Capítulo CXXIX
LA CABINA
AHAB,
saliendo a cubierta; PiP le da la mano para seguirle
—Muchacho,
muchacho, te digo que ahora no debes seguir a Ahab. Se acerca la hora en que Ahab,
aun sin querer asustarte para que te alejaras de él, no querría tenerte a su
lado. Hay algo en ti, pobre muchacho, que noto que es demasiado curativo para
mi enfermedad. Lo semejante cura a lo semejante; y para esta persecución, mi
mal se convierte en mi más deseada salud. Quédate ahí abajo, donde te servirán como
si fueras el capitán. Sí, muchacho, te sentarás en mi propia butaca
atornillada; debes ser para ella otro tornillo.
—¡No, no,
no! Capitán, no tiene el cuerpo entero: úseme, pobre de mí, como su pierna perdida;
píseme encima, capitán, no pido más, para permanecer como parte de usted.
—¡Ah! ¡a
pesar de un millón de villanos, esto me hace fanático de la inmarcesible
fidelidad del hombre! ¡Y un negro, y loco! Pero me parece que lo de que lo
semejante cura lo semejante se le aplica también a él; otra vez se vuelve cuerdo
así.
—Me han
dicho, capitán, que Stubb una vez abandonó al pobre pequeño Pip, cuyos huesos
ahogados ahora blanquean, a pesar de toda la negrura de su piel viva. Pero yo
no le abandonaré jamás, como Stubb a él. Capitán, tengo que ir con usted.
—Si me
hablas así mucho más, el propósito de Ahab se vuelca en su interior. Te digo
que no: no puede
ser.
—¡Oh, buen
amo, amo, amo!
—Si lloras
así, te asesinaré. Ten cuidado, pues Ahab también está loco. Escucha, y oirás a menudo mi
pie de marfil pisando en cubierta, y sabrás que sigo estando aquí. Y ahora te
dejo. ¡La mano! ¡Adiós! Eres fiel, muchacho, como la circunferencia a su
centro. Eso: Dios te bendiga para siempre, y, si a mano viene... Dios te salve para
siempre, pase lo que pase.
AHAB se va: Pi
a un paso adelante
—Aquí estaba
en este momento: estoy en su aire... pero estoy solo. Ah, si siguiera estando aquí
el pobre Pip, lo podría aguantar, pero ha desaparecido. ¡Pip, Pip! ¡Tin, tan,
tin! ¿Quién ha visto a Pip? Debe estar allá arriba: probemos la puerta. ¿Cómo?
No hay cierre, ni cerrojo, ni barra, y sin embargo, no hay modo de abrirla. Debe
ser el hechizo, me dijo que me quedara aquí; sí, y me dijo que esta butaca
atornillada era mía. Aquí, entonces, me sentaré, contra el yugo, en la misma
mitad del barco, con toda la quilla y los tres palos por delante. Aquí dicen nuestros
viejos marineros que, en sus negros navíos de setenta y cuatro cañones, los
grandes almirantes se sientan a veces a la mesa, dominando
filas de
capitanes y tenientes. ¡Ah! ¿qué es eso? ¡Charreteras, charreteras, todas las
charreteras vienen a agolparse! Que den vueltas las botellas: me alegra verles;
¡llenen los vasos, señores míos! ¡Qué extraña sensación ahora, cuando un
muchacho negro es anfitrión de hombres blancos con encaje de oro en las
casacas! Señores míos, ¿han visto a un tal Píp? ¿Un muchachito negro, de cinco
pies de alto, de aspecto vil y cobarde? Una vez saltó de una lancha ballenera,
¿le han visto? ¡No! Bueno, entonces, vuelvan a llenar los vasos, capitanes, y
bebamos por la vergüenza de todos los cobardes. No doy nombres. ¡Chisst! Aquí
encima, oigo marfil... ¡Oh, amo, amo! Me siento muy abatido cuando me anda por
encima. Pero aquí me quedo, aunque esta popa choque con rocas, y se metan aquí,
y las ostras vengan a estar conmigo.
Capítulo CXXX
EL SOMBRERO
Y ahora que,
en el momento y el lugar adecuados, después de tan largo y amplio viaje preliminar,
Ahab, tras inspeccionar todas las demás aguas de pesquería, parecía haber
perseguido a su enemigo hasta un rincón del océano, para matarle allí con más
seguridad; ahora que se encontraba cerca de la misma latitud y longitud donde
le había sido infligida su herida atormentadora; ahora que había hablado con un
barco que el mismo día anterior se había enfrentado de hecho con Moby Dick; y
ahora que todos sus sucesivos encuentros con diversos barcos habían concordado,
dentro de sus contrastes, en mostrar la demoníaca indiferencia con que la
ballena blanca destrozaba a sus perseguidores, fueran atacados o atacantes; ahora
fue cuando se entrevió algo en los ojos del viejo que las almas débiles apenas
podían soportar. Como la estrella polar sin ocaso, que a lo largo de la
vitalicia noche ártica de seis meses mantiene su penetrante mirada firme en el centro,
así el propósito de Ahab ahora resplandecía fijamente sobre la constante
medianoche de la tenebrosa tripulación. Dominaba sobre ellos de tal modo que
todos sus presentimientos, dudas,
sospechas y temores no deseaban sino esconderse debajo de sus almas, sin dejar brotar ni
una sola brizna ni hoja.
En este
intervalo agorero, además, se desvaneció todo humor, forzado o natural. Stubb ya no
intentaba provocar sonrisas; Starbuck buck ya no intentaba contenerlas. Por
igual, gozo y
tristeza, esperanza y miedo parecían molidos en el más fino polvo, y por el momento,
pulverizados en el pisoteado mortero del alma férrea de Ahab. Como máquinas,
los marineros se movían mudos por la cubierta, siempre conscientes de que los
ojos despóticos del viejo estaban sobre ellos.
Pero si le
hubierais examinado profundamente en sus más secretas horas confidenciales, cuando él
creía que no tenía encima más mirada que la suya, entonces habríais visto que
así como los ojos de Ahab intimidaban a los tripulantes, la inescrutable mirada
del Parsi intimidaba a la suya; o al menos, no se sabe cómo, a veces la
trastornaba de algún modo extraño. Tal nueva extrañeza huidiza empezaba ahora a
revestir al flaco Fedallah, tal incesante estremecimiento le sacudía, que los
marineros le miraban dubitativamente, medio inciertos, al parecer, sobre si era
una sustancia mortal, o más bien una sombra trémula que proyectaba en la cubierta
el cuerpo de algún ser invisible. Y esa sombra siempre se cernía allí. Pues ni
siquiera de noche se había sabido con certidumbre que Fedallah se adormeciera o
se retirara de cubierta. Se quedaba quieto durante horas: pero nunca se sentaba
o se recostaba; sus ojos mortecinos decían claramente: «Somos dos vigías que jamás
descansamos».
Y tampoco, a
ninguna hora, ni de día ni de noche, podían poner los pies en cubierta los marineros
sin que Ahab les hubiera tomado la delantera. Plantado en su agujero de pivote,
o recorriendo exactamente las tablas entre dos límites invariables: el palo
mayor y el de mesana: o bien le veían de pie en el portillo de la cabina, con
su pie vivo avanzando hacia la cubierta, como para entrar en ella; con el
sombrero muy ladeado sobre los ojos, de modo que, por inmóvil que estuviera,
por más que sumasen los días y las noches en que no se había colgado en su
hamaca, sin embargo, oculto debajo de ese sombrero ladeado, jamás podían decir
con certeza si, a pesar de todo eso, tenía los ojos realmente cerrados a veces,
o si les examinaba atentamente; no le importaba estar así una hora seguida en
el portillo, mientras la humedad de la noche, inadvertida, se concentraba, en sartas de
rocío, sobre aquel capote y aquel sombrero esculpidos en piedra. La ropa que la noche
mojaba, el sol del día siguiente se la secaba encima; y así, día tras día,
noche tras noche, siguió sin retirarse más abajo las tablas de cubierta,
mandando a buscar a la cabina cualquier cosa que necesitara.
Comía al
mismo aire libre; esto es, sus dos únicas comidas, desayuno y almuerzo: la cena no la tocaba
nunca; ni se cortaba la barba que crecía oscuramente, toda nudosa, como raíces de
árboles desarraigados por el viento, que aún siguen creciendo ociosamente en la
base desnuda, aunque han parecido en el verdor de arriba. Pero aunque toda su
vida ahora se había vuelto una sola guardia en cubierta, y aunque la misteriosa
guardia del Parsi era tan sin interrupción como la suya, sin embargo, esos dos parecían
no hablar nunca uno con otro, a no ser que, a largos intervalos, alguna
momentánea cuestión sin importancia lo hiciera necesario. Aunque un potente
hechizo parecía unirles secretamente como gemelos, abiertamente, y para la
intimada tripulación, parecían tan separados como los polos. Si durante el día,
por casualidad, decían una sola palabra, de noche ambos eran mudos, en cuanto
al más leve intercambio verbal. A veces, durante las más largas horas, sin un
solo saludo, permanecían muy separados bajo la luz estelar; Ahab en su
portillo, el Parsi
junto al palo mayor; pero mirándose fijamente, como si Ahab viera en el Parsi
su sombra
proyectada hacia delante, y el Parsi viera en Ahab su sustancia abandonada. Y
sin embargo, no se sabe cómo, Ahab —en su propia intimidad personal, según se
revelaba imperiosamente a sus subordinados a cada día, a cada hora y a cada
minuto y a cada instante—, Ahab parecía señor independiente, y el Parsi sólo su
esclavo. También aquí, ambos parecían enyugados juntos, con un tirano invisible
aguijándoles: la flaca sombra al lado de la sólida costilla. Pues, fuera el
Parsi lo que fuera, el sólido Ahab era todo costilla y quilla. Al primer leve
despuntar de la aurora, se oía a popa su férrea voz:
—¡Vigías a
las cofas!
Y a lo largo
de todo el día, hasta después del crepúsculo y la puesta del sol, se oía esa misma voz, a
todas horas, al sonar la campana del timonel:
—¿Qué veis?
¡Atentos, atentos!
Pero cuando
pasaron tres o cuatro días, después de encontrar a la nave Raquel en busca de los
hijos, sin ver todavía ningún chorro, el viejo monomaníaco pareció desconfiar
de la fidelidad de sus tripulantes, o al menos, de casi todos menos de los
arponeros paganos, y pareció dudar, incluso, si Stubb y Flask no estarían dispuestos
a pasar por alto lo que él deseaba ver. Pero si tenía realmente tales
sospechas, se contenía sagazmente de expresarlas, por más que sus acciones
pudieran parecer sugerirlas.
—Yo mismo
seré el primero en ver la ballena —dijo—: ¡Eso! ¡Ahab se ganará el doblón!
Y con sus
propias manos urdió un nido de bolinas formando cesto, y, enviando arriba a un marinero,
con un aparejo de una sola polea para atarlo al calcés del palo mayor, recibió
los dos extremos del cable pasado hacia abajo, y, amarrando uno a su cesto,
preparó una cabilla para sujetar el otro extremo al pasamanos. Hecho esto, con
ese extremo aún en la mano, y poniéndose junto a la cabilla, miró alrededor a sus
tripulantes, pasando de uno en otro, deteniendo largamente la mirada en Daggoo,
Queequeg y Tashtego, pero eludiendo a Fedallah, y luego puso sus firmes ojos
confiados en el primer oficial y dijo:
—Toma el
cable; lo pongo en tus manos, Starbuck.
Entonces,
acomodando su persona en el cesto, les dio orden de izarle a su alcándara, siendo
Starbuck quien sujetaba el extremo del cable, y quien quedó luego a su cuidado.
Y así, con una mano aferrada al mastelero de sobrejuanete, Ahab extendió su
mirada sobre millas y millas de mar, a proa, a popa, a un lado y a otro, en el
amplio y extenso círculo dominado desde tan gran altura.
Cuando, al
trabajar con las manos en algún lugar elevado y casi aislado entre el cordaje,
sin probabilidades de ofrecer apoyo al pie, el marinero, en una travesía, es
izado a tal sitio y sostenido allí por el cable, en esas circunstancias, el
extremo sujeto a cubierta se pone a cargo estricto de algún marinero que lo
vigile especialmente, dado que, en tal selva de caballería extendida, cuyas
variadas relaciones diferentes no siempre se pueden distinguir por lo que se ve
de ellas desde cubierta, y siendo así que los extremos de cubierta de esas
jarcias se sacan a cada pocos minutos de sus cabillas, sería sólo una fatalidad
natural que, en ausencia de un vigilante constante, el marinero izado fuera soltado
y cayera volando al mar por algún descuido de los tripulantes. Así que las
medidas de Ahab en este asunto no eran insólitas, y la única cosa que parecía
extraña en ellas es que fuera Starbuck, casi el único hombre que alguna vez se
había atrevido a oponérsele con algo que se aproximara en el más ligero grado a
la decisión, y uno de aquellos, además, de cuya fidelidad en la vigilancia
había parecido dudar algo; era extraño que fuera éste el mismo hombre a quien
eligiera para cuidarle, entregando del todo su vida en manos de una persona por
lo demás sin confianza.
Ahora, la
primera vez que Ahab fue izado arriba, antes de llevar allí diez minutos, uno
de esos
salvajes halcones marinos de pico rojo que tan a menudo vuelan incómodamente en
torno a los marineros en las cofas de los balleneros por aquellas latitudes;
uno de esos pájaros, vino a rondarle y a chillarle en torno a la cabeza, en un
laberinto de círculos inextricablemente rápidos. Luego se disparó a la altura,
a mil pies por el aire; luego bajó en espiral, y volvió a girar en torbellino
en torno a su cabeza.
Pero con la
mirada fija en el sombrío horizonte lejano, Ahab no pareció advertir el salvaje pájaro, y,
desde luego, nadie se habría fijado mucho en él, no siendo un caso nada raro,
de no ser porque entonces el ojo menos atento parecía ver alguna suerte de
intención astuta en casi todo lo que se veía.
—¡El
sombrero, el sombrero, capitán! —gritó de repente el marinero siciliano que, de guardia en
el palo de mesana, quedaba detrás mismo de Ahab, aunque a nivel un poco más abajo
que él, y con un profundo abismo de aire separándoles.
Pero ya las
alas oscuras estaban ante los ojos del viejo, y el largo pico ganchudo en la cabeza: con
un chillido, el negro halcón salió disparado con su presa.
Un águila
voló tres veces en torno a la cabeza de Tarquino, quitándole el sombrero para volver a
ponérselo, por lo cual Tanaquil, su mujer, declaró que Tarquino sería rey de
Roma. Pero el augurio sólo se consideró bueno por haberse vuelto a colocar el
sombrero. El de Ahab no se recuperó jamás, y el salvaje halcón siguió volando
con él, muy por delante de la proa, hasta que al fin desapareció, al mismo tiempo
que, en el momento de esa desaparición, se distinguió confusamente un menudo punto
negro que caía al mar desde gran altura.
Capítulo CXXXI
EL PEQUOD ENCUENTRA AL DELEITE
El afanoso
Pequod siguió navegando; las olas y los días siguieron pasando agitados: el ataúd-salvavidas
siguió meciéndose levemente; y se avistó otro barco, míseramente mal llamado el
Deleite. Al acercarse, todos los ojos se fijaron en las anchas vigas, lo que se
llama la cabria, que en algunos barcos balleneros cruzan la cubierta a una
altura de ocho o diez pies, sirviendo para sostener las lanchas de reserva, o
sin aparejos, o inutilizadas.
En la cabria
del recién llegado se observaban las destrozadas y blancas cuadernas y unas pocas tablas
astilladas de lo que había sido antaño una lancha ballenera, pero ahora se veía
a través de esa ruina tan claramente como se ve a través del pesado esqueleto
de un caballo, blanqueado y medio desquiciado.
—¿Habéis
visto a la ballena blanca?
—¡Mira!
—replicó el capitán de hundidas mejillas desde el coronamiento de popa, y con el altavoz
señaló la ruina.
—¿La has
matado?
—Todavía no
se ha forjado el arpón que lo consiga —contestó el otro, mirando tristemente una
hamaca envuelta que había en cubierta, y cuyos lados reunidos algunos
silenciosos marineros estaban ocupados en juntar cosiendo.
—¡Que no se
ha forjado! —y apuntando desde la horquilla con el hierro de Perth, Ahab lo blandió y
exclamó—: ¡Mira tú, nantuqués; aquí en esta mano tengo su muerte! Templado en
sangre y templado por el rayo está este filo, y juro darle triple temple en ese
sitio caliente detrás de la aleta, donde la ballena blanca nota más su maldita
vida.
—Entonces
Dios te guarde, viejo... ya ves esto —señalando a la hamaca—: sepulto a uno de cinco
hombres robustos, que ayer mismo estaban vivos, pero antes de la noche habían muerto. Sólo
sepulto a éste: los demás estaban sepultados antes de morir; navegas sobre su tumba.
—Luego, volviéndose a sus marineros—: ¿Estáis dispuestos? Entonces, poned la tabla
en el pasamanos, y levantad el cadáver; así, entonces... ¡Oh, Dios! —avanzando
hacia la hamaca con las manos levantadas—: Que la resurrección y la vida...
—¡Bracead a
proa! ¡Caña a barlovento! — gritó Ahab como el trueno a sus marineros. Pero el
Pequod, sobresaltado de repente, no fue lo bastante rápido como para escapar
del ruido de la
salpicadura que hizo el cadáver al caer en el agua; ni lo bastante rápido, en
efecto, para que algunas de las burbujas volanderas dejaran de salpicar su
casco con su espectral bautismo.
Al alejarse
Ahab del abatido Deleite, se puso muy de manifiesto el extraño salvavidas que colgaba
de la popa del Pequod.
—¡Eh,
vosotros, mirad ahí, marineros! — gritó una voz augural en su estela—. ¡En
vano, oh,
desconocidos, huís de nuestra triste sepultura! ¡Nos volvéis la popa sólo para
enseñarnos vuestro ataúd!
Capítulo CXXXI
LA SINFONÍA
Era un claro
día, de azul acerado. Los firmamentos del aire y el mar apenas se podían separar en
ese azur que todo lo invadía; sólo el aire pensativo era transparentemente puro
y suave, con aspecto femenino, y el robusto y viril mar se hinchaba en oleadas
lentas, largas y recias, como el pecho de Sansón en su sueño. Acá y allá, en lo
alto, se deslizaban las alas níveas de pequeñas aves inmaculadas; ésos eran los
amables pensamientos del aire femenino; pero acá y allá, en las profundidades,
muy abajo, en el azul sin fondo, se agolpaban poderosos leviatanes, peces
espada y tiburones; y ésos eran los recios, turbados y criminales pensamientos del
mar masculino.
Pero aunque
así contrastaran por dentro, el contraste era sólo en sombras y matices por fuera: los
dos parecían uno; sólo el sexo, por así decir, le distinguía.
Arriba, como
un majestuoso zar y rey, el sol parecía conceder este amable aire a su osado mar agitado,
como esposa dada al esposo. Y en la línea ceñidora del horizonte, un movimiento
suave y trémulo —que se ve sobre todo allí, en el ecuador— señalaba la fe
tierna y palpitante, el sobresalto cariñoso con que la pobre esposa otorga su
seno.
Atado en lo
alto y retorcido, nudoso y cargado de arrugas, hurañamente firme y sin ceder, con los ojos
ardiendo como carbones que siguen encendidos en las cenizas de la ruina, el inflexible
Ahab permanecía en la claridad de la mañana, elevando el casco astillado de su
frente hacia la frente de hermosa niña del cielo. ¡Ah, inmortal infancia, ah,
inocencia del azur!
¡Invisibles criaturas aladas que alborotan a nuestro alrededor! ¡Dulce infancia
de aire y cielo! ¡Qué olvidadas estabais de la congoja apretada de Ahab! Pero
así he visto a las pequeñas Miriam y Marta, sílfides de ojos risueños, haciendo
cabriolas despreocupadas en torno a su viejo progenitor, y jugando con el cerco
de chamuscados rizos que han crecido en el borde del requemado cráter de su
cerebro. Cruzando lentamente la cubierta desde el portillo, Ahab se asomó a la
borda, y observó cómo su sombra en el agua se hundía cada vez más ante su
mirada, cuanto más se esforzaba por penetrar su profundidad. Pero los
deliciosos aromas del aire encantado parecieron al menos
dispersar por fin aquella cosa cancerosa de su alma.
Ese aire
alegre y feliz, ese cielo seductor, por fin le tocaron y le acariciaron; la
tierra madrastra, tanto tiempo cruel y abrumadora, ahora le echaba sus brazos
cariñosos en torno al terco cuello, y parecía sollozar de alegría por él, como
por alguien a quien, por más empedernido y desviado que fuera, todavía tenía
corazón para salvar y bendecir. Desde debajo de su sombrero ladeado, Ahab dejó
caer una lágrima al mar, y todo el Pacífico no contenía tal riqueza como esa
diminuta gota.
Starbuck vio
al viejo; le vio cuánto se asomaba sobre la borda, y pareció escuchar en su propio
corazón sincero el desmedido sollozo que escapaba del centro de la serenidad
que le rodeaba. Con cuidado de no tocarle, ni de ser advertido por él, se le
acercó, sin embargo, y se quedó a su lado.
Ahab se volvió.
—¡Starbuck!
—Capitán.
—¡Ah,
Starbuck! El viento es suave, suave, y el cielo tiene un aspecto suave. En un
día así, con una dulzura muy parecida a ésta, hería mi primera ballena: ¡un
muchacho arponero de dieciocho años! Hace cuarenta años... ¡cuarenta, cuarenta!
¡Cuarenta años de continua pesca de ballenas! ¡Cuarenta años de privaciones, de
peligros y de tormentas! ¡Cuarenta años en el mar despiadado! ¡Durante cuarenta
años, Ahab ha desdeñado la tierra pacífica; durante cuarenta años, para
guerrear con los horrores de lo profundo! Sí, y de
esos cuarenta años, Starbuck, no he pasado ni tres en tierra firme. Cuando
pienso en la vida
que he llevado; en la desolación de soledad que ha sido; en el emparedado y
amurallado aislamiento de un capitán, que deja muy poca entrada a cualquier
simpatía de la tierra verde que le rodea... ¡Ah, fatiga, pesadez! ¡Esclavitud
de costa de Guinea que es el mando solitario! Cuando pienso en todo esto; que
antes sólo sospechaba a medias y no sabía tan penetrantemente; y en cómo,
durante cuarenta años, me he alimentado de salazones —adecuado símbolo del seco
alimento de mi alma—; mientras el más pobre habitante de tierra firme tiene a
mano diariamente frutos frescos y parte el pan fresco del mundo, en vez de mis
costras mohosas; lejos, a océanos enteros de distancia de esa joven esposa niña
con quien me casé pasados mis cincuenta años, zarpando al día siguiente para el
cabo de Hornos, y dejando un solo hueco en mi almohada matrimonial... (¿esposa?
¿esposa?: más bien viuda con el marido vivo); sí, he hecho viuda a esa pobre
muchacha al casarme
con ella, Starbuck; y luego la locura, el frenesí, la sangre hirviente con que
en mil ataques en la lancha el viejo Ahab ha perseguido a su presa con furia
espumeante (¿más demonio que hombre?); ¡sí, sí! ¡qué cuarenta años de loco!
¡loco, loco! ¡viejo loco, ha sido el viejo Ahab! ¿Por qué este empeño de la
persecución? ¿por qué fatigar y paralizar el brazo en el remo y el arpón y la
lanza? ¿Qué ha ganado o mejorado ahora con eso Ahab? Obsérvalo. ¡Ah, Starbuck!,
¿no es duro que, con esta fatigosa carga que llevo, me hayan arrebatado de
debajo una pobre pierna? Aquí, échame a un lado este viejo pelo; me ciega tanto
que parece que lloro. Un pelo tan canoso nunca ha crecido sino de alguna ceniza. Pero
¿parezco muy viejo, Starbuck, muy viejo? Me siento mortalmente débil, doblado, jorobado,
como si fuera Adán, tambaleándose bajo los siglos apilados desde el Paraíso. ¡Dios,
Dios, Dios!, ¡quiébrame el corazón, desfóndame el cerebro! ¡qué burla, qué
burla! ¡amarga y mordaz burla del pelo gris!: ¿acaso he vivido bastantes
alegrías como para llevarlo, y parezco y me siento tan intolerablemente viejo? ¡Acércate!
quédate a mi lado, Starbuck; déjame mirar unos ojos humanos; es mejor que otear
al mar o al cielo; mejor que otear hacia Dios. ¡Por la tierra verde; por el
claro hogar! Este es el espejo mágico: en tus ojos veo a mi mujer y mi hijo.
¡No, no! ¡quédate a bordo, a bordo! ¡No bajes a la lancha cuando vaya yo; cuando el marcado Ahab persiga a
Moby Dick. Ese peligro no ha de ser para ti! ¡No, no con el remoto hogar que
veo en estos ojos!
—¡Ah, mi
capitán, mi capitán! ¡Alma noble! ¡Viejo gran corazón, después de todo! ¡Por
qué ha de perseguir nadie a ese osado pez! ¡Lejos conmigo! ¡Huyamos de estas
aguas mortales! ¡Vamos a casa! También Starbuck tiene mujer e hijo; mujer e
hijo de su juventud, compañeros de juego, como hermana y hermano; ¡así como los
suyos, capitán, son la mujer e hijo de su tierra, afectuosa y paternal vejez!
¡Lejos, alejémonos! ¡Déjeme cambiar de rumbo al momento! ¡Con qué alegría, con
qué regocijo, ah, mi capitán, correríamos
para ver de nuevo a la vieja Nantucket! Creo, capitán, que en Nantucket hay algunos
días suaves y azules como éste.
—Los hay,
los hay. Yo los he visto... algunos días de verano por la mañana. Hacia esta hora... (sí,
es su siesta de mediodía) el niño se despierta con hambre; se incorpora en la
cama, y su madre le habla de mí, del viejo caníbal de mí; de cómo estoy lejos
sobre las profundidades, pero volveré para hacerle bailar.
—¡Es mi
Mary, mi propia Mary! ¡Me prometió llevar a mi niño, todas las mañanas, al cerro,
para ver por primera vez la vela de su padre! ¡Sí, sí! ¡basta ya! ¡se acabó!
¡ponemos rumbo a Nantucket! Vamos, capitán, estudie la travesía, y vamos allá.
¡Vea, vea! ¡la cara del niño en la ventana! ¡la mano del niño en el cerro! Pero
Ahab desvió la mirada; se estremeció como un frutal agostado y dejó caer al
suelo su última manzana en cenizas.
—¿Qué es,
qué cosa sin nombre, inescrutable, sobrenatural; qué amo y señor escondido y engañador,
qué emperador cruel e inexorable me manda; para que, contra todos los amores y deseos
naturales, siga así empujando, concentrándome, agolpándome, todo el tiempo; haciéndome estar implacablemente dispuesto a lo que no me atrevería en mi propio corazón natural?
¿Es Ahab, Ahab? ¿Soy yo, Dios, o quién es el que levanta este brazo? Pero si el
gran sol no se mueve por sí mismo, y es sólo un recadero en el cielo, ni puede
girar una sola estrella sino por algún poder invisible, ¿cómo entonces puede
latir este pequeño corazón, cómo puede pensar pensamientos este pequeño cerebro,
si no hace Dios ese latir, y hace ese pensar, y hace ese vivir, él, y no yo?
Por los Cielos, Starbuck, nos dan vueltas en este mundo, como aquel
cabestrante, y el Destino es el espeque. Y todo el tiempo, ¡mira! ese cielo
sonriente, y ése mar insondado. ¡Mira esa albacora! ¿Adónde van los asesinos,
hombre? ¿Quién va a condenar, si el mismo juez es arrastrado ante el juicio?
Pero hay un viento suave, muy suave, y un cielo de suave aspecto; y el aire
ahora huele como si soplase desde un lejano prado; han cortado heno en algún
sitio al pie de las estribaciones de los Andes, Starbuck, y los segadores duermen
entre la hierba recién cortada. ¿Duermen? Sí, por más que nos esforcemos, todos
hemos de dormir al fin en el campo. ¿Dormir? Sí, ¡y nos pondremos herrumbrosos entre
lo verde, como las guadañas que se tiraron el año pasado, y quedaron entre las
ringleras a medio cortar, Starbuck!
Pero,
blanqueando de desesperación con dolor de cadáver, el primer oficial se había
retirado. Ahab cruzó la cubierta para mirar al otro lado, pero se sobresaltó
ante dos ojos fijos que se reflejaban allí en el agua. Fedallah estaba asomado,
inmóvil, al mismo pasamanos.
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