuso Scrooge -. Pues bastaría que me lo tragase para verme acosado por duendes y por brujas todo el resto de mi vida. ¡Tonterías, repito, tonterías!

Al oír estas palabras el fantasma lanzó un grito espeluznante y agitó su cadena produciendo un ruido tan tétrico y aterrador que Scrooge tuvo que agarrarse a los brazos de su sillón para no caer desmayado. Su horror aumentó, cuando el fantasma se quitó, como si tuviera demasiado calor, el pañuelo que llevaba en la cabeza, dejando que la mandíbula inferior cayese sobre el pecho.

Scrooge se arrodilló, juntando las manos en actitud de súplica.

-¡Misericordia! - gritó -. Aparición horrenda, ¿Por qué me atormentas?
-¡Hombre de mundanas ideas!-replicó el espectro-.¿Crees o no en mi experiencia?
-¡Creo! - afirmó Scrooge -. ¡No puedo dudar más! Pero ¿por qué bajan a la Tierra los espíritus y por qué hacen de mí blanco de su cólera?
-Se exige a todos los humanos - explicó el fantasma- que su espíritu alterne con los de sus semejantes y recorra el mundo. Si no lo hace en vida, está condenado a hacerlo después de morir. Ha de vagar errante ¡ay de mí!, siendo testigo de cosas en las que ya no puede participar, pero en las que cuando vivía hubiera podido intervenir para su mayor ventura.

De nuevo el espectro lanzó un grito sacudiendo su cadena y retorciéndose las fantasmagóricas manos.

-Estás encadenado - dijo Scrooge temblando -.¿Por qué?
-Es la cadena que forjé en mi vida- replicó el espectro -. La fui forjando eslabón a eslabón, metro por metro. Me la ceñí por mi propia voluntad y por mi propia voluntad cargué con ella, ¿te extraña su estructura?

Scrooge temblaba como la hoja en el árbol.

-¿Te gustaría saber - prosiguió el fantasma - el peso y longitud de la que tú mismo llevas? Hace siete Navidades era ya tan poderosa y larga como ésta. Y desde entonces la has ido aumentando. Es una cadena enorme.

Scrooge miró a su alrededor como temiendo verse rodeado de cincuenta o sesenta metros de cable de acero pero no vio nada.

-¡Jacobo! - imploró-. ¡Viejo Jacobo Marley, dímelo todo! ¿No tendrás una palabra de consuelo para mí?
-No tengo ninguna - replicó el fantasma -. Han de salir de otros labios y prodigarse por otros conductos, a hombres de condición distinta a la tuya, Ebenezer Scrooge. Como tampoco puedo decirte cuanto quisiera. A lo sumo me son permitidas algunas palabras más. No puedo descansar, ni detenerme, ni perder tiempo en parte alguna. Mi espíritu jamás abandonó las cuatro angostas paredes del despacho, ¡óyelo bien! En vida, mi espíritu no salió jamás de los límites de nuestro sórdido comercio y ahora me esperan larguísimas y fatigosas jornadas.

Cuando una preocupación extraordinaria embargaba a Scrooge, tenía por costumbre hundirse las manos en los bolsillos del pantalón. Al escuchar las palabras del espectro hízolo así, sin levantar la vista del suelo ni incorporarse.

-Debes de haber tomado la peregrinación con mucha calma, Jacobo - dijo con simulada naturalidad, aunque dando a la frase un acento respetuoso y humilde.
-¡Calma!- exclamó el espectro.
-¡Siete años difunto -musitó Scrooge - y errando sin cesar!
-¡Sin cesar! - repitió el fantasma -. Sin descanso, sin reposo. Continuamente torturado por el remordimiento.
-¿Viajas de prisa? -preguntó Scrooge.
-En alas de los vientos.
-En siete años debes de haber cubierto considerable distancia - observó Scrooge.

Por tercera vez el espectro lanzó un desgarrador gemido retronando la cadena espantosamente en el silencio de la noche.

-¡Oh, mísero cautivo, maniatado y cargado de grillos y cadenas! - gritó el fantasma-. ¡Ignorar que han de transcurrir siglos de labor incesante por parte de las criaturas inmortales en la tierra, para que puedan desarrollar todo el bien de que son capaces! ¡No saber que un espíritu cristiano, afanándose en su limitada esfera, sea cual fuere, siempre hallará su vida mortal demasiado breve para realizar todo el bien de que puede ser capaz! ¡Desconocer que una ocasión perdida es irreparable! ¡Así me ocurrió a mí! ¡Oh! ¡Así me ocurrió a mí!
-Pero siempre fuiste excelente hombre de negocios, Jacobo - tartamudeó Scrooge, quien empezaba a aplicarse a sí mismo cuanto decía Marley.
- ¡Negocios! - gritó el espectro retorciéndose las manos -. ¡La humanidad hubiera debido ser mi negocio! El bienestar general, la caridad, la compasión, la misericordia, la benevolencia, todo eso hubiera debido ser mi negocio. Las transacciones comerciales eran una gota de agua en el inmenso mar de mis verdaderos negocios.

Apartó de sí la cadena comos si ella fuese la causa de su irreparable dolor, dejándola caer al suelo pesadamente.

-En esta época del año - prosiguió - es cuando sufro más. ¿Por qué pasé entre la muchedumbre con los ojos fijos en el suelo y no supe alzarlos a la divina Estrella que guió a los reyes a la cabaña donde nacía el Rey de los pobres? ¿Acaso no había moradas humildes a las que su luz pudiera conducirme?

Oyendo al espectro lamentarse de tal forma, Scrooge iba de mal en peor, temblando como un azogado.

-¡Óyeme bien!  - gritó el fantasma -. Termina el breve plazo de que dispongo.
-Escucho - dijo Scrooge -, pero no seas demasiado severo para conmigo y, por favor, Jacobo, no dramatices.
-No me está permitido revelar por qué aparezco ante tus ojos en forma corpórea.Antes de ahora muchos han sido los días en que, siendo invisible, me has tenido a tu lado sin saberlo.

La noticia no era precisamente grata para Scrooge, quien se estremeció enjugándose el sudor que bañaba su frente.

-Es parte de mi penitencia - prosiguió el espectro -. Hoy he venido a prevenirte de que aún tienes unas probabilidades de escapar a mi terrible sino. Y en mi mano está el que puedas aprovecharla.
- Siempre fuiste un buen amigo - dijo Scrooge -. Muchas gracias.
-Tres espíritus se te aparecerás - resumió el espectro.

Scrooge se quedó casi tan boquiabierto como su interlocutor.

-¿Es ésa la posibilidad que mencionaste? - preguntó con trémulo acento.
-Ésa es.
-Entonces... entonces, prefiero no aprovecharla.
-Sin sus visitas - dijo el espectro -, no puedes tener esperanza de eludir la senda que yo sigo. Cuando la campana dé la Una, espera la primera.
-¿No podrían venir las tres juntas y acabar de una vez, Jacobo? - insinuó Scrooge.
- A la misma hora de la noche siguiente comparecerá la segunda. La última hará su aparición cuando cese de vibrar la postrera campanada de las Doce de la tercera noche. No esperes volverme a ver y, por tu propio bien, no olvides lo que ha ocurrido entre nosotros.

Diciendo estas palabras el espectro tomó de la mesa su pañuelo, anudándoselo a la cabeza y baja la barbilla como lo llevaba en su principio. Scrooge comprendió la acción sin verla, yendo el rechinar de los dientes al juntarse las mandíbulas y atreviéndose a levantar entonces la vista, halló a su sobrenatural amigo de pie ante él, con la cadena colgando de su brazo.

La aparición fue apartándose, andando hacia atrás. A cada paso que daba, se abría un poco más la ventana, de suerte que, al encontrarse frente a ella, estaba de par en par.

Hizo señas a Scrooge de que se acercase, y éste así lo hizo. Cuando estuvo a corta distancia, el espectro de Marley levantó la mano como indicando que se detuviera. Scrooge obedeció principalmente por miedo y por sorpresa. El gesto del fantasma pareció conjurar en el aire confusos rumores, incoherentes murmullos de pesar y de tristeza, gemidos de indescriptible melancolía y reproche. El espectro después de escuchar unos instantes, unió su voz a las que poblaban la noche, desapareciendo entre sus sombras.

Aguijoneado por una curiosidad superior a su pánico, Scrooge se abalanzó a la ventana, mirando el exterior.

El ambiente parecía estar poblado de fantasmas que erraban de acá para allá con inquieta ligereza, gimiendo sin cesar. Iban todos cargados de cadenas como el espectro de Marley, algunos eslabonados formando grupos, otros, solos, pero ninguno libre de ellas. Scrooge vio varias caras conocidas entre la fantástica muchedumbre. Vio a un íntimo suyo, viejo espectro ahora de chupa blanca, portador de monstruosa caja de caudales amarrada al tobillo, que lloraba lastimeramente al no poder prestar ayuda a una infeliz mujer con un niño en brazos reclinada en el quicio de una puerta, frente a sus ventanas. Comprendió claramente que el castigo de aquellos atormentados espíritus consistía en una ansia infinita de aliviar las desgracias humanas, careciendo de poder para ello.

Súbitamente, sin que pudiera decir si la niebla los envolvió o si se transformaron en ella, fantasmas y voces se desvanecieron y la noche quedó como cuando Scrooge llegó a su casa. Cerró la ventana y examinó la puerta por la que el espectro había entrado. Estaba cerrada con llave tal y como él la dejara y los cerrojos corridos no presentaban alteración alguna. Intentó repetir: - ¡Tonterías!, pero no pasó de la primera sílaba y, sintiéndose muy necesitado de reposo, ya fuera por las emociones sufridas, por las fatigas del día, pos su ojeada al Mundo Indivisible, por su conversación con el espectro, o simplemente por lo avanzado de la hora, se fue derecho a la cama sin desnudarse, quedando inmediatamente dormido.

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