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miércoles, 19 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap XCI y XCII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap LXXXVIII, LXXXIX y XC - Herman Melville"


Capítulo XCI


EL PEQUOD SE ENCUENTRA CON EL CAPULLO DE ROSA


En vano fue remover, en busca de ámbar gris, la panza de este leviatán, pues el insufrible hedor no consentía búsquedas.
(SIR T. BROWNE, Errores vulgares)

Una semana o dos después de la última escena ballenera relatada, y cuando navegábamos lentamente por un mar de siesta, soñoliento y vaporoso, las muchas narices en cubierta del Pequod resultaron más vigilantes descubridoras que los tres pares de ojos en los masteleros. En el mar se olió un olor peculiar y no muy grato.

—Apuesto algo ahora —dijo Stubb— a que andan por aquí cerca algunos de esos cachalotes con druggs que cosquilleamos el otro día. Ya suponía que no tardarían en asomar.

Al fin, se apartaron los vapores que teníamos por delante, y se mostró un barco en lontananza, cuyas velas aferradas daban señales de que debía tener a su costado alguna clase de cetáceo. Al deslizarnos más cerca, el barco recién llegado mostró los colores franceses en el pico, y, por la arremolinada nube de rapaces aves marinas que giraba y se cernía y bajaba a su alrededor, estaba claro que la ballena que tenía a su costado debía ser lo que los pescadores llaman una ballena estallada, es decir, una ballena que ha muerto en el mar sin ser atacada, y ha quedado así a flote como cadáver sin dueño. Ya se puede imaginar qué desagradable olor debe exhalar semejante masa, peor que una ciudad asiría en la epidemia, cuando los vivos no son capaces de enterrar a los fallecidos. Tan intolerable, en efecto, resulta para muchos, que no hay codicia que les persuada a amarrarla a su lado. Pero hay quienes lo hacen, sin embargo, a pesar del hecho de que el aceite obtenido de tales individuos es de calidad inferior, y en absoluto semejante a la esencia de rosas.

Acercándonos más con la brisa que expiraba, vimos que el barco francés tenía otra ballena a su costado, y esta segunda parecía más aromática aún que la primera.

En realidad, resultó ser una de esas ballenas problemáticas que parecen resecarse y morir con una especie de prodigiosa dispepsia o indigestión, gestión, dejando sus cuerpos difuntos casi en bancarrota de cualquier cosa semejante al aceite. No obstante, en el lugar adecuado veremos que ningún pescador experto aparta la nariz de una ballena como ésa, por más que en general pueda eludir las ballenas reventadas.

El Pequod, para entonces, había llegado tan cerca del otro, que Stubb juró que reconocía el mango de su azada de descuartizamiento enredado en los cables que se anudaban en torno a la cola de una de esas ballenas.

—¡Bonita gente ésa! —se rió burlonamente, en la proa del barco—: ¡eso sí que es un chacal! Sé muy bien que esos crappos de franceses son unos pobres diablos en la pesca, y a veces arrían las lanchas en busca de unas rompientes, confundiéndolas con chorros de ballenas; sí, y a veces zarpan del puerto con la sentina llena de cajas de velas de esperma y cajas de despabiladeras, previendo que todo el aceite que saquen no será bastante como para mojar en él la torcida del capitán; sí, ya sabemos todos esas cosas; pero, mirad acá, ahí hay un crappo que se contenta con lo que dejamos, quiero decir, con ese cachalote con druggs; sí, y se contenta también con raspar los huesos rotos de ese otro precioso pez que tiene ahí. ¡Pobre diablo! Ea, que alguno pase el sombrero, y vamos a regalarle un poco de aceite, por caridad. Porque el aceite que saque de ese cachalote con drugg no serviría para arder en una cárcel, no, ni en una celda de condenado. Y en cuanto a la otra ballena, en fin, estoy seguro de sacar más aceite cortando en rodajas y destilando nuestros tres palos, que cuanto sacará él de ese manojo de huesos; aunque, ahora que lo pienso, quizá contenga algo que vale mucho más que el aceite; sí, ámbar gris. Ahora, no sé si nuestro viejo habrá pensado en eso. Vale la pena probarlo. Sí, allá voy yo.

Y diciendo así, se puso en marcha hacia el alcázar.

Para entonces, el sutil aire se había convertido en una calma completa, de modo que, quisiera o no, el Pequod ahora había caído por completo en la trampa de mal olor, sin esperanzas de escapar, salvo que se levantara otra vez la brisa. Saliendo de la cabina, Stubb llamó entonces a la tripulación de su lancha, y marchó remando hacia el otro barco. Al cruzar ante su proa, percibió que, de acuerdo con el fantasioso gusto francés, la parte superior del tajamar estaba esculpida a semejanza de un gran tallo inclinado, pintado de verde y, a modo de espinas, con puntas de cobre saliendo de él acá y allá; todo ello terminando en un capullo, plegado simétricamente de color rojo claro. Sobre la empavesada del beque, en grandes letras doradas, leyó Bouton de Rose («Botón de Rosa» o «Capullo de Rosa»); tal era el aromático nombre de ese aromático barco.

Aunque Stubb no comprendió la parte Bouton de la inscripción, sin embargo, la palabra Rose y el mascarón de proa en forma de capullo bastaron juntos a explicarle el conjunto.

—Un capullo de rosa, ¿eh? —exclamó, con la mano en la nariz—: está muy bien: pero ¡cómo demonios huele!

Ahora, para entrar en comunicación directa con la gente de cubierta, tuvo que remar en torno a la proa hasta el costado de estribor, acercándose así a la ballena reventada, y hablando por encima de ella.

Llegado a ese punto, todavía con una mano en la nariz, aulló:

—¡Eh, Bouton de Rose! ¿No hay ninguno de vosotros los Bouton-de-Roses que hable inglés?
—Sí —contestó desde las batayolas uno de Guernsey, que resultó ser el primer oficial.
—Bueno, entonces, mi capullito de Bouton-de-Rose, ¿habéis visto a la ballena blanca?
—¿Qué ballena?
—La ballena blanca..., un cachalote... Moby Dick, ¿le habéis visto?
—Nunca he oído hablar de tal ballena. Cachalot Blanche! ¡Ballena blanca!... No.
—Muy bien, entonces; adiós por ahora, y volveré a veros dentro de un momento.

Entonces hizo remar rápidamente de vuelta al Pequod, y, al ver a Ahab apoyado en el pasamanos del alcázar en espera de su informe, juntó las manos en trompeta y gritó:

—¡No, señor! ¡No!

Ante lo cual, Ahab se retiró, y Stubb volvió al barco francés.

Entonces percibió que el de Guernsey, que acababa de bajar a los cadenotes, y manejaba una azada de descuartizamiento, se había envuelto la nariz en una especie de bolsa.

—¿Qué le pasa con su nariz, eh? —dijo Stubb—. ¿Se le ha roto?
—¡Ojalá me la hubiera roto, o no tuviera nariz en absoluto! —contestó el de Guernsey, que no parecía disfrutar mucho con su trabajo—. Pero usted ¿por qué se la tapa?
—¡Ah, por nada! Es una nariz postiza; me la tengo que sujetar. Estupendo día, ¿no es verdad? El aire, diría yo, está bastante perfumado; échenos acá un ramillete, ¿quiere, Bouton-de-Rose?
—¿Qué quiere aquí, en nombre del demonio? —rugió el de Guernsey, encolerizándose de repente.
—¡Vamos, no se acalore; eso es, no se acalore! ¿Por qué no envuelve en hielo esas ballenas mientras trabaja en ellas? Pero, bromas aparte; ¿sabe usted, Capullo de Rosa, que es tontería querer sacar ningún aceite de tales ballenas? Y en cuanto a la reseca, no tiene una onza en toda la carcasa.
—Lo sé de sobra, pero, mire, el capitán no se lo quiere creer; es su primer viaje: antes era fabricante de agua de colonia. Pero suba a bordo, y a lo mejor le cree a usted, si no me cree a mí, y así saldré de este sucio enredo.
—Cualquier cosa por complacerle, mi dulce y grato compañero —contestó Stubb, y subió pronto a cubierta.

Allí se le ofreció una extraña escena. Los marineros, con gorros emborlados de lana roja, preparaban los pesados aparejos para las ballenas. Pero trabajaban más bien despacio y hablaban más bien deprisa, y parecían de escaso buen humor. Todas las narices se proyectaban de sus caras hacia arriba como otros tantos botalones de foque. De vez en cuando, una pareja de ellos abandonaba el trabajo y corría a lo alto del mastelero en busca de aire fresco. Algunos, pensando que se iban a contagiar de peste, mojaban estopa en alquitrán de hulla, y de vez en cuando se la aplicaban a la nariz. Otros, después de romper los tubos de sus pipas casi junto a la cazoleta, daban vigorosas chupadas de humo de tabaco, de modo que constantemente les llenara la nariz. Stubb quedó impresionado por un chaparrón de gritos y maldiciones que salía de la cabina del capitán, a popa, y mirando en esa dirección vio una cara feroz asomada desde detrás de la puerta, que se mantenía entreabierta desde dentro. Era el atormentado médico quien, después de protestar en vano contra las actividades del día, se había retirado a la cabina del capitán (al cabinet, como lo llamaba él) para evitar la peste, pero no podía menos de aullar de vez en cuando sus súplicas y sus indignaciones. Notando todo esto, Stubb hizo sus deducciones para su plan y, volviéndose al de Guernsey, tuvo con él una pequeña charla, en la cual el oficial le expresó que detestaba a su capitán como ignorante presuntuoso, que les había metido en un enredo tan desagradable y sin ganancia. Al sondearle cuidadosamente, Stubb percibió también que el de Guernsey no tenía la más leve sospecha en cuanto al ámbar gris. Por tanto, refrenó la boca en ese capítulo, pero en lo demás estuvo muy sincero y confidencial con él, de modo que los dos rápidamente tramaron un pequeño plan para burlar y engañar ambos al capitán, sin que él lo soñara en absoluto ni desconfiara de su sinceridad. Conforme a ese pequeño plan, el de Guernsey, bajo apariencia de su cargo de intérprete, había de decir al capitán lo que le pareciera, pero como si procediera de Stubb, y en cuanto a Stubb, diría cualquier insensatez que se le viniera a la boca durante la entrevista.

Para entonces, su predestinada víctima salió de la cabina. Era un hombre pequeño y oscuro, pero de aspecto bastante delicado para ser un capitán de barco, aunque con grandes patillas y bigote; y llevaba un chaleco rojo de pana de algodón con dijes de reloj a un lado. A este caballero fue cortésmente presentado Stubb por el de Guernsey, quien inmediatamente adoptó de modo ostentoso las funciones de intérprete entre ellos.

—¿Qué le digo para empezar? —dijo.
—Bueno —dijo Stubb, observando el chaleco de pana y los dijes de reloj—, podría empezar por decirle que me parece una especie de niñito, aunque no pretendo ser buen juez.
—Dice, monsieur —dijo en francés el de Guernsey, dirigiéndose a su capitán—, que ayer mismo su barco habló con otro barco cuyo capitán, así como el primer oficial y seis marineros, se habían muerto todos de una fiebre que les dio una ballena estallada que habían amarrado al costado.

Ante esto, el capitán se sobresaltó, y deseó ansiosamente saber más.

—¿Y ahora qué? —dijo el de Guernsey a Stubb.
—Bueno, puesto que lo toma con tanta tranquilidad, dígale que, ahora que le he observado cuidadosamente, estoy completamente seguro de que sirve menos para mandar un barco ballenero que un mono de Santiago. Mejor dicho, dígale que es un chimpancé.
—Jura y asegura, monsieur, que la otra ballena, la reseca, es mucho más mortal que la estallada; en resumen, monsieur, nos conjura, si estimamos en algo nuestras vidas, a cortar amarras de esos peces.

Al momento el capitán corrió adelante, y con voz sonora mandó a su tripulación que dejara de izar los aparejos de descuartizar y al momento soltara los cables y cadenas que sujetaban las ballenas al barco.

—¿Ahora qué? —dijo el de Guernsey, cuando volvió con ellos el capitán.
—Bueno, vamos a ver; sí, podría decirle ahora que..., que..., en realidad, que le he engañado, y (aparte para sí mismo) quizá también a alguien más.
—Dice, monsieur, que está muy contento de habernos sido útil.

Al oír esto, el capitán aseguró que ellos eran los que me estaban muy agradecidos (refiriéndose a él mismo y al oficial) y concluyo invitando a Stubb a que bajara a tomar una botella de Burdeos.

—Quiere que tome usted un vaso de vino con él dijo el intérprete.
—Agradézcaselo cordialmente, pero dígale que va contra mis principios beber con el hombre a quien he engañado. En realidad, dígale que tengo que marcharme.
—Dice, monsieur, que sus principios no le consienten beber, pero que si monsieur quiere vivir un día más para beber, hará mejor en arriar las cuatro lanchas y apartar al barco de estas ballenas a fuerza de remo, porque en esta calma no se irán a la deriva.

Para entonces, Stubb ya saltaba por la borda, y metiéndose en —su lancha, saludaba al de Guernsey diciendo que, como tenía en su, lancha un largo cable de remolque, haría lo que pudiera por ayudarles, tirando de la ballena más ligera y separándola del barco fuerza de remos. Entonces, mientras las lanchas de los franceses estaban ocupadas en remolcar su buque por un lado, Stubb, bondadosamente, se llevaba a remolque su ballena por el otro lado, soltando de modo ostentoso un cable de remolque insólitamente largo.

Por fin se levantó una brisa; Stubb fingió largarse de la ballena; y el barco francés, izando las lanchas, pronto aumentó la distancia, mientras el Pequod se metía entre él y la ballena de Stubb. Entonces Stubb remó rápidamente hasta el cuerpo flotante, y, gritando al Pequod para informarles de sus intenciones, procedió inmediatamente a cosechar el fruto de su malvada astucia. Con su afilada azada de la lancha, empezó una excavación en el cuerpo, un poco detrás de la aleta lateral. Casi se habría pensado que estaba excavando una bodega en el mar; y cuando por fin la azada chocó con las flacas costillas, fue como sacar antigua cerámica y tejas romanas enterradas en pingüe humus inglés. Los tripulantes de su lancha estaban todos muy excitados, ayudando afanosamente a su jefe, y con aire tan ansioso como buscadores de oro.

Y todo el tiempo, innumerables aves bajaban y se lanzaban a pico y chillaban y aullaban y luchaban en torno de ellos. Stubb empezaba a parecer decepcionado, sobre todo, dado que aumentaba el horrible aroma, cuando de repente, del mismo corazón de la peste, surgió una leve corriente de perfume que fluyó a través de la inundación de malos olores sin ser absorbido por ellos, igual que un río, algunas veces, afluye a otro y luego corre a lo largo de éste sin mezclarse en absoluto con él durante algún tiempo.

—Ya lo tengo, ya lo tengo —gritó Stubb con deleite, golpeando algo en las regiones subterráneas—: ¡una bolsa, una bolsa!

Dejando caer la azada, metió las dos manos dentro y sacó puñados de algo que parecía jabón blanco de Windsor, o un sustancioso queso viejo y moteado, muy untuoso y grato sin embargo. Fácilmente se puede mellar con el pulgar; y es de un color entre amarillo y ceniza. Y esto, buenos amigos, es el ámbar gris, que para cualquier droguero vale una guinea de oro la onza. Se obtuvieron unos seis puñados, pero se perdió más en el mar, inevitablemente, y más quizá se habría obtenido de no ser por las impacientes y ruidosas órdenes de Ahab a Stubb para que lo dejara y volviera a bordo, o si no, el barco se despediría de ellos.

Capítulo XCII


ÁMBAR GRIS


Ahora, este ámbar gris es una sustancia muy curiosa, y un artículo de comercio tan importante, que en 1791 un tal capitán Coffin, de Nantucket, prestó declaración sobre este tema en la tribuna de la Cámara de los Comunes inglesa. Pues en ese momento, y en realidad hasta tiempos relativamente recientes, el origen exacto del ámbar gris seguía siendo, como el propio ámbar gris, un problema por dilucidar. Aunque la palabra inglesa “amber” gris no es más que un compuesto de las palabras francesas correspondientes a «ámbar gris», el ámbar y esa sustancia son cosas muy diversas. Pues el ámbar, aunque algunas veces se encuentra en la costa del mar, también se excava en algunos terrenos muy tierra adentro, mientras que el «ámbar gris» jamás se encuentra si no es en el mar. Además, el ámbar es una sustancia dura, transparente, friable e inodora, usada para boquillas de pipas, cuentas y ornamentos, mientras que el ámbar gris es blando, céreo, y tan altamente fragante y especioso, que se usa mucho en perfumería, en velas preciosas, polvos para el pelo y pomadas. Los turcos lo usan en la cocina, y lo llevan también a La Meca, con el mismo objetivo con que se lleva el incienso a San Pedro de Roma. Algunos comerciantes de vino echan unos pocos granos nos en el clarete para darle aroma.

¡Quién creería, entonces, que tan refinados caballeros y damas se regalaran con una esencia encontrada en las ignominiosas tripas de una ballena enferma! Pero así es. Algunos suponen que el ámbar gris es la causa, y otros el efecto, de la dispepsia de la ballena. Sería difícil decir cómo se cura tal dispepsia, a no ser administrando tres o cuatro barcadas de píldoras de Brandreth, y corriendo luego a ponerse a salvo, como los trabajadores cuando ponen barrenos en las rocas.

He olvidado decir que en este ámbar gris se encontraron ciertos discos duros, redondos y óseos, que al principio Stubb pensó que pudieran ser botones de pantalones de marineros; pero luego resultó que no eran más que trozos de huesecillos de pulpo, embalsamados de ese modo.

Ahora, ¿no es nada que en el corazón de tal podredumbre se encuentre la incorrupción de este fragantísimo ámbar gris? Acuérdate de aquel dicho de san Pablo a los corintios, sobre corrupción e incorrupción: «Cómo se siembran en deshonor, para surgir en gloria». E igualmente, haz memoria del dicho de Paracelso sobre qué es lo que hace el mejor almizcle. Y no olvides el hecho extraño de que, de todas las cosas malolientes, la peor es el agua de colonia en las fases preparatorias de su manufactura. Me gustaría concluir este capítulo con la exhortación precedente, pero no puedo, debido a mi afán por rechazar una acusación hecha a menudo contra los balleneros y que, en la estimativa de algunos ánimos mal predispuestos, podría considerarse indirectamente demostrada por lo que se ha dicho de las dos ballenas del barco francés. En otros momentos de este libro se ha refutado la calumniosa acusación de que el oficio ballenero es un asunto absolutamente sucio y desagradable. Pero hay otra cosa que rechazar. Se insinúa que todas las ballenas huelen mal siempre. Ahora: ¿cómo se ha originado ese odioso estigma?

Opino que su rastro se remonta claramente a la primera llegada a Londres de los barcos balleneros de Groenlandia, hace más de dos siglos. Porque esos balleneros no destilaban entonces, ni destilan ahora, el aceite en el mar, como lo han hecho siempre los barcos del mar del Sur, sino que, cortando en trozos pequeños la grasa fresca, la meten por los agujeros de grandes barriles, y se la llevan al puerto de ese modo, ya que la brevedad de la temporada en esos mares helados y las súbitas y violentas tempestades a que están expuestos les prohíben cualquier otro modo de obrar. La consecuencia es que al abrir la sentina y descargar uno de esos cementerios de ballenas, en el muelle de Groenlandia, se exhala un olor semejante al que surge cuando se excava un viejo cementerio urbano para poner los cimientos de un hospital de maternidad.

Supongo también, en parte, que esa perversa acusación contra los balleneros puede imputarse igualmente a que en tiempos antiguos existía en la costa de Groenlandia una aldea de holandeses llamada Schmerenburgh o Smeerenberg, siendo usado este último nombre por el docto Fogo von Slack, en su gran obra sobre los olores, libro de texto sobre el tema. Como implica su nombre (smeer, grasa; berg, preparar), esa aldea se fundó para proporcionar un lugar de destilación a la grasa de la flota ballenera holandesa, sin llevarla a la patria con ese objeto. Era una colección de hornos, marmitas y depósitos de aceite, y cuando el trabajo estaba en plena actividad, ciertamente, no exhalaba ningún aroma agradable. Pero todo eso es muy diferente en un ballenero del mar del Sur, que en un viaje, quizá, de cuatro años, después de llenar completamente de aceite la sentina, tal
vez no dedica ni cincuenta días a la tarea de hervirlo; y, al meterlo en barriles en ese estado, el aceite es casi inodoro. La verdad es que, viva o muerta, con tal que se la trate decentemente, la ballena, como especie, no es en absoluto un ser maloliente; ni se puede reconocer con la nariz a un ballenero, tal como la gente de la Edad Media se jactaba de descubrir a un judío a su alrededor. Y, desde luego, la ballena no puede ser sino fragante, dado que, en general, disfruta de tan buena salud, y hace tan abundante ejercicio, siempre fuera de casa, aunque ciertamente rara vez al aire libre. Yo digo que el movimiento de la cola de un cachalote por encima de la superficie produce un perfume como cuando una dama almizclada agita su vestido en un tibio salón.

¿A qué compararé, pues, el cachalote, en fragancia, considerando su magnitud? ¿No habrá de ser a aquel famoso elefante, de colmillos enjoyados y aromado de mirra, que sacaron de una ciudad "' india para rendir honores a Alejandro Magno?
 


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