Capítulo XCI
EL PEQUOD SE ENCUENTRA CON EL CAPULLO DE ROSA
En vano fue remover, en busca de ámbar gris,
la panza de este leviatán, pues el insufrible hedor no consentía búsquedas.
(SIR T. BROWNE, Errores vulgares)
Una semana o dos después de la última escena ballenera
relatada, y cuando navegábamos lentamente por un mar de siesta, soñoliento y vaporoso,
las muchas narices en cubierta del Pequod resultaron más vigilantes
descubridoras que los tres pares de ojos en los masteleros. En el mar se olió
un olor peculiar y no muy grato.
—Apuesto algo ahora —dijo Stubb— a que andan
por aquí cerca algunos de esos cachalotes con druggs que cosquilleamos el otro
día. Ya suponía que no tardarían en asomar.
Al fin, se apartaron los vapores que teníamos por
delante, y se mostró un barco en lontananza, cuyas velas aferradas daban
señales de que debía tener a su costado alguna clase de cetáceo. Al deslizarnos
más cerca, el barco recién llegado mostró los colores franceses en el pico, y,
por la arremolinada nube de rapaces aves marinas que giraba y se cernía y
bajaba a su alrededor, estaba claro que la ballena que tenía a su costado debía
ser lo que los pescadores llaman una ballena estallada, es decir, una ballena
que ha muerto en el mar sin ser atacada, y ha quedado así a flote como cadáver
sin dueño. Ya se puede imaginar qué desagradable olor debe exhalar semejante
masa, peor que una ciudad asiría en la epidemia, cuando los vivos no son
capaces de enterrar a los fallecidos. Tan intolerable, en efecto, resulta para
muchos, que no hay codicia que les persuada a amarrarla a su lado. Pero hay
quienes lo hacen, sin embargo, a pesar del hecho de que el aceite obtenido de
tales individuos es de calidad inferior, y en absoluto semejante a la esencia
de rosas.
Acercándonos más con la brisa que expiraba, vimos
que el barco francés tenía otra ballena a su costado, y esta segunda parecía
más aromática aún que la primera.
En realidad, resultó ser una de esas ballenas problemáticas
que parecen resecarse y morir con una especie de prodigiosa dispepsia o indigestión,
gestión, dejando sus cuerpos difuntos casi en bancarrota de cualquier cosa
semejante al aceite. No obstante, en el lugar adecuado veremos que ningún
pescador experto aparta la nariz de una ballena como ésa, por más que en
general pueda eludir las ballenas reventadas.
El Pequod, para entonces, había llegado tan cerca
del otro, que Stubb juró que reconocía el mango de su azada de
descuartizamiento enredado en los cables que se anudaban en torno a la cola de
una de esas ballenas.
—¡Bonita gente ésa! —se rió burlonamente, en
la proa del barco—: ¡eso sí que es un chacal! Sé muy bien que esos crappos de
franceses son unos pobres diablos en la pesca, y a veces arrían las lanchas en
busca de unas rompientes, confundiéndolas con chorros de ballenas; sí, y a veces
zarpan del puerto con la sentina llena de cajas de velas de esperma y cajas de
despabiladeras, previendo que todo el aceite que saquen no será bastante como
para mojar en él la torcida del capitán; sí, ya sabemos todos esas cosas; pero,
mirad acá, ahí hay un crappo que se contenta con lo que dejamos, quiero decir,
con ese cachalote con druggs; sí, y se contenta también con raspar los huesos
rotos de ese otro precioso pez que tiene ahí. ¡Pobre diablo! Ea, que alguno pase
el sombrero, y vamos a regalarle un poco de aceite, por caridad. Porque el
aceite que saque de ese cachalote con drugg no serviría para arder en una
cárcel, no, ni en una celda de condenado. Y en cuanto a la otra ballena, en
fin, estoy seguro de sacar más aceite cortando en rodajas y destilando nuestros
tres palos, que cuanto sacará él de ese manojo de huesos; aunque, ahora que lo
pienso, quizá contenga algo que vale mucho más que el aceite; sí, ámbar gris.
Ahora, no sé si nuestro viejo habrá pensado en eso. Vale la pena probarlo. Sí,
allá voy yo.
Y diciendo así, se puso en marcha hacia el alcázar.
Para entonces, el sutil aire se había
convertido en una calma completa, de modo que, quisiera o no, el Pequod ahora
había caído por completo en la trampa de mal olor, sin esperanzas de escapar,
salvo que se levantara otra vez la brisa. Saliendo de la cabina, Stubb llamó entonces
a la tripulación de su lancha, y marchó remando hacia el otro barco. Al cruzar ante
su proa, percibió que, de acuerdo con el fantasioso gusto francés, la parte
superior del tajamar estaba esculpida a semejanza de un gran tallo inclinado,
pintado de verde y, a modo de espinas, con puntas de cobre saliendo de él acá y
allá; todo ello terminando en un capullo, plegado simétricamente de color rojo
claro. Sobre la empavesada del beque, en grandes letras doradas, leyó Bouton de
Rose («Botón de Rosa» o «Capullo de Rosa»); tal era el aromático nombre de ese
aromático barco.
Aunque Stubb no comprendió la parte Bouton de
la inscripción, sin embargo, la palabra Rose y el mascarón de proa en forma de capullo
bastaron juntos a explicarle el conjunto.
—Un capullo de rosa, ¿eh? —exclamó, con la
mano en la nariz—: está muy bien: pero ¡cómo demonios huele!
Ahora, para entrar en comunicación directa con
la gente de cubierta, tuvo que remar en torno a la proa hasta el costado de estribor, acercándose
así a la ballena reventada, y hablando por encima de ella.
Llegado a ese punto, todavía con una mano en
la nariz, aulló:
—¡Eh, Bouton de Rose! ¿No hay ninguno de
vosotros los Bouton-de-Roses que hable inglés?
—Sí —contestó desde las batayolas uno de Guernsey,
que resultó ser el primer oficial.
—Bueno, entonces, mi capullito de Bouton-de-Rose,
¿habéis visto a la ballena blanca?
—¿Qué ballena?
—La ballena blanca..., un cachalote... Moby Dick,
¿le habéis visto?
—Nunca he oído hablar de tal ballena. Cachalot
Blanche! ¡Ballena blanca!... No.
—Muy bien, entonces; adiós por ahora, y volveré
a veros dentro de un momento.
Entonces hizo remar rápidamente de vuelta al
Pequod, y, al ver a Ahab apoyado en el pasamanos del alcázar en espera de su
informe, juntó las manos en trompeta y gritó:
—¡No, señor! ¡No!
Ante lo cual, Ahab se retiró, y Stubb volvió al
barco francés.
Entonces percibió que el de Guernsey, que acababa
de bajar a los cadenotes, y manejaba una azada de descuartizamiento, se había
envuelto la nariz en una especie de bolsa.
—¿Qué le pasa con su nariz, eh? —dijo Stubb—.
¿Se le ha roto?
—¡Ojalá me la hubiera roto, o no tuviera nariz
en absoluto! —contestó el de Guernsey, que no parecía disfrutar mucho con su
trabajo—. Pero usted ¿por qué se la tapa?
—¡Ah, por nada! Es una nariz postiza; me la
tengo que sujetar. Estupendo día, ¿no es verdad? El aire, diría yo, está
bastante perfumado; échenos acá un ramillete, ¿quiere, Bouton-de-Rose?
—¿Qué quiere aquí, en nombre del demonio? —rugió
el de Guernsey, encolerizándose de repente.
—¡Vamos, no se acalore; eso es, no se acalore!
¿Por qué no envuelve en hielo esas ballenas mientras trabaja en ellas? Pero,
bromas aparte; ¿sabe usted, Capullo de Rosa, que es tontería querer sacar
ningún aceite de tales ballenas? Y en cuanto a la reseca, no tiene una onza en
toda la carcasa.
—Lo sé de sobra, pero, mire, el capitán no se
lo quiere creer; es su primer viaje: antes era fabricante de agua de colonia. Pero suba a
bordo, y a lo mejor le cree a usted, si no me cree a mí, y así saldré de este
sucio enredo.
—Cualquier cosa por complacerle, mi dulce y
grato compañero —contestó Stubb, y subió pronto a cubierta.
Allí se le ofreció una extraña escena. Los marineros,
con gorros emborlados de lana roja, preparaban los pesados aparejos para las
ballenas. Pero trabajaban más bien despacio y hablaban más bien deprisa, y parecían de
escaso buen humor. Todas las narices se proyectaban de sus caras hacia arriba
como otros tantos botalones de foque. De vez en cuando, una pareja de ellos
abandonaba el trabajo y corría a lo alto del mastelero en busca de aire fresco.
Algunos, pensando que se iban a contagiar de peste, mojaban estopa en alquitrán
de hulla, y de vez en cuando se la aplicaban a la nariz. Otros, después de
romper los tubos de sus pipas casi junto a la cazoleta, daban vigorosas chupadas
de humo de tabaco, de modo que constantemente les llenara la nariz. Stubb quedó
impresionado por un chaparrón de gritos y maldiciones que salía de la cabina
del capitán, a popa, y mirando en esa dirección vio una cara feroz asomada
desde detrás de la puerta, que se mantenía entreabierta desde dentro. Era el
atormentado médico quien, después de protestar en vano contra las actividades
del día, se había retirado a la cabina del capitán (al cabinet, como lo llamaba
él) para evitar la peste, pero no podía menos de aullar de vez en cuando sus
súplicas y sus indignaciones. Notando todo esto, Stubb hizo sus deducciones para
su plan y, volviéndose al de Guernsey, tuvo con él una pequeña charla, en la
cual el oficial le expresó que detestaba a su capitán como ignorante
presuntuoso, que les había metido en un enredo tan desagradable y sin ganancia.
Al sondearle cuidadosamente, Stubb percibió también que el de Guernsey no tenía
la más leve sospecha en cuanto al ámbar gris. Por tanto, refrenó la boca en ese
capítulo, pero en lo demás estuvo muy sincero y confidencial con él, de modo
que los dos rápidamente tramaron un pequeño plan para burlar y engañar ambos al
capitán, sin que él lo soñara en absoluto ni desconfiara de su sinceridad.
Conforme a ese pequeño plan, el de Guernsey, bajo apariencia de su cargo de
intérprete, había de decir al capitán lo que le pareciera, pero como si
procediera de Stubb, y en cuanto a Stubb, diría cualquier insensatez que se le
viniera a la boca durante la entrevista.
Para entonces, su predestinada víctima salió de
la cabina. Era un hombre pequeño y oscuro, pero de aspecto bastante delicado
para ser un capitán de barco, aunque con grandes patillas y bigote; y llevaba
un chaleco rojo de pana de algodón con dijes de reloj a un lado. A este caballero
fue cortésmente presentado Stubb por el de Guernsey, quien inmediatamente
adoptó de modo ostentoso las funciones de intérprete entre ellos.
—¿Qué le digo para empezar? —dijo.
—Bueno —dijo Stubb, observando el chaleco de
pana y los dijes de reloj—, podría empezar por decirle que me parece una
especie de niñito, aunque no pretendo ser buen juez.
—Dice, monsieur —dijo en francés el de Guernsey,
dirigiéndose a su capitán—, que ayer mismo su barco habló con otro barco cuyo
capitán, así como el primer oficial y seis marineros, se habían muerto todos de
una fiebre que les dio una ballena estallada que habían amarrado al costado.
Ante esto, el capitán se sobresaltó, y deseó ansiosamente
saber más.
—¿Y ahora qué? —dijo el de Guernsey a Stubb.
—Bueno, puesto que lo toma con tanta tranquilidad,
dígale que, ahora que le he observado cuidadosamente, estoy completamente seguro
de que sirve menos para mandar un barco ballenero que un mono de Santiago.
Mejor dicho, dígale que es un chimpancé.
—Jura y asegura, monsieur, que la otra
ballena, la reseca, es mucho más mortal que la estallada; en resumen, monsieur, nos conjura,
si estimamos en algo nuestras vidas, a cortar amarras de esos peces.
Al momento el capitán corrió adelante, y con
voz sonora mandó a su tripulación que dejara de izar los aparejos de descuartizar y
al momento soltara los cables y cadenas que sujetaban las ballenas al barco.
—¿Ahora qué? —dijo el de Guernsey, cuando
volvió con ellos el capitán.
—Bueno, vamos a ver; sí, podría decirle ahora
que..., que..., en realidad, que le he engañado, y (aparte para sí mismo) quizá
también a alguien más.
—Dice, monsieur, que está muy contento de
habernos sido útil.
Al oír esto, el capitán aseguró que ellos eran
los que me estaban muy agradecidos (refiriéndose a él mismo y al oficial) y
concluyo invitando a Stubb a que bajara a tomar una botella de Burdeos.
—Quiere que tome usted un vaso de vino con él
dijo el intérprete.
—Agradézcaselo cordialmente, pero dígale que
va contra mis principios beber con el hombre a quien he engañado. En realidad,
dígale que tengo que marcharme.
—Dice, monsieur, que sus principios no le consienten
beber, pero que si monsieur quiere vivir un día más para beber, hará mejor en arriar
las cuatro lanchas y apartar al barco de estas ballenas a fuerza de remo, porque en
esta calma no se irán a la deriva.
Para entonces, Stubb ya saltaba por la borda, y
metiéndose en —su lancha, saludaba al de Guernsey diciendo que, como tenía en su,
lancha un largo cable de remolque, haría lo que pudiera por ayudarles, tirando de la ballena más
ligera y separándola del barco fuerza de remos. Entonces, mientras las lanchas de los franceses
estaban ocupadas en remolcar su buque por un lado, Stubb, bondadosamente, se llevaba
a remolque su ballena por el otro lado, soltando de modo ostentoso un cable de
remolque insólitamente largo.
Por fin se levantó una brisa; Stubb fingió largarse
de la ballena; y el barco francés, izando las lanchas, pronto aumentó la distancia,
mientras el Pequod se metía entre él y la ballena de Stubb. Entonces Stubb remó
rápidamente hasta el cuerpo flotante, y, gritando al Pequod para informarles de
sus intenciones, procedió inmediatamente a cosechar el fruto de su malvada astucia.
Con su afilada azada de la lancha, empezó una excavación en el cuerpo, un poco detrás
de la aleta lateral. Casi se habría pensado que estaba excavando una bodega en
el mar; y cuando por fin la azada chocó con las flacas costillas, fue como
sacar antigua cerámica y tejas romanas enterradas en pingüe humus inglés. Los tripulantes
de su lancha estaban todos muy excitados, ayudando afanosamente a su jefe, y
con aire tan ansioso como buscadores de oro.
Y todo el tiempo, innumerables aves bajaban y
se lanzaban a pico y chillaban y aullaban y luchaban en torno de ellos. Stubb empezaba a
parecer decepcionado, sobre todo, dado que aumentaba el horrible aroma, cuando
de repente, del mismo corazón de la peste, surgió una leve corriente de perfume
que fluyó a través de la inundación de malos olores sin ser absorbido por
ellos, igual que un río, algunas veces, afluye a otro y luego corre a lo largo
de éste sin mezclarse en absoluto con él durante algún tiempo.
—Ya lo tengo, ya lo tengo —gritó Stubb con deleite,
golpeando algo en las regiones subterráneas—: ¡una bolsa, una bolsa!
Dejando caer la azada, metió las dos manos dentro
y sacó puñados de algo que parecía jabón blanco de Windsor, o un sustancioso
queso viejo y moteado, muy untuoso y grato sin embargo. Fácilmente se puede
mellar con el pulgar; y es de un color entre amarillo y ceniza. Y esto, buenos
amigos, es el ámbar gris, que para cualquier droguero vale una guinea de oro la
onza. Se obtuvieron unos seis puñados, pero se perdió más en el mar,
inevitablemente, y más quizá se habría obtenido de no ser por las impacientes y
ruidosas órdenes de Ahab a Stubb para que lo dejara y volviera a bordo, o si no,
el barco se despediría de ellos.
Capítulo XCII
ÁMBAR GRIS
Ahora, este ámbar gris es una sustancia muy
curiosa, y un artículo de comercio tan importante, que en 1791 un tal capitán
Coffin, de Nantucket, prestó declaración sobre este tema en la tribuna de la
Cámara de los Comunes inglesa. Pues en ese momento, y en realidad hasta tiempos
relativamente recientes, el origen exacto del ámbar gris seguía siendo, como el
propio ámbar gris, un problema por dilucidar. Aunque la palabra inglesa “amber”
gris no es más que un compuesto de las palabras francesas correspondientes a
«ámbar gris», el ámbar y esa sustancia son cosas muy diversas. Pues el ámbar,
aunque algunas veces se encuentra en la costa del mar, también se excava en
algunos terrenos muy tierra adentro, mientras que el «ámbar gris» jamás se
encuentra si no es en el mar. Además, el ámbar es una sustancia dura, transparente,
friable e inodora, usada para boquillas de pipas, cuentas y ornamentos,
mientras que el ámbar gris es blando, céreo, y tan altamente fragante y
especioso, que se usa mucho en perfumería, en velas preciosas, polvos para el
pelo y pomadas. Los turcos lo usan en la cocina, y lo llevan también a La Meca,
con el mismo objetivo con que se lleva el incienso a San Pedro de Roma. Algunos
comerciantes de vino echan unos pocos granos nos en el clarete para darle
aroma.
¡Quién creería, entonces, que tan refinados caballeros
y damas se regalaran con una esencia encontrada en las ignominiosas tripas de una
ballena enferma! Pero así es. Algunos suponen que el ámbar gris es la causa, y
otros el efecto, de la dispepsia de la ballena. Sería difícil decir cómo se
cura tal dispepsia, a no ser administrando tres o cuatro barcadas de píldoras
de Brandreth, y corriendo luego a ponerse a salvo, como los trabajadores cuando
ponen barrenos en las rocas.
He olvidado decir que en este ámbar gris se encontraron
ciertos discos duros, redondos y óseos, que al principio Stubb pensó que
pudieran ser botones de pantalones de marineros; pero luego resultó que no eran más que trozos de
huesecillos de pulpo, embalsamados de ese modo.
Ahora, ¿no es nada que en el corazón de tal podredumbre
se encuentre la incorrupción de este fragantísimo ámbar gris? Acuérdate de aquel
dicho de san Pablo a los corintios, sobre corrupción e incorrupción: «Cómo se siembran
en deshonor, para surgir en gloria». E igualmente, haz memoria del dicho de
Paracelso sobre qué es lo que hace el mejor almizcle. Y no olvides el hecho
extraño de que, de todas las cosas malolientes, la peor es el agua de colonia en
las fases preparatorias de su manufactura. Me gustaría concluir este capítulo
con la exhortación precedente, pero no puedo, debido a mi afán por rechazar una
acusación hecha a menudo contra los balleneros y que, en la estimativa de
algunos ánimos mal predispuestos, podría considerarse indirectamente demostrada
por lo que se ha dicho de las dos ballenas del barco francés. En otros momentos
de este libro se ha refutado la calumniosa acusación de que el oficio ballenero
es un asunto absolutamente sucio y desagradable. Pero hay otra cosa que
rechazar. Se insinúa que todas las ballenas huelen mal siempre. Ahora: ¿cómo se ha
originado ese odioso estigma?
Opino que su rastro se remonta claramente a la
primera llegada a Londres de los barcos balleneros de Groenlandia, hace más de dos siglos.
Porque esos balleneros no destilaban entonces, ni destilan ahora, el aceite en el
mar, como lo han hecho siempre los barcos del mar del Sur, sino que, cortando
en trozos pequeños la grasa fresca, la meten por los agujeros de grandes
barriles, y se la llevan al puerto de ese modo, ya que la brevedad de la
temporada en esos mares helados y las súbitas y violentas tempestades a que
están expuestos les prohíben cualquier otro modo de obrar. La consecuencia es
que al abrir la sentina y descargar uno de esos cementerios de ballenas, en el
muelle de Groenlandia, se exhala un olor semejante al que surge cuando se
excava un viejo cementerio urbano para poner los cimientos de un hospital de
maternidad.
Supongo también, en parte, que esa perversa acusación
contra los balleneros puede imputarse igualmente a que en tiempos antiguos existía
en la costa de Groenlandia una aldea de holandeses llamada Schmerenburgh o
Smeerenberg, siendo usado este último nombre por el docto Fogo von Slack, en su
gran obra sobre los olores, libro de texto sobre el tema. Como implica su
nombre (smeer, grasa; berg, preparar), esa aldea se fundó para proporcionar un lugar
de destilación a la grasa de la flota ballenera holandesa, sin llevarla a la
patria con ese objeto. Era una colección de hornos, marmitas y depósitos de
aceite, y cuando el trabajo estaba en plena actividad, ciertamente, no exhalaba
ningún aroma agradable. Pero todo eso es muy diferente en un ballenero del mar
del Sur, que en un viaje, quizá, de cuatro años, después de llenar
completamente de aceite la sentina, tal
vez no dedica ni cincuenta días a la tarea de hervirlo;
y, al meterlo en barriles en ese estado, el aceite es casi inodoro. La verdad
es que, viva o muerta, con tal que se la trate decentemente, la ballena, como
especie, no es en absoluto un ser maloliente; ni se puede reconocer con la nariz
a un ballenero, tal como la gente de la Edad Media se jactaba de descubrir a un
judío a su alrededor. Y, desde luego, la ballena no puede ser sino fragante,
dado que, en general, disfruta de tan buena salud, y hace tan abundante
ejercicio, siempre fuera de casa, aunque ciertamente rara vez al aire libre. Yo
digo que el movimiento de la cola de un cachalote por encima de la superficie
produce un perfume como cuando una dama almizclada agita su vestido en un tibio
salón.
¿A qué compararé, pues, el cachalote, en fragancia,
considerando su magnitud? ¿No habrá de ser a aquel famoso elefante, de
colmillos enjoyados y aromado de mirra, que sacaron de una ciudad "' india para rendir
honores a Alejandro Magno?
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