Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

sábado, 29 de diciembre de 2012

Moby Dick - CXXIX, CXXX, CXXXI y CXXXII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - CXXIV, CXXV, CXXVI, CXXVII y CXXVIII - Herman Melville"




Capítulo CXXIX


LA CABINA

AHAB, saliendo a cubierta; PiP le da la mano para seguirle

—Muchacho, muchacho, te digo que ahora no debes seguir a Ahab. Se acerca la hora en que Ahab, aun sin querer asustarte para que te alejaras de él, no querría tenerte a su lado. Hay algo en ti, pobre muchacho, que noto que es demasiado curativo para mi enfermedad. Lo semejante cura a lo semejante; y para esta persecución, mi mal se convierte en mi más deseada salud. Quédate ahí abajo, donde te servirán como si fueras el capitán. Sí, muchacho, te sentarás en mi propia butaca atornillada; debes ser para ella otro tornillo.
—¡No, no, no! Capitán, no tiene el cuerpo entero: úseme, pobre de mí, como su pierna perdida; píseme encima, capitán, no pido más, para permanecer como parte de usted.
—¡Ah! ¡a pesar de un millón de villanos, esto me hace fanático de la inmarcesible fidelidad del hombre! ¡Y un negro, y loco! Pero me parece que lo de que lo semejante cura lo semejante se le aplica también a él; otra vez se vuelve cuerdo así.
—Me han dicho, capitán, que Stubb una vez abandonó al pobre pequeño Pip, cuyos huesos ahogados ahora blanquean, a pesar de toda la negrura de su piel viva. Pero yo no le abandonaré jamás, como Stubb a él. Capitán, tengo que ir con usted.
—Si me hablas así mucho más, el propósito de Ahab se vuelca en su interior. Te digo que no: no puede ser.
—¡Oh, buen amo, amo, amo!
—Si lloras así, te asesinaré. Ten cuidado, pues Ahab también está loco. Escucha, y oirás a menudo mi pie de marfil pisando en cubierta, y sabrás que sigo estando aquí. Y ahora te dejo. ¡La mano! ¡Adiós! Eres fiel, muchacho, como la circunferencia a su centro. Eso: Dios te bendiga para siempre, y, si a mano viene... Dios te salve para siempre, pase lo que pase.

AHAB se va: Pi a un paso adelante

—Aquí estaba en este momento: estoy en su aire... pero estoy solo. Ah, si siguiera estando aquí el pobre Pip, lo podría aguantar, pero ha desaparecido. ¡Pip, Pip! ¡Tin, tan, tin! ¿Quién ha visto a Pip? Debe estar allá arriba: probemos la puerta. ¿Cómo? No hay cierre, ni cerrojo, ni barra, y sin embargo, no hay modo de abrirla. Debe ser el hechizo, me dijo que me quedara aquí; sí, y me dijo que esta butaca atornillada era mía. Aquí, entonces, me sentaré, contra el yugo, en la misma mitad del barco, con toda la quilla y los tres palos por delante. Aquí dicen nuestros viejos marineros que, en sus negros navíos de setenta y cuatro cañones, los grandes almirantes se sientan a veces a la mesa, dominando
filas de capitanes y tenientes. ¡Ah! ¿qué es eso? ¡Charreteras, charreteras, todas las charreteras vienen a agolparse! Que den vueltas las botellas: me alegra verles; ¡llenen los vasos, señores míos! ¡Qué extraña sensación ahora, cuando un muchacho negro es anfitrión de hombres blancos con encaje de oro en las casacas! Señores míos, ¿han visto a un tal Píp? ¿Un muchachito negro, de cinco pies de alto, de aspecto vil y cobarde? Una vez saltó de una lancha ballenera, ¿le han visto? ¡No! Bueno, entonces, vuelvan a llenar los vasos, capitanes, y bebamos por la vergüenza de todos los cobardes. No doy nombres. ¡Chisst! Aquí encima, oigo marfil... ¡Oh, amo, amo! Me siento muy abatido cuando me anda por encima. Pero aquí me quedo, aunque esta popa choque con rocas, y se metan aquí, y las ostras vengan a estar conmigo.

Capítulo CXXX


EL SOMBRERO

Y ahora que, en el momento y el lugar adecuados, después de tan largo y amplio viaje preliminar, Ahab, tras inspeccionar todas las demás aguas de pesquería, parecía haber perseguido a su enemigo hasta un rincón del océano, para matarle allí con más seguridad; ahora que se encontraba cerca de la misma latitud y longitud donde le había sido infligida su herida atormentadora; ahora que había hablado con un barco que el mismo día anterior se había enfrentado de hecho con Moby Dick; y ahora que todos sus sucesivos encuentros con diversos barcos habían concordado, dentro de sus contrastes, en mostrar la demoníaca indiferencia con que la ballena blanca destrozaba a sus perseguidores, fueran atacados o atacantes; ahora fue cuando se entrevió algo en los ojos del viejo que las almas débiles apenas podían soportar. Como la estrella polar sin ocaso, que a lo largo de la vitalicia noche ártica de seis meses mantiene su penetrante mirada firme en el centro, así el propósito de Ahab ahora resplandecía fijamente sobre la constante medianoche de la tenebrosa tripulación. Dominaba sobre ellos de tal modo que todos sus presentimientos, dudas, sospechas y temores no deseaban sino esconderse debajo de sus almas, sin dejar brotar ni una sola brizna ni hoja.

En este intervalo agorero, además, se desvaneció todo humor, forzado o natural. Stubb ya no intentaba provocar sonrisas; Starbuck buck ya no intentaba contenerlas. Por igual, gozo y tristeza, esperanza y miedo parecían molidos en el más fino polvo, y por el momento, pulverizados en el pisoteado mortero del alma férrea de Ahab. Como máquinas, los marineros se movían mudos por la cubierta, siempre conscientes de que los ojos despóticos del viejo estaban sobre ellos.

Pero si le hubierais examinado profundamente en sus más secretas horas confidenciales, cuando él creía que no tenía encima más mirada que la suya, entonces habríais visto que así como los ojos de Ahab intimidaban a los tripulantes, la inescrutable mirada del Parsi intimidaba a la suya; o al menos, no se sabe cómo, a veces la trastornaba de algún modo extraño. Tal nueva extrañeza huidiza empezaba ahora a revestir al flaco Fedallah, tal incesante estremecimiento le sacudía, que los marineros le miraban dubitativamente, medio inciertos, al parecer, sobre si era una sustancia mortal, o más bien una sombra trémula que proyectaba en la cubierta el cuerpo de algún ser invisible. Y esa sombra siempre se cernía allí. Pues ni siquiera de noche se había sabido con certidumbre que Fedallah se adormeciera o se retirara de cubierta. Se quedaba quieto durante horas: pero nunca se sentaba o se recostaba; sus ojos mortecinos decían claramente: «Somos dos vigías que jamás descansamos».

Y tampoco, a ninguna hora, ni de día ni de noche, podían poner los pies en cubierta los marineros sin que Ahab les hubiera tomado la delantera. Plantado en su agujero de pivote, o recorriendo exactamente las tablas entre dos límites invariables: el palo mayor y el de mesana: o bien le veían de pie en el portillo de la cabina, con su pie vivo avanzando hacia la cubierta, como para entrar en ella; con el sombrero muy ladeado sobre los ojos, de modo que, por inmóvil que estuviera, por más que sumasen los días y las noches en que no se había colgado en su hamaca, sin embargo, oculto debajo de ese sombrero ladeado, jamás podían decir con certeza si, a pesar de todo eso, tenía los ojos realmente cerrados a veces, o si les examinaba atentamente; no le importaba estar así una hora seguida en el portillo, mientras la humedad de la noche, inadvertida, se concentraba, en sartas de rocío, sobre aquel capote y aquel sombrero esculpidos en piedra. La ropa que la noche mojaba, el sol del día siguiente se la secaba encima; y así, día tras día, noche tras noche, siguió sin retirarse más abajo las tablas de cubierta, mandando a buscar a la cabina cualquier cosa que necesitara.

Comía al mismo aire libre; esto es, sus dos únicas comidas, desayuno y almuerzo: la cena no la tocaba nunca; ni se cortaba la barba que crecía oscuramente, toda nudosa, como raíces de árboles desarraigados por el viento, que aún siguen creciendo ociosamente en la base desnuda, aunque han parecido en el verdor de arriba. Pero aunque toda su vida ahora se había vuelto una sola guardia en cubierta, y aunque la misteriosa guardia del Parsi era tan sin interrupción como la suya, sin embargo, esos dos parecían no hablar nunca uno con otro, a no ser que, a largos intervalos, alguna momentánea cuestión sin importancia lo hiciera necesario. Aunque un potente hechizo parecía unirles secretamente como gemelos, abiertamente, y para la intimada tripulación, parecían tan separados como los polos. Si durante el día, por casualidad, decían una sola palabra, de noche ambos eran mudos, en cuanto al más leve intercambio verbal. A veces, durante las más largas horas, sin un solo saludo, permanecían muy separados bajo la luz estelar; Ahab en su portillo, el Parsi junto al palo mayor; pero mirándose fijamente, como si Ahab viera en el Parsi su sombra proyectada hacia delante, y el Parsi viera en Ahab su sustancia abandonada. Y sin embargo, no se sabe cómo, Ahab —en su propia intimidad personal, según se revelaba imperiosamente a sus subordinados a cada día, a cada hora y a cada minuto y a cada instante—, Ahab parecía señor independiente, y el Parsi sólo su esclavo. También aquí, ambos parecían enyugados juntos, con un tirano invisible aguijándoles: la flaca sombra al lado de la sólida costilla. Pues, fuera el Parsi lo que fuera, el sólido Ahab era todo costilla y quilla. Al primer leve despuntar de la aurora, se oía a popa su férrea voz:

—¡Vigías a las cofas!

Y a lo largo de todo el día, hasta después del crepúsculo y la puesta del sol, se oía esa misma voz, a todas horas, al sonar la campana del timonel:

—¿Qué veis? ¡Atentos, atentos!

Pero cuando pasaron tres o cuatro días, después de encontrar a la nave Raquel en busca de los hijos, sin ver todavía ningún chorro, el viejo monomaníaco pareció desconfiar de la fidelidad de sus tripulantes, o al menos, de casi todos menos de los arponeros paganos, y pareció dudar, incluso, si Stubb y Flask no estarían dispuestos a pasar por alto lo que él deseaba ver. Pero si tenía realmente tales sospechas, se contenía sagazmente de expresarlas, por más que sus acciones pudieran parecer sugerirlas.

—Yo mismo seré el primero en ver la ballena —dijo—: ¡Eso! ¡Ahab se ganará el doblón!

Y con sus propias manos urdió un nido de bolinas formando cesto, y, enviando arriba a un marinero, con un aparejo de una sola polea para atarlo al calcés del palo mayor, recibió los dos extremos del cable pasado hacia abajo, y, amarrando uno a su cesto, preparó una cabilla para sujetar el otro extremo al pasamanos. Hecho esto, con ese extremo aún en la mano, y poniéndose junto a la cabilla, miró alrededor a sus tripulantes, pasando de uno en otro, deteniendo largamente la mirada en Daggoo, Queequeg y Tashtego, pero eludiendo a Fedallah, y luego puso sus firmes ojos confiados en el primer oficial y dijo:

—Toma el cable; lo pongo en tus manos, Starbuck.

Entonces, acomodando su persona en el cesto, les dio orden de izarle a su alcándara, siendo Starbuck quien sujetaba el extremo del cable, y quien quedó luego a su cuidado. Y así, con una mano aferrada al mastelero de sobrejuanete, Ahab extendió su mirada sobre millas y millas de mar, a proa, a popa, a un lado y a otro, en el amplio y extenso círculo dominado desde tan gran altura.

Cuando, al trabajar con las manos en algún lugar elevado y casi aislado entre el cordaje, sin probabilidades de ofrecer apoyo al pie, el marinero, en una travesía, es izado a tal sitio y sostenido allí por el cable, en esas circunstancias, el extremo sujeto a cubierta se pone a cargo estricto de algún marinero que lo vigile especialmente, dado que, en tal selva de caballería extendida, cuyas variadas relaciones diferentes no siempre se pueden distinguir por lo que se ve de ellas desde cubierta, y siendo así que los extremos de cubierta de esas jarcias se sacan a cada pocos minutos de sus cabillas, sería sólo una fatalidad natural que, en ausencia de un vigilante constante, el marinero izado fuera soltado y cayera volando al mar por algún descuido de los tripulantes. Así que las medidas de Ahab en este asunto no eran insólitas, y la única cosa que parecía extraña en ellas es que fuera Starbuck, casi el único hombre que alguna vez se había atrevido a oponérsele con algo que se aproximara en el más ligero grado a la decisión, y uno de aquellos, además, de cuya fidelidad en la vigilancia había parecido dudar algo; era extraño que fuera éste el mismo hombre a quien eligiera para cuidarle, entregando del todo su vida en manos de una persona por lo demás sin confianza.

Ahora, la primera vez que Ahab fue izado arriba, antes de llevar allí diez minutos, uno de esos salvajes halcones marinos de pico rojo que tan a menudo vuelan incómodamente en torno a los marineros en las cofas de los balleneros por aquellas latitudes; uno de esos pájaros, vino a rondarle y a chillarle en torno a la cabeza, en un laberinto de círculos inextricablemente rápidos. Luego se disparó a la altura, a mil pies por el aire; luego bajó en espiral, y volvió a girar en torbellino en torno a su cabeza.

Pero con la mirada fija en el sombrío horizonte lejano, Ahab no pareció advertir el salvaje pájaro, y, desde luego, nadie se habría fijado mucho en él, no siendo un caso nada raro, de no ser porque entonces el ojo menos atento parecía ver alguna suerte de intención astuta en casi todo lo que se veía.

—¡El sombrero, el sombrero, capitán! —gritó de repente el marinero siciliano que, de guardia en el palo de mesana, quedaba detrás mismo de Ahab, aunque a nivel un poco más abajo que él, y con un profundo abismo de aire separándoles.

Pero ya las alas oscuras estaban ante los ojos del viejo, y el largo pico ganchudo en la cabeza: con un chillido, el negro halcón salió disparado con su presa.

Un águila voló tres veces en torno a la cabeza de Tarquino, quitándole el sombrero para volver a ponérselo, por lo cual Tanaquil, su mujer, declaró que Tarquino sería rey de Roma. Pero el augurio sólo se consideró bueno por haberse vuelto a colocar el sombrero. El de Ahab no se recuperó jamás, y el salvaje halcón siguió volando con él, muy por delante de la proa, hasta que al fin desapareció, al mismo tiempo que, en el momento de esa desaparición, se distinguió confusamente un menudo punto negro que caía al mar desde gran altura.

Capítulo CXXXI


EL PEQUOD ENCUENTRA AL DELEITE

El afanoso Pequod siguió navegando; las olas y los días siguieron pasando agitados: el ataúd-salvavidas siguió meciéndose levemente; y se avistó otro barco, míseramente mal llamado el Deleite. Al acercarse, todos los ojos se fijaron en las anchas vigas, lo que se llama la cabria, que en algunos barcos balleneros cruzan la cubierta a una altura de ocho o diez pies, sirviendo para sostener las lanchas de reserva, o sin aparejos, o inutilizadas.

En la cabria del recién llegado se observaban las destrozadas y blancas cuadernas y unas pocas tablas astilladas de lo que había sido antaño una lancha ballenera, pero ahora se veía a través de esa ruina tan claramente como se ve a través del pesado esqueleto de un caballo, blanqueado y medio desquiciado.

—¿Habéis visto a la ballena blanca?
—¡Mira! —replicó el capitán de hundidas mejillas desde el coronamiento de popa, y con el altavoz señaló la ruina.
—¿La has matado?
—Todavía no se ha forjado el arpón que lo consiga —contestó el otro, mirando tristemente una hamaca envuelta que había en cubierta, y cuyos lados reunidos algunos silenciosos marineros estaban ocupados en juntar cosiendo.
—¡Que no se ha forjado! —y apuntando desde la horquilla con el hierro de Perth, Ahab lo blandió y exclamó—: ¡Mira tú, nantuqués; aquí en esta mano tengo su muerte! Templado en sangre y templado por el rayo está este filo, y juro darle triple temple en ese sitio caliente detrás de la aleta, donde la ballena blanca nota más su maldita vida.
—Entonces Dios te guarde, viejo... ya ves esto —señalando a la hamaca—: sepulto a uno de cinco hombres robustos, que ayer mismo estaban vivos, pero antes de la noche habían muerto. Sólo sepulto a éste: los demás estaban sepultados antes de morir; navegas sobre su tumba. —Luego, volviéndose a sus marineros—: ¿Estáis dispuestos? Entonces, poned la tabla en el pasamanos, y levantad el cadáver; así, entonces... ¡Oh, Dios! —avanzando hacia la hamaca con las manos levantadas—: Que la resurrección y la vida...
—¡Bracead a proa! ¡Caña a barlovento! — gritó Ahab como el trueno a sus marineros. Pero el Pequod, sobresaltado de repente, no fue lo bastante rápido como para escapar del ruido de la salpicadura que hizo el cadáver al caer en el agua; ni lo bastante rápido, en efecto, para que algunas de las burbujas volanderas dejaran de salpicar su casco con su espectral bautismo.

Al alejarse Ahab del abatido Deleite, se puso muy de manifiesto el extraño salvavidas que colgaba de la popa del Pequod.

—¡Eh, vosotros, mirad ahí, marineros! — gritó una voz augural en su estela—. ¡En vano, oh, desconocidos, huís de nuestra triste sepultura! ¡Nos volvéis la popa sólo para enseñarnos vuestro ataúd!

Capítulo CXXXI


LA SINFONÍA

Era un claro día, de azul acerado. Los firmamentos del aire y el mar apenas se podían separar en ese azur que todo lo invadía; sólo el aire pensativo era transparentemente puro y suave, con aspecto femenino, y el robusto y viril mar se hinchaba en oleadas lentas, largas y recias, como el pecho de Sansón en su sueño. Acá y allá, en lo alto, se deslizaban las alas níveas de pequeñas aves inmaculadas; ésos eran los amables pensamientos del aire femenino; pero acá y allá, en las profundidades, muy abajo, en el azul sin fondo, se agolpaban poderosos leviatanes, peces espada y tiburones; y ésos eran los recios, turbados y criminales pensamientos del mar masculino.

Pero aunque así contrastaran por dentro, el contraste era sólo en sombras y matices por fuera: los dos parecían uno; sólo el sexo, por así decir, le distinguía.

Arriba, como un majestuoso zar y rey, el sol parecía conceder este amable aire a su osado mar agitado, como esposa dada al esposo. Y en la línea ceñidora del horizonte, un movimiento suave y trémulo —que se ve sobre todo allí, en el ecuador— señalaba la fe tierna y palpitante, el sobresalto cariñoso con que la pobre esposa otorga su seno.

Atado en lo alto y retorcido, nudoso y cargado de arrugas, hurañamente firme y sin ceder, con los ojos ardiendo como carbones que siguen encendidos en las cenizas de la ruina, el inflexible Ahab permanecía en la claridad de la mañana, elevando el casco astillado de su frente hacia la frente de hermosa niña del cielo. ¡Ah, inmortal infancia, ah, inocencia del azur! ¡Invisibles criaturas aladas que alborotan a nuestro alrededor! ¡Dulce infancia de aire y cielo! ¡Qué olvidadas estabais de la congoja apretada de Ahab! Pero así he visto a las pequeñas Miriam y Marta, sílfides de ojos risueños, haciendo cabriolas despreocupadas en torno a su viejo progenitor, y jugando con el cerco de chamuscados rizos que han crecido en el borde del requemado cráter de su cerebro. Cruzando lentamente la cubierta desde el portillo, Ahab se asomó a la borda, y observó cómo su sombra en el agua se hundía cada vez más ante su mirada, cuanto más se esforzaba por penetrar su profundidad. Pero los deliciosos aromas del aire encantado parecieron al menos dispersar por fin aquella cosa cancerosa de su alma.

Ese aire alegre y feliz, ese cielo seductor, por fin le tocaron y le acariciaron; la tierra madrastra, tanto tiempo cruel y abrumadora, ahora le echaba sus brazos cariñosos en torno al terco cuello, y parecía sollozar de alegría por él, como por alguien a quien, por más empedernido y desviado que fuera, todavía tenía corazón para salvar y bendecir. Desde debajo de su sombrero ladeado, Ahab dejó caer una lágrima al mar, y todo el Pacífico no contenía tal riqueza como esa diminuta gota.

Starbuck vio al viejo; le vio cuánto se asomaba sobre la borda, y pareció escuchar en su propio corazón sincero el desmedido sollozo que escapaba del centro de la serenidad que le rodeaba. Con cuidado de no tocarle, ni de ser advertido por él, se le acercó, sin embargo, y se quedó a su lado.

Ahab se volvió.

—¡Starbuck!
—Capitán.
—¡Ah, Starbuck! El viento es suave, suave, y el cielo tiene un aspecto suave. En un día así, con una dulzura muy parecida a ésta, hería mi primera ballena: ¡un muchacho arponero de dieciocho años! Hace cuarenta años... ¡cuarenta, cuarenta! ¡Cuarenta años de continua pesca de ballenas! ¡Cuarenta años de privaciones, de peligros y de tormentas! ¡Cuarenta años en el mar despiadado! ¡Durante cuarenta años, Ahab ha desdeñado la tierra pacífica; durante cuarenta años, para guerrear con los horrores de lo profundo! Sí, y de esos cuarenta años, Starbuck, no he pasado ni tres en tierra firme. Cuando pienso en la vida que he llevado; en la desolación de soledad que ha sido; en el emparedado y amurallado aislamiento de un capitán, que deja muy poca entrada a cualquier simpatía de la tierra verde que le rodea... ¡Ah, fatiga, pesadez! ¡Esclavitud de costa de Guinea que es el mando solitario! Cuando pienso en todo esto; que antes sólo sospechaba a medias y no sabía tan penetrantemente; y en cómo, durante cuarenta años, me he alimentado de salazones —adecuado símbolo del seco alimento de mi alma—; mientras el más pobre habitante de tierra firme tiene a mano diariamente frutos frescos y parte el pan fresco del mundo, en vez de mis costras mohosas; lejos, a océanos enteros de distancia de esa joven esposa niña con quien me casé pasados mis cincuenta años, zarpando al día siguiente para el cabo de Hornos, y dejando un solo hueco en mi almohada matrimonial... (¿esposa? ¿esposa?: más bien viuda con el marido vivo); sí, he hecho viuda a esa pobre muchacha al casarme con ella, Starbuck; y luego la locura, el frenesí, la sangre hirviente con que en mil ataques en la lancha el viejo Ahab ha perseguido a su presa con furia espumeante (¿más demonio que hombre?); ¡sí, sí! ¡qué cuarenta años de loco! ¡loco, loco! ¡viejo loco, ha sido el viejo Ahab! ¿Por qué este empeño de la persecución? ¿por qué fatigar y paralizar el brazo en el remo y el arpón y la lanza? ¿Qué ha ganado o mejorado ahora con eso Ahab? Obsérvalo. ¡Ah, Starbuck!, ¿no es duro que, con esta fatigosa carga que llevo, me hayan arrebatado de debajo una pobre pierna? Aquí, échame a un lado este viejo pelo; me ciega tanto que parece que lloro. Un pelo tan canoso nunca ha crecido sino de alguna ceniza. Pero ¿parezco muy viejo, Starbuck, muy viejo? Me siento mortalmente débil, doblado, jorobado, como si fuera Adán, tambaleándose bajo los siglos apilados desde el Paraíso. ¡Dios, Dios, Dios!, ¡quiébrame el corazón, desfóndame el cerebro! ¡qué burla, qué burla! ¡amarga y mordaz burla del pelo gris!: ¿acaso he vivido bastantes alegrías como para llevarlo, y parezco y me siento tan intolerablemente viejo? ¡Acércate! quédate a mi lado, Starbuck; déjame mirar unos ojos humanos; es mejor que otear al mar o al cielo; mejor que otear hacia Dios. ¡Por la tierra verde; por el claro hogar! Este es el espejo mágico: en tus ojos veo a mi mujer y mi hijo. ¡No, no! ¡quédate a bordo, a bordo! ¡No bajes a la lancha cuando vaya yo; cuando el marcado Ahab persiga a Moby Dick. Ese peligro no ha de ser para ti! ¡No, no con el remoto hogar que veo en estos ojos!
—¡Ah, mi capitán, mi capitán! ¡Alma noble! ¡Viejo gran corazón, después de todo! ¡Por qué ha de perseguir nadie a ese osado pez! ¡Lejos conmigo! ¡Huyamos de estas aguas mortales! ¡Vamos a casa! También Starbuck tiene mujer e hijo; mujer e hijo de su juventud, compañeros de juego, como hermana y hermano; ¡así como los suyos, capitán, son la mujer e hijo de su tierra, afectuosa y paternal vejez! ¡Lejos, alejémonos! ¡Déjeme cambiar de rumbo al momento! ¡Con qué alegría, con qué regocijo, ah, mi capitán, correríamos para ver de nuevo a la vieja Nantucket! Creo, capitán, que en Nantucket hay algunos días suaves y azules como éste.
—Los hay, los hay. Yo los he visto... algunos días de verano por la mañana. Hacia esta hora... (sí, es su siesta de mediodía) el niño se despierta con hambre; se incorpora en la cama, y su madre le habla de mí, del viejo caníbal de mí; de cómo estoy lejos sobre las profundidades, pero volveré para hacerle bailar.
—¡Es mi Mary, mi propia Mary! ¡Me prometió llevar a mi niño, todas las mañanas, al cerro, para ver por primera vez la vela de su padre! ¡Sí, sí! ¡basta ya! ¡se acabó! ¡ponemos rumbo a Nantucket! Vamos, capitán, estudie la travesía, y vamos allá. ¡Vea, vea! ¡la cara del niño en la ventana! ¡la mano del niño en el cerro! Pero Ahab desvió la mirada; se estremeció como un frutal agostado y dejó caer al suelo su última manzana en cenizas.
—¿Qué es, qué cosa sin nombre, inescrutable, sobrenatural; qué amo y señor escondido y engañador, qué emperador cruel e inexorable me manda; para que, contra todos los amores y deseos naturales, siga así empujando, concentrándome, agolpándome, todo el tiempo; haciéndome estar implacablemente dispuesto a lo que no me atrevería en mi propio corazón natural? ¿Es Ahab, Ahab? ¿Soy yo, Dios, o quién es el que levanta este brazo? Pero si el gran sol no se mueve por sí mismo, y es sólo un recadero en el cielo, ni puede girar una sola estrella sino por algún poder invisible, ¿cómo entonces puede latir este pequeño corazón, cómo puede pensar pensamientos este pequeño cerebro, si no hace Dios ese latir, y hace ese pensar, y hace ese vivir, él, y no yo? Por los Cielos, Starbuck, nos dan vueltas en este mundo, como aquel cabestrante, y el Destino es el espeque. Y todo el tiempo, ¡mira! ese cielo sonriente, y ése mar insondado. ¡Mira esa albacora! ¿Adónde van los asesinos, hombre? ¿Quién va a condenar, si el mismo juez es arrastrado ante el juicio? Pero hay un viento suave, muy suave, y un cielo de suave aspecto; y el aire ahora huele como si soplase desde un lejano prado; han cortado heno en algún sitio al pie de las estribaciones de los Andes, Starbuck, y los segadores duermen entre la hierba recién cortada. ¿Duermen? Sí, por más que nos esforcemos, todos hemos de dormir al fin en el campo. ¿Dormir? Sí, ¡y nos pondremos herrumbrosos entre lo verde, como las guadañas que se tiraron el año pasado, y quedaron entre las ringleras a medio cortar, Starbuck!

Pero, blanqueando de desesperación con dolor de cadáver, el primer oficial se había retirado. Ahab cruzó la cubierta para mirar al otro lado, pero se sobresaltó ante dos ojos fijos que se reflejaban allí en el agua. Fedallah estaba asomado, inmóvil, al mismo pasamanos.




Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - CXXXIII y CXXXIV - Herman Melville

No hay comentarios:

Publicar un comentario