Capítulo LXXX
EL NÚCLEO
Si el cachalote es una esfinge, desde el punto
de vista fisiognómico, para el frenólogo su cerebro parece aquel círculo de la geometría
que es imposible cuadrar.
En el animal maduro, el cráneo mide por lo
menos veinte pies de largo. Si desengoznáis la mandíbula inferior, la vista
lateral de este cráneo es como la vista lateral de un plano moderadamente
inclinado apoyado totalmente en una base horizontal. Pero en vida —como hemos
visto en otro lugar— el plano inclinado queda rellenado en su ángulo y casi
cuadrado por la enorme masa superpuesta del «trozado» y la esperma. En su
extremo más alto, el cráneo forma un cráter para acomodar esa parte de la masa,
mientras que bajo el largo suelo de ese cráter —en otra cavidad que rara vez
excede diez pulgadas de largo y otras tantas de profundo— reposa el escaso
puñado de cerebro de este monstruo. El cerebro está por lo menos a veinte pies
de su frente visible, en el animal vivo; está escondido detrás de sus enormes
obras defensivas, como la ciudadela interna tras las amplias fortificaciones de
Quebec. Está escondido en él de modo tan semejante a un cofrecillo precioso,
que he conocido a muchos pescadores de ballenas que niegan perentoriamente que
el cachalote tenga otro cerebro que esa palpable semejanza de cerebro formada
por las yardas cúbicas de la reserva de aceite de esperma. Como ésta se
encuentra en extraños repliegues, conductos y circunvoluciones, para su modo de
ver parece más de acuerdo con la idea de su potencia de conjunto considerar
esta misteriosa parte suya como la morada de su inteligencia.
Está claro, entonces, que, desde el punto de
vista frenológico, la cabeza de este leviatán, en el estado vivo e intacto del
animal, es un completo engaño. En cuanto a su verdadero cerebro, no podéis ver
indicaciones suyas, ni sentirlas. El cachalote, como todas las cosas potentes,
ostenta una frente falsa para el mundo común. Si liberáis su cráneo de su
cargamento de aceite de esperma, y lanzáis una vista por detrás a su parte trasera,
que es el extremo elevado, os sorprenderá su semejanza con el cráneo humano
observado en la misma situación y desde el mismo punto de vista. En efecto,
colocad este cráneo vuelto del revés (reducido a la escala de la magnitud
humana) entre una bandeja de cráneos humanos, e involuntariamente lo
confundiréis con ellos; y al observar las depresiones en una parte de su cima,
diríais, en lenguaje frenológico: «Este hombre no tenía estimación de sí mismo,
ni veneración». Y con esas negaciones, consideradas juntamente con el hecho
afirmativo de su portentosa mole y energía, os podéis formar del mejor modo el
concepto más auténtico, aunque no el más regocijante, de lo que es la potencia
más exaltada.
Pero, si por las dimensiones relativas del
cerebro propiamente dicho del cachalote, lo juzgáis incapaz de ser adecuadamente
localizado, entonces tengo otra idea que ofreceros. Si consideráis atentamente
el espinazo de casi todos los cuadrúpedos, os llamará la atención la semejanza
de sus vértebras con un collar engarzado de cráneos enanos, todos ellos
ostentando una semejanza rudimentaria con el cráneo propiamente dicho. Es un
concepto alemán que las vértebras son cráneos absolutamente sin desarrollar.
Pero entiendo que no fueron los alemanes los primeros en percibir esa curiosa
semejanza externa. Un amigo extranjero una vez me la hizo notar en el esqueleto
de un enemigo que había matado, con cuyas vértebras estaba haciendo una especie
de incrustación en bajorrelieve en la proa en pico de su canoa. Ahora,
considerad que los frenólogos han omitido una cosa importante al no prolongar
sus investigaciones desde el cerebelo hasta el canal medular. Pues creo que
mucho del carácter de un hombre se hallará representado en su espinazo.
Prefería tocar vuestro espinazo que vuestro cráneo, quienquiera que seáis. Una
débil viga de espinazo jamás ha sostenido un alma íntegra y noble. Yo me
complazco en mi espinazo, como en el firme y audaz mástil de la bandera que
despliego ante el mundo. Aplicad esta rama espinal de la frenología al
cachalote. Su cavidad craneana se continúa con la primera vértebra del cuello,
y, en esta vértebra, el cauce del canal medular mide unas diez pulgadas de
ancho, con ocho de altura, y con una forma triangular con la base para abajo.
Al pasar por las restantes vértebras, el canal disminuye de tamaño, pero
durante una considerable distancia sigue siendo de gran capacidad. Ahora, desde
luego, este canal está lleno de la misma sustancia extrañamente fibrosa —la
médula espinal— que el cerebro, y comunica directamente con el cerebro. Y, lo
que es más, durante muchos pies después de emerger de la cavidad cerebral, la
médula espinal sigue teniendo la misma circunferencia sin mengua, casi igual a
la del cerebro. En todas esas circunstancias, ¿no sería razonable inspeccionar
y sacar planos de la médula del cachalote desde el punto de vista frenológico?
Pues, mirada en este sentido, la notable pequeñez relativa de su cerebro
propiamente dicho está más que compensada por la prodigiosa magnitud relativa
de su médula espinal.
Pero dejando que esta sugestión influya como
pueda en los frenólogos, simplemente querría asumir por un momento la teoría
espinal en referencia a la joroba del cachalote. Esta augusta joroba, si no me
equivoco, se eleva sobre una de las vértebras mayores, y por tanto es, en
cierto modo, su molde convexo exterior. Por su situación relativa, entonces, yo
llamaría a esta alta joroba el órgano de la firmeza y la indomabilidad en el
cachalote. Y que el gran monstruo es indomable, todavía tendréis razones para
saberlo.
CapítuloLXXXI
EL PEQUOD ENCUENTRA AL VIRGEN
Llegó el día predestinado y, como era debido,
encontramos al barco Jungfrau, capitán Derick De Deer, de Bremen.
Antaño los principales pescadores de ballenas
del mundo, ahora los holandeses y los alemanes están entre los menos
importantes, pero, acá y allá, a intervalos muy amplios de latitud y longitud,
todavía se encuentra de vez en cuando su bandera en el Pacífico. Por alguna razón, el Jungfrau parecía muy
deseoso de presentar sus respetos. Todavía a cierta distancia del Pequod, orzó, y arriando
un bote, su capitán fue impulsado hacia nosotros, situándose impacientemente a
proa, en vez de ir a popa.
—¿Qué lleva ahí en la mano? —gritó Starbuck,
señalando algo que el alemán llevaba balanceando—. ¡Imposible! ¡Una alcuza!
—No es eso —dijo Stubb—: no, no, es una
cafetera, señor Starbuck; viene acá a hacernos el café, ese alemán; ¿no ve la
gran lata que tiene al lado? Es agua hirviendo. ¡Ah, está muy bien, ese alemán!
—¡Quite allá! —exclamó Flask—, es una alcuza y
una lata de aceite. Se le ha acabado el aceite y viene a pedir.
Por curioso que parezca que un barco aceitero
pida prestado aceite en zona de pesca, y por mucho que contradiga al revés al viejo
proverbio de llevar carbón a Newcastle, a veces ocurre realmente semejante
cosa; y en el caso presente, el capitán Derick De Deer llevaba sin duda una
alcuza, como había dicho Flask. Cuando subió a cubierta, Ahab se le acercó
repentinamente, sin fijarse en absoluto en lo que llevaba en la mano, pero el alemán,
en su jerga rota, pronto evidenció su completa ignorancia sobre la ballena
blanca dirigiendo inmediatamente la conversación hacia su alcuza y su lata de
aceite, con algunas observaciones sobre que, por la noche, tenía que meterse en
su hamaca en profunda oscuridad, porque se había acabado su última gota de
aceite de Bremen, y todavía no habían capturado un solo pez volador para suplir
la deficiencia; y para terminar sugirió que su barco estaba lo que en la pesca
de ballenas se llama técnicamente limpio (esto es, vacío), muy merecedor del
nombre de Jungfrau, «Virgen».
Remediadas sus necesidades, Derick se marchó,
pero no había alcanzado el costado de su barco cuando se anunciaron ballenas
desde los masteleros de ambos barcos, y tan ansioso estaba Derick de
persecución, que, sin detenerse a dejar a bordo la lata de aceite y la alcuza,
hizo virar la lancha y se puso a seguir a las alcuzas leviatánicas.
Ahora, como la caza se había levantado a
sotavento, él y las otras tres lanchas alemanas que de pronto le siguieron llevaban
considerable ventaja a las quillas del Pequod. Había ocho ballenas, una manada
mediana. Conscientes de su peligro, marchaban todas en fondo con gran
velocidad, derechas por delante del viento, rozando sus costados tan
estrechamente como tiros de caballos enjaezados. Dejaban una estela grande y
ancha, como si desenrollaran de modo continuo un ancho pergamino sobre el mar.
Dentro de esa rápida estela, y a muchas brazas detrás, nadaba un viejo macho,
grande y jorobado, que, por su avance relativamente lento, así como por las
insólitas incrustaciones amarillentas que crecían sobre él, parecía sufrir
ictericia o alguna otra enfermedad. Parecía dudoso que esta ballena
perteneciera a la manada de delante, pues no es corriente en tan venerables
leviatanes ser sociables. No obstante, se mantenía en su estela, aunque
indudablemente su reflujo debía retardarle, porque el «hueso blanco» o marejada
ante su ancho morro se rompía como la onda que se forma cuando se encuentran
dos corrientes hostiles. Su chorro era corto, lento y laborioso, saliendo con
una especie de estertor estrangulado, y disipándose en jirones desgarrados,
seguidos de extrañas conmociones subterráneas en él, que parecían encontrar
salida por su otro extremo hundido, haciendo que las aguas se elevaran
burbujeantes detrás de él.
—¿Quién tiene algún calmante? —dijo Stubb—;
tiene dolor de estómago, me temo. Dios mío, ¡figuraos lo que es tener media
hectárea de dolor de estómago! Vientos contrarios están haciendo en él una
pascua loca, muchachos. Es el primer mal viento que he visto jamás soplar por
la popa; pero mirad, ¿ha habido nunca una ballena que diera tales guiñadas?
Debe de ser que ha perdido la caña.
Como un gran barco cargado en exceso, al
acercarse a la costa del Indostán con la cubierta llena de caballos espantados,
se escora, se mece, se sumerge y avanza vacilante, así esta vieja ballena
balanceaba su envejecida mole, y de vez en cuando, revolviéndose sobre sus
molestas costillas, mostraba la causa de su estela incierta en el muñón
innatural de su aleta de estribor. Sería difícil decir si había perdido esa
aleta en batalla, o si había nacido sin ella.
—Espera un poco, viejo, y te pondré en
cabestrillo ese brazo herido —gritó el cruel Flask, señalando la estacha que
tenía a su lado.
—Fíjate que no te ponga a ti en
cabestrillo—gritó Starbuck—: Adelante, o el alemán se lo llevará.
Con una sola intención, todas las lanchas
rivales se dirigían a ese mismo animal no sólo porque era el mayor, y por tanto el más
valioso, sino porque estaba más cerca, y los otros se movían a tal velocidad,
además, que casi desafiaban toda persecución por el momento. En esta coyuntura,
las embarcaciones del Pequod habían adelantado a las tres lanchas alemanas
arriadas en último lugar, pero la de Derick, por la gran ventaja que había
tenido, todavía iba en cabeza de la persecución, aunque a cada momento se
acercaran a ella sus rivales extranjeros. Lo único que temían éstos era que él,
por estar ya tan cerca de su blanco, pudiera disparar su arpón antes que
terminaran de alcanzarle y pasarle. En cuanto a Derick, parecía muy confiado en
que ocurriría así, y de vez en cuando, con un gesto de burla, agitaba la alcuza
hacia las otras lanchas.
—¡Perro grosero e ingrato! —gritó Starbuck—:
¿se burla y me desafía con la misma lata de limosnas que le he llenado hace
cinco minutos?—Y luego, con su viejo susurro intenso—: ¡Adelante, lebreles!
¡Hala con ello!
—Os digo la verdad, muchachos —gritaba Stubb a
su tripulación—, va contra mi religión ponerse como loco, pero ¡me gustaría
comerme a ese granuja de alemán! ¡Remad!, ¿queréis? ¿Vais a dejar que ese
bribón os gane? ¿Os gusta el coñac? Un pellejo de coñac, entonces, al mejor
remero. Vamos, ¿por qué no os rompéis alguno una vena? ¿Quién es el que ha
echado un ancla por la borda? No nos movemos una pulgada; estamos en calma
chicha. Ea, que crece la hierba en el fondo de la lancha; y por Dios, que este
mástil está echando yemas. Eso no me gusta, muchachos. ¡Mirad a ese alemán!
Bueno, ¿en qué quedamos, vais a escupir fuego o no?
—¡Ah, mirad qué espuma hace! —gritaba Flask,
danzando de un lado para otro—: ¡Qué joroba! ¡Venga, echaos contra el buey; está
quieto como un tronco! ¡Ah, muchachos, tirad allá: torta y quohogs de cena, ya
sabéis, muchachos..., almejas y bollos..., ea, tirad adelante... Tiene cien
barriles..., no la perdáis ahora...! ¡No, no...! Mirad a ese alemán... ¡Ah, no
remáis por lo que coméis, muchachos! ¡Qué asco, qué porquería! ¿No os gusta el
aceite de esperma? ¡Ahí van tres mil dólares, hombres! ¡Un Banco, todo un
Banco! ¡El Banco de Inglaterra! ¡Ea, vamos, vamos, vamos! ¿Qué hace ahora el
alemán?
En ese momento Derick lanzaba su alcuza contra
las lanchas que avanzaban, y también la lata de aceite, quizá con la doble
intención de retardar el avance de sus rivales, y a la vez de acelerar
económicamente el suyo, con el ímpetu momentáneo del lanzamiento hacia atrás.
—¡Ese grosero perro teutón! —gritó Stubb—.
¡Remad, hombres, como cincuenta mil
cargamentos de barcos de guerra llenos de
diablos de pelo rojo! ¿Qué dices, Tashtego: eres hombre para partirte el
espinazo en veintidós trozos por el honor del viejo Gay-Head? ¿Qué dices?
—Digo que ya remo como un condenado —gritó el
indio.
Ferozmente, pero incitadas por igual por las
burlas del alemán, las tres lanchas del Pequod empezaban ahora a darle alcance
casi juntas, y así dispuestas se le acercaban por momentos. En la hermosa, desprendida y
caballeresca actitud del jefe de la lancha al acercarse a la presa, los tres
oficiales se levantaron orgullosamente, animando de vez en cuando al remero de
popa con un grito estimulante de:
—¡A11á se escurre, ahora! ¡Hurra por la brisa
de fresno! ¡Adelantadle!
Pero Derick había tenido tan resuelta ventaja
inicial que, a pesar de toda la valentía de ellos, habría resultado vencedor en
la carrera si no hubiera caído sobre él un justo juicio en forma de un fallo
que detuvo la pala de su remero de en medio. Mientras este torpe marinero de
agua dulce se esforzaba por desenredar su fresno, y mientras, en consecuencia,
la lancha de Derick estaba a punto de zozobrar, en tanto que él se deshacía en
truenos contra sus hombres en terrible cólera, fue el buen momento para
Starbuck, Stubb y Flask. Con un grito, dieron un salto mortal hacia delante, y
llegaron oblicuamente a disponerse a la altura del alemán. Un instante después,
las cuatro lanchas estaban en diagonal en la estela inmediata del cetáceo,
mientras que a ambos lados de ellos se extendía la oleada espumosa que hacía.
Fue un espectáculo terrible, lamentable y enloquecedor. El cachalote iba ahora
con la cabeza fuera, proyectando su chorro por delante en manantial
continuamente atormentado, mientras que su único aletazo golpeaba su costado en
agonía de espanto. Unas veces a un lado, otras veces a otro, daba guiñadas en
su vacilante huida, y sin embargo, a cada ola que superaba, se hundía espasmódicamente
en el mar, o agitaba de lado hacia el cielo su única aleta móvil. Así he visto
un pájaro con un ala herida trazando espantado círculos rotos en el aire e
intentando en vano escapar de los piratescos halcones. Pero el pájaro tiene
voz, y con gritos plañideros da a conocer su miedo, mientras que el miedo de
este enorme bruto mudo del mar estaba encadenado y encantado dentro de él: no
tenía voz, salvo la respiración en estertor por su rendija, y eso hacía que el
verle fuera inexpresablemente lamentable, mientras que a la vez, en su
impresionante mole, en su mandíbula en rastrillo y en su cola omnipotente,
había bastante para horrorizar al hombre más robusto que así se compadeciera.
Al ver ahora que unos pocos momentos más
darían la ventaja a las lanchas del Pequod, y con tal de no quedar así burlado
de su presa, Derick eligió al azar lo que debió parecerle un disparo
insólitamente largo, antes de que se le escapara para siempre la última
probabilidad. Pero apenas se levantó su arponero para el lanzamiento, los tres
tigres —Queequeg, Tashtego, Daggoo— se pusieron en pie de un salto instintivo,
y situados en fila diagonal, apuntaron a la vez sus hierros, dispararon sobre
la cabeza del arponero alemán, y sus tres arpones de Nantucket penetraron en el
animal. ¡Qué cegadores vapores de espuma y fuego blanco! Las tres lanchas, en
la primera furia del arranque escapado del cachalote, golpearon de lado la del
alemán, con tal fuerza que tanto Derick como su desconcertado arponero fueron
vertidos fuera, y les pasaron por encima las tres quillas fugitivas.
—No tengáis miedo, mis botes de manteca —gritó
Stubb, lanzándoles una ojeada pasajera al adelantarles—: ya se os recogerá...
¡Muy bien! He visto unos tiburones a popa..., ya sabéis, perros de San
Bernardo..., alivian a los viajeros en apuros. ¡Hurra!, éste es ahora el camino
para navegar. ¡Cada quilla es un rayo de sol! ¡Hurra! ¡Allá vamos, como tres
latas en la cola de un puma enloquecido! Esto me hace pensar en cuando se ata
un elefante a una calesa, en una llanura... Hace volar los radios de las
ruedas, muchachos, cuando se le ata así; y hay también peligro de que le tire a
uno fuera, cuando se ataca una cuesta. ¡Hurra! Así es como se siente uno cuando
se va con Pedro Botero... ¡corriendo cuesta abajo por un plano inclinado sin
fin! ¡Hurra!, ¡esa ballena lleva el correo de la eternidad!
Pero la carrera del monstruo fue breve. Dando
un súbito jadeo, se zambulló tumultuosamente. Rascando velozmente, las tres
estachas volaron en torno a los bolardos con tal fuerza, que abrieron profundos
surcos en ellos mientras que los arponeros, temerosos de que esta rápida
zambullida agotara pronto las estachas, usando todo su poder y destreza dieron
repetidas vueltas al cabo humeante para sujetarlo, hasta que por fin —debido a
la tensión vertical en los tacos, forrados de plomo, de los botes, desde donde
bajaban derechos los tres cabos al azul— las regalas de las proas casi
estuvieron al nivel del agua, mientras las tres proas se elevaban hacia el
cielo. Y al cesar pronto el cetáceo en su sumersión, se quedaron algún tiempo
en esa actitud, temerosos de soltar más cabo, aunque la posición era un poco
difícil. Pero aunque de ese modo se han hundido y perdido muchas lanchas, sin
embargo, el aguantar así, con las agudas puntas enganchadas en la carne viva
del lomo, es lo que a menudo atormenta tanto al leviatán que pronto le hace
subir otra vez al encuentro de la afilada lanza de sus enemigos. Pero, para no
hablar del peligro del asunto, es dudoso si ese procedimiento es siempre el
mejor, pues es razonable suponer que cuanto más tiempo permanezca bajo el agua
el animal herido, más agotado quedará. Porque, debido a su enorme superficie
—en un cachalote adulto, algo menos de 2.000 pies cuadrados—, la presión del
agua es inmensa. Todos sabemos qué asombroso peso atmosférico resistimos
nosotros mismos, aun aquí, sobre la tierra, en el aire ¡qué enorme, entonces,
la carga de una ballena, colocando en su espalda una columna de doscientas
brazas de océano! Debe ser igual, por lo menos, al peso de cincuenta
atmósferas. Un cazador de ballenas lo ha calculado como el peso de veinte
barcos de guerra, con todos sus cañones y reservas y hombres a bordo.
Con las tres lanchas detenidas allí en aquel
mar que se mecía suavemente, mirando allá abajo su eterno mediodía azul, y sin que
subiera de sus profundidades un solo gemido ni grito de ninguna clase, más aún,
ni una onda ni una burbuja, ¿qué hombre de tierra adentro habría pensado que por
debajo de todo ese silencio y placidez se retorcía y agitaba en agonía el mayor
monstruo de los mares? Ni ocho pulgadas de cabo vertical se veían en las proas.
¿Parece creíble que con tres hilos tan finos quedara suspendido el gran
leviatán, como la gran pesa de un reloj de ocho días? ¿Suspendido?, y ¿de qué?
De tres trocitos de tabla. ¿Es ésa la criatura de que se dijo una vez tan
triunfalmente: «¿Puedes llenar su piel de arpones afilados, o su cabeza de
bicheros? La espada de quien le golpea no hace presa, ni la lanza, ni el dardo,
ni la cota de malla; el hierro es para él como la paja; la flecha no puede
hacerle huir; los dardos son para él como rastrojo; se ríe de quien blande una
lanza?». ¿Es éste el animal, es éste? ¡Ah, que haya tales incumplimientos para
los profetas! Pues, con la fuerza de mil muslos en la cola, Leviatán ha metido
la cabeza bajo las montañas del mar para esconderla de los arpones del Pequod!
En esa luz oblicua de la primera hora de la
tarde, las sombras que las tres lanchas proyectaban bajo la superficie debían
ser suficientemente largas y anchas como para dar sombra a medio ejército de
Jerjes. ¡Quién puede decir qué horrendos debieron ser para el cachalote herido
tan enormes fantasmas cerniéndose sobre su cabeza!
¡Cuidado, muchachos, se mueve! —gritó
Starbuck, cuando los tres cabos vibraron de repente en el agua,
transmitiéndoles claramente hasta ellos, como por cables magnéticos, los
latidos de vida y muerte de la ballena, de tal modo que cada remero los notaba
en su asiento. Un momento después, aliviadas en buena medida de la tensión
hacia abajo en las proas, las lanchas dieron un salto repentino hacia arriba,
como un pequeño campo de hielo cuando un denso rebaño de osos blancos lo
abandona, asustado, echándose al mar.
—¡Halad, halad! —volvió a gritar Starbuck—:
está subiendo.
Las estachas, en que, un momento antes, no se
podría haber ganado un palmo, ahora fueron lanzadas, otra vez, todas goteantes,
adentro de las lanchas, en largas adujas vivas, y pronto la ballena salió a la
superficie a dos largos de barco de sus perseguidores.
Sus movimientos denotaban claramente su
extremo agotamiento. En la mayor parte de los animales de tierra hay ciertas
válvulas o compuertas, en muchas de sus venas, mediante las cuales, al ser
heridos, la sangre se desvía en ciertas direcciones, al menos parcialmente. No
es así en el cachalote, una de cuyas peculiaridades es tener una estructura de
venas enteramente sin válvulas, de modo que, al ser pinchada aun por una punta
tan pequeña como la de un arpón, comienza al momento un mortal desangramiento
en todo su sistema arterial, y cuando éste aumenta con la extraordinaria
presión de agua, a gran distancia bajo la superficie, se puede decir que se le
va la vida a chorros, en torrente incesante. Sin embargo, es tan enorme la
cantidad de sangre que hay en él, y tan lejanas y numerosas sus fuentes
interiores, que sigue así sangrando y sangrando durante un período
considerable, igual que un río sigue manando en una sequía cuando tiene su
venero en las fuentes de unas montañas lejanas e indiscernibles. Aun entonces,
cuando las lanchas se acercaron remando a la ballena, y, pasando
arriesgadamente sobre su cola agitada, le dispararon lanzas, fueron perseguidas
por chorros continuos de la herida recién hecha, que siguió manando
continuamente, mientras el agujero natural para el chorro, en la cabeza, sólo a
intervalos, aunque rápidos, lanzaba al aire su lluvia asustada. Por esta
abertura no salía todavía sangre, porque no se había tocado hasta ahora ninguna
parte vital suya. Su «vida», como la llaman significativamente, todavía estaba
intacta.
Ahora que las lanchas le rodeaban más de
cerca, quedó visible claramente toda la parte superior de su forma, con mucho de ella que
suele estar sumergido. Sus ojos o mejor dicho los sitios donde habían estado
sus ojos, quedaron a la vista. Igual que cuando caen los ancestrales robles, en
los agujeros de sus nudos se reúnen extrañas masas mal crecidas, así, de los
puntos que habían ocupado antes los ojos de la ballena, ahora salían bulbos
ciegos, horriblemente lamentables de ver. Pero no hubo compasión. A pesar de su
vejez, y de su brazo único y de sus ojos ciegos, debía morir de muerte y ser
asesinado, para iluminar las alegres bodas y los demás festivales del hombre, y
asimismo para alumbrar las solemnes iglesias que predican que todos han de ser
incondicionalmente inofensivos para con todos. Aún meciéndose en
su sangre, por fin mostró parcialmente un extraño racimo o protuberancia, del
tamaño de un bushel, muy abajo del flanco.
—Bonito sitio —gritó Flask—: déjeme pincharle
ahí una vez.
—¡Alto! —gritó Starbuck—: ¡no hay necesidad de
eso!'
Pero había tardado demasiado el humanitario
Starbuck. En el momento del disparo, un chorro ulceroso se disparó de esa
herida cruel, y la ballena, sufriendo con ella insoportable angustia, lanzó
chorros de densa sangre y con rápida furia atacó ciegamente a las
embarcaciones, salpicándolas, a ellas y a sus jubilosos tripulantes, con
chaparrones de sangrujo, y haciendo zozobrar la lancha de Flask, con la proa
destrozada. Fue su golpe de muerte. Pues, desde ese momento, quedó tan agotada
por la pérdida de sangre, que se alejó, meciéndose inerme, de la ruina que
había causado; se tendió jadeando de costado, agitó impotente su aleta
mutilada, y luego dio vueltas lentamente como un mundo que se desvanece: volvió
a lo alto los blancos secretos de su panza, quedó flotando como un leño y
murió. Fue lamentable ese último chorro expirante. Como cuando unas manos
invisibles retiran el agua de alguna poderosa fuente, y con gorgoteos
melancólicos y medio ahogados la columna espumosa desciende hasta abajo, así
fue el último largo chorro moribundo de la ballena.
Pronto, mientras las tripulaciones aguardaban
la llegada del barco, el cuerpo mostró síntomas de irse a hundir con todos sus
tesoros sin saquear. Inmediatamente, por orden de Starbuck, se le amarraron
cabos de diferentes puntos, de modo que cada lancha poco después era una boya,
quedando la ballena hundida suspensa a pocas pulgadas por debajo de ella con
las cuerdas. Con manejo muy atento, cuando se acercó el barco, se trasladó la
ballena a su costado y allí se aseguró reciamente con las más rígidas cadenas
para la cola, pues estaba claro que si no se sostenía artificialmente, el
cuerpo se hundiría en seguida al fondo.
Ocurrió por casualidad que, casi al empezar a
darle tajos con la azada, se encontró incrustado en la carne un arpón, corroído
en toda su longitud, en la parte inferior de la prominencia antes descrita.
Pero como frecuentemente se encuentran trozos de arpones en los cuerpos muertos
de ballenas capturadas, con la carne perfectamente curada a su alrededor y sin
prominencia de ninguna clase que denote su lugar, por tanto, necesariamente
debía haber alguna otra razón desconocida, en el presente caso, que explicara
por completo la ulceración aludida. Pero aún más curioso era el hecho de que se
encontrara en ella una punta de lanza de piedra, no lejos del fierro sepultado,
con la carne perfectamente firme a su alrededor. Quién había disparado aquella
lanza de piedra? ¿Y cuándo? Podría haberla disparado algún indio del noroeste
antes de que se descubriera América. No cabe decir qué otras maravillas podrían
haberse hurgado en ese monstruoso armario. Pero todo ulterior descubrimiento
fue suspendido de repente, al quedar el barco escorado de modo sin precedentes
hacia el mar, debido a la tendencia a hundirse, inmensamente creciente, del
cuerpo. Sin embargo, Starbuck, que tenía el mando de los asuntos, aguantó hasta
el fin, y se aferró a ello tan decididamente, en efecto, que cuando por fin el
barco iba a zozobrar si insistía en mantener aferrado el cuerpo, entonces, al
darse la orden de romper y separarse de él, era tal la tensión inamovible sobre
las ligazones de revés a que se habían amarrado las cadenas y cables de la
cola, que fue imposible soltarlos. Mientras tanto, el Pequod se había escorado.
Cruzar al otro lado de la cubierta era como subir por el abrupto techo picudo
de una casa. El barco gemía y jadeaba. Muchas de las incrustaciones de marfil
de sus amuradas y cabinas saltaron de su sitio, por la tensión extraordinaria.
En vano se trajeron espeques y palancas para aplicarlos a las inamovibles
cadenas que sujetaban la cola, liberándolas de las ligazones: tan hondo había
bajado ya la ballena que no cabía acercarse a los extremos sumergidos, mientras
a cada momento parecían añadirse toneladas enteras de pesadumbre a la mole que
se hundía, y el barco parecía a punto de perderse.
—¡Aguanta, aguanta!, ¿quieres? —gritó Stubb al
cuerpo—: ¡no tengas tan endemoniada prisa de hundirte! Por todos los demonios,
hombres, tenemos que hacer algo o lanzarnos a ello. No sirve hurgar ahí; ¡alto,
digo, con los espeques, y corred uno de vosotros a buscar un libro de oraciones
y un cortaplumas para cortar las cadenas grandes!
—¿Cortar? Sí, sí —gritó Queequeg, y agarrando
la pesada hacha del carpintero, se asomó por una porta, y, con el acero contra
el hierro, empezó a dar tajos a las mayores cadenas de la cola. Pocos golpes se
dieron, con muchas chispas, y la enorme tensión hizo el resto. Con un terrible
chasquido, todas las amarras saltaron por el aire; el barco se enderezó y el
cadáver se hundió.
Ahora, esta inevitable sumersión que ocurre a
veces en un cachalote recién muerto es una cosa muy curiosa, y ningún pescador
la ha explicado adecuadamente. Por lo general, el cachalote muerto flota con
mucha ligereza, con el costado o la panza considerablemente elevado sobre la
superficie. Si los únicos cetáceos que se hundieran así fueran criaturas
viejas, flacas y de ánimo abatido, con sus almohadillas de grasa disminuidas y
todos sus huesos pesados y reumáticos, entonces podríais afirmar con mucha
razón que ese hundimiento está causado por un insólito peso específico en el
pez que así se hunde, como consecuencia de que le falta dentro materia
flotante. Pero no es así. Pues incluso jóvenes cetáceos, en su mejor salud y
rebosando nobles aspiraciones, truncados prematuramente en la tibia floración y
el mayo de su vida, con toda su grasa palpitando encima, incluso esos héroes valientes
y flotantes, se hunden alguna vez.
Hay que decir, sin embargo, que el cachalote
es mucho menos propenso a ese accidenteque cualquier otra especie. Por cada uno de esa
especie que se hunde, se hunden veinte ballenas francas. Esta diferencia entre
las especies es sin duda atribuible en no escaso grado a la mayor cantidad de
hueso que hay en la ballena franca, ya que sólo sus persianas venecianas pesan
a veces más de una tonelada, estorbo de que el cachalote está totalmente libre.
Pero hay ejemplos en que, después de un lapso de varias horas o varios días, el
cetáceo hundido vuelve a subir, más flotante que en vida. Pero la razón de esto
es obvia. En él se producen gases: se hincha con prodigiosa magnitud,
convirtiéndose en una especie de globo animal. Entonces, apenas un barco de
guerra podría impedirle subir. En las pesquerías costeras de la ballena, en
bajos fondos entre las bahías de Nueva Zelanda, cuando una ballena franca da
señales de hundirse, le amarran boyas, con mucho cable, de modo que, cuando el
cuerpo ha bajado, saben dónde buscarlo cuando suba otra vez.. No mucho después
del hundimiento del cadáver, se oyó un grito desde las cofas del Pequod,
anunciando que el Jung frau volvía a arriar sus lanchas, aunque el único chorro
a la vista era de una ballena de aleta dorsal, de las especies de ballenas
incapturables, a causa de su increíble poder natatorio. No obstante, el chorro
de esa ballena es tan semejante al del cachalote, que los pescadores inexpertos
a veces la confunden con él. Y en consecuencia, Derick y toda su ueste se
pusieron en valiente persecución de ese bruto inalcanzable. La Virgen,
desplegando todas sus velas, se puso a seguir sus cuatro quillas jóvenes, y así
desaparecieron todos a sotavento, todavía en atrevida y esperanzada persecución.
¡Ah, muchas son las ballenas de aleta dodorsal, y muchos son los Dericks, amigo
mío!
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap LXXXII, LXXXIII, LXXXIV y LXXXV - Herman Melville"
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