Capítulo LV
DE LAS IMÁGENES MONSTRUOSAS DE LAS BALLENAS
No tardaré en
pintaros, lo mejor que es posible sin lienzo, algo así como la verdadera forma de la
ballena según aparece efectivamente a los ojos del cazador de ballenas, cuando,
en carne y hueso, el cetáceo queda amarrado a lo largo del barco, de modo que
se puede andar limpiamente por encima de él. Por tanto, puede valer la pena
aludir previamente a esos curiosos retratos imaginarios suyos que aun hasta en
nuestros días excitan confiadamente la credulidad de la gente de tierra
adentro. Ya es hora de corregir al mundo en este asunto, demostrando que tales
imágenes de la ballena son todas erróneas.
Es posible que la
fuente prístina de todos esos engaños plásticos se encuentre entre las más antiguas
esculturas hindúes, egipcias y griegas. Pues desde aquellas épocas, inventivas,
pero poco escrupulosas, en que, en los paneles marmóreos de los templos, en los
pedestales de las estatuas, y en escudos, medallones, copas y monedas, se
representaba el delfín en escamas de cota de malla como Saladino, y con casco
en la cabeza, igual que san Jorge, ha prevalecido siempre desde entonces algo
de la misma suerte de licenciosidad, no sólo en las imágenes más populares de
la ballena, sino en muchas de sus representaciones científicas.
Ahora, según toda
probabilidad, el más antiguo retrato que de algún modo se proponga ser de la ballena,
se encuentra en la famosa pagoda-caverna de Elephanta, en la India. Los
brahmanes sostienen que en las casi inacabables esculturas de esa pagoda
inmemorial, se representaron todas las actividades y profesiones, toda clase de
dedicaciones concebibles en el hombre, siglos antes de que ninguna de ellas
llegara de hecho a existir. No es extraño, entonces, que nuestra noble
profesión ballenera estuviera prefigurada allí
de alguna manera. La ballena hindú a que aludimos se encuentra en un departamento
aislado en la pared, que representa la encarnación de Visnú en forma de
leviatán, conocida entre los doctos como Matse Avatar. Pero aunque esa
escultura es mitad hombre y mitad ballena, de modo que sólo ofrece la cola de
ésta, sin embargo, esta pequeña sección de ella está equivocada. Parece la cola
puntiaguda de una anaconda, más bien que las anchas palmetas de la majestuosa
cola de la ballena auténtica.
Pero id a lo
viejos museos, y mirad entonces el retrato de este pez por un gran pintor cristiano: no
tiene más éxito que el antediluviano hindú. Es el cuadro de Guido que
representa a Perseo salvando a Atidrómeda de un monstruo marino o ballena. ¿De
dónde sacó Guido el modelo para tan extraña criatura como ésta? Tampoco
Hogarth, al trazar la misma escena en su Descenso de Perseo, lo hace ni una
jota mejor. La enorme corpulencia de ese monstruo hogarthiano ondula en la
superficie, desplazando escasamente una pulgada de agua. Tiene una especie de
howdah en el lomo, y su boca distendida y
colmilluda, en que entran las olas, podría tomarse por la Puerta de los
Traidores, que lleva, por agua, desde el Támesis a la Torre. Luego están los
pródromos balleneros del viejo escocés Sibbald, y la ballena de Jonás, según se
representa en las estampas de las viejas Biblias y los grabados de los viejos devocionarios.
¿Qué se ha de decir de éstos? En cuanto a la ballena del encuadernador,
retorcida corno una vida en torno al cepo de un ancla que desciende —según está
grabada y dorada en los lomos y portadas de tantos
libros, antiguos y nuevos—, es una criatura muy pintoresca, pero puramente
fabulosa, imitada, según entiendo, de análogas figuras en ánforas de la
Antigüedad. Aunque universalmente se le llama delfín, sin embargo, a este pez
del encuadernador yo le llamo un intento de ballena, porque eso se intentó que
fuera cuando se introdujo tal divisa. La introdujo un antiguo editor italiano,
de alrededor del siglo XV,
durante el Renacimiento de la Erudición, y en aquellos días, e incluso hasta un
período relativamente reciente, se suponía que los delfines eran una especie
del leviatán. En viñetas y otros ornamentos de ciertos libros antiguos
encontraréis a veces rasgos muy curiosos de la ballena, donde toda clase de
chorros, jets d'eau, fuentes termales y frías, Saratogas y Baden-Baden, se
elevan burbujeando de su inagotable cerebro. En la portada de la edición
original del Adelanto del Saber encontraréis algunas curiosas
ballenas.
Pero dejando todos
estos intentos extraprofesionales, lancemos una ojeada a las imágenes del
leviatán, que se proponen ser transcripciones sobrias y científicas, por
aquellos que entienden. En la vieja colección de viajes de Harris hay algunos
grabados de ballenas, tomados de un libro holandés de viajes, del año 1671,
titulado Un Viaje Ballenero a Spitzberg en el barco Jonás en la Ballena,
propiedad de Peter Peterson de Friesland. En uno de esos grabados se
representan las ballenas como grandes balsas de troncos, entre
islas de hielo, con osos blancos corriendo por sus lomos vivos. En otro
grabado, se comete el prodigioso error de representar a la ballena con cola
vertical.
Luego, también,
hay un imponente en cuarto, escrito por un tal capitán Colnett, oficial retirado de la
Armada inglesa, titulado Un viaje doblando el cabo de Hornos, a los mares del
Sur, con el propósito de extender las pesquerías de cachalotes. En ese libro
hay un bosquejo que pretende ser una «Imagen de un Physeter o Cachalote,
dibujada a escala según uno muerto en la costa de México, en agosto de 1793, e
izado a cubierta». No dudo que el capitán tomaría esta veraz imagen para
utilidad de sus marineros. Para mencionar una
sola cosa en ella, permítaseme decir que tiene un ojo que, aplicado, según la escala
adjunta, a un cachalote adulto, convertiría el ojo de ese cetáceo en una ventana de arco de
unos cinco pies de largo. ¡Ah, mi valiente capitán, por qué no nos pusiste a
Jonás asomado a ese ojo!
Tampoco las más
concienzudas compilaciones de Historia Natural, para uso de los jóvenes e
ingenuos, están libres de la misma atrocidad de error. Mirad esa obra tan
famosa que es La Naturaleza Animada, de Goldsmith. En la edición abreviada de
1807, de Londres hay grabados sobre una presunta «ballena» y un «narval». No
quiero parecer poco elegante, pero esta fea ballena parece una cerda mutilada,
y en cuanto al narval, una ojeada basta para sorprenderle a uno de que en este
siglo decimonono se pueda hacer pasar por genuino un hipogrifo, a cualquier
inteligente público de escolares.
Luego, a su vez,
en 1825, Bernard Germain, conde de Lacépède, gran naturalista, publicó un libro sobre las
ballenas, científico y sistemático, en que hay varias imágenes de las diversas
especies del leviatán. Todas ellas no sólo son incorrectas, sino que la imagen
del Mysticetus o ballena de Groenlandia (es decir, la ballena franca), el mismo
Scoresby, hombre de larga experiencia respecto a esa especie, declara que no
tiene equivalencia en la naturaleza. Pero estaba reservado poner el remate a
todo este asunto de errores al científico Frederick Cuvier, hermano del famoso
Barón. En 1836 publicó una Historia Natural de las Ballenas, en que da lo que
llama una imagen del cachalote. Antes de mostrar esa imagen a cualquiera de
Nantucket, haríais mejor en prepararos la rápida retirada de Nantucket. En una
palabra, el cachalote de Frederick Cuvier no es un cachalote, sino una
calabaza. Desde luego, él nunca tuvo la ventaja de un viaje ballenero (tales
hombres rara vez lo tienen), pero ¿quién puede decir de dónde sacó esa imagen?
Quizá la sacó de donde su predecesor científico en el mismo campo, Desmarest,
sacó uno de sus auténticos abortos, esto es, de un dibujo chino. Y muchas
extrañas tazas y platillos nos informan de qué clase de gente traviesa con el
pincel son esos chinos.
En cuanto a las
ballenas de los pintores de esas muestras que se ven colgando sobre las tiendas de los
vendedores de aceite, ¿qué diremos de ellas? Son generalmente ballenas a lo
Ricardo III, con jorobas de dromedario, y muy salvajes; que desayunan con tres
o cuatro empanadas de marinero, es decir, lanchas balleneras llenas de
tripulantes, y que sumergen sus deformidades en mares de pintura sangrienta y
azul.
Pero, después de
todo, esas múltiples equivocaciones al representar la ballena no son muy
sorprendentes. ¡Consideradlo! La mayor parte de esos dibujos científicos se han
tomado de las ballenas encalladas, y son tan correctas como el dibujo de un
barco naufragado, con el lomo deshecho, podría serlo para representar al noble
animal mismo en todo su orgullo intacto de casco y arboladura. Aunque ha habido
elefantes que han posado para retratos de cuerpo entero, el leviatán viviente
jamás se ha puesto al pairo decentemente para que lo retrataran. La ballena
viva, en plena majestad y significación, sólo se puede ver
en el mar, en aguas insondables, y, al nivel del agua, su vasta mole queda fuera del
alcance de la vista, como un barco de guerra en la botadura; y sacada de ese
elemento, es para el hombre una cosa eternamente imposible de izar en peso por
el aire, con el fin de eternizar sus poderosas flexiones y curvas. Y, para no
hablar de la diferencia de contorno, presumiblemente muy grande, entre una
joven ballena lactante y un adulto leviatán platónico, con todo, aun en el caso
en que se icen a la cubierta de un barco esas jóvenes ballenas lactantes, es
tal, entonces, su exótica forma, blanda, variante y como de anguila, que ni el
mismo diablo podría captar su precisa expresión. Pero cabría suponer que del
esqueleto desnudo de la ballena encallada se podrían derivar sugerencias
exactas en cuanto a su verdadera forma. De ningún modo. Pues una de las cosas más
curiosas sobre este leviatán es que su esqueleto da muy poca idea de su forma
general. Aunque el esqueleto de Jeremy Bentham, que cuelga como candelabro en
la biblioteca de uno de sus albaceas, ofrece correctamente la idea de un
anciano caballero utilitario de frente abultada, con todas las demás
características personales dominantes de Jeremy, nada de este orden podría
inferirse de los huesos articulados de ningún leviatán. En realidad, como dice
el gran Hunter, el mero esqueleto de una ballena tiene la misma relación con el
animal totalmente revestido y almohadillado, que el insecto con la crisálida
que tan redondamente le envuelve. Esa peculiaridad se evidencia de modo sorprendente
en la cabeza, como se mostrará incidentalmente en cierta parte de este libro.
También se echa de ver eso en forma muy curiosa en la aleta lateral, cuyos
huesos corresponden casi exactamente a los huesos de la mano humana, sólo que
sin el pulgar. La aleta tiene cuatro normales dedos de hueso, el índice, medio,
anular y meñique. Pero todos están permanentemente alojados en su recubrimiento
carnoso, igual que los dedos humanos en un enguantado artificial. «Por más
inexorablemente que nos maltrate a
veces la ballena —decía un día Stubb humorísticamente—, no se podrá decir de
veras que no nos trata con guantes.» Por todas esas razones, pues, de cualquier
modo que se mire, es necesario concluir que el gran leviatán es la única criatura
del mundo que habrá de seguir hasta el final sin que se la pinte. Cierto es que
un retrato podrá dar mucho más cerca del blanco que otro, pero ninguno puede
dar en él con un grado muy considerable de exactitud. Así que no hay en este
mundo un modo de averiguar exactamente qué aspecto tiene la ballena. Y el único
modo como se puede obtener una idea aceptable de su silueta viva, es yendo en
persona a cazarla, pero al hacerlo así, se corre no poco riesgo de ser
desfondado y hundido para siempre por ella. Por lo tanto, me
parece que haríais mejor en no ser demasiado meticulosos en vuestra curiosidad
respecto a este leviatán.
Capítulo LVI
DE LAS IMÁGENES MENOS ERRÓNEAS DE LAS BALLENAS, Y DE LAS
IMÁGENES VERDADERAS DE ESCENAS DE LA CAZA DE LA BALLENA
En conexión con
las imágenes monstruosas de ballenas, siento ahora grandes tentaciones de entrar en esos
relatos aún más monstruosos sobre ellas que se encuentran en ciertos libros,
tanto antiguos como modernos, especialmente en Plinio, Purchas, Hackluyt, Harris,
Cuvier, etcétera. Pero dejaré a un lado todo eso. Sólo conozco cuatro dibujos
publicados del gran cachalote: los de Colnett, Huggins, Frederick Cuvier y
Beale. En el capítulo anterior se ha aludido a Colnett y a Cuvier. El de
Huggins es mucho mejor que los suyos; pero, con gran probabilidad, el de Beale
es el mejor. Todos los dibujos de este cetáceo por Beale son buenos, salvo la
figura central en el grabado de tres cetáceos en diversas actitudes, que
encabeza el capítulo segundo. Su frontispicio, unas lanchas atacando a unos
cachalotes, aunque sin duda calculado para excitar el cortés escepticismo de
ciertos hombres de salón, resulta admirablemente correcto y a lo vivo en su
efecto general. Algunos de los dibujos de cachalotes por J. Ross Browne son bastante
correctos de silueta, pero están miserablemente grabados. Sin embargo, no es
culpa suya.
De la ballena
propiamente dicha, los mejores dibujos de contorno se encuentran en Scoresby;
pero están trazados en una escala demasiado pequeña para producir una impresión
deseable. No hay allí más que un grabado de escenas de pesca de ballenas, y
esto es una triste deficiencia, porque sólo con tales grabados, sí están
realmente bien hechos, se puede obtener algo así como una idea auténtica de la
ballena viva según la ven sus cazadores vivos.
Pero, tomándolo
todo en conjunto, las representaciones mejores, con mucho, aunque no del todo correctas
en algunos detalles, que cabe encontrar en cualquier sitio, son dos grandes
grabados franceses, bien ejecutados y tomados de pinturas de un tal Garnery.
Representan ataques, respectivamente, contra el cachalote y la ballena. En el
primer grabado se representa un noble cachalote en plena majestad de poderío,
recién surgido de debajo de la lancha, desde las profundidades del océano, y
lanzando con el lomo a lo alto, por el aire, la terrible ruina de las tablas
desfondadas. La proa de la lancha está parcialmente entera, y aparece en
equilibrio sobre el espinazo del monstruo; y de pie en esa proa, en un
inapreciable chispazo de tiempo, se observa un remero, medio envuelto por el
irritado chorro hirviente del cetáceo, y en ademán de saltar, como desde un
precipicio. La acción del conjunto es admirablemente buena y verdadera. La tina
de la estacha, medio vacía, flota en el mar blanquecino; las astas de madera de
los arpones dispersos asoman oblicuamente en el agua; las cabezas de la
tripulación, a nado, están esparcidas en torno a la ballena en contrastadas
expresiones de espanto; mientras que, en la negra lontananza tormentosa, el
barco se acerca a la escena. Podrían encontrarse serios defectos en los
detalles anatómicos de esta ballena, pero dejémoslo pasar, porque yo no sabría
dibujar otra tan buena ni por toda mi vida. En el segundo grabado, la lancha
está pasando a lo largo del costado, lleno de lapas, de una gran ballena de
Groenlandia, a la carrera, que mece su negra mole algosa en el mar, como una
roca musgosa desprendida de los acantilados patagónicos. Sus chorros están
erguidos, llenos y negros como el hollín, de modo que, por tan abundante humo
en la chimenea, se pensaría que debe
haber una buena cena guisándose en las grandes tripas de abajo. Hay aves marinas que
picotean los cangrejitos, mariscos y otros confites y macarrones marinos que la
ballena de Groenlandia lleva a veces en su pestilente lomo. Y durante todo el
tiempo, ese leviatán de labios apretados se precipita a través de las profundidades,
dejando en su estela toneladas de tumultuosos coágulos blancos, y haciendo a la
ligera lancha mecerse en las oleadas como una yola sorprendida junto a las ruedas de palas de
un vapor transatlántico. Así, el primer término es todo él una conmoción colérica,
pero atrás, en admirable contraste artístico, queda la superficie cristalina de
un mar tranquilo, las velas caídas e inmaculadas del barco sin fuerza, y la
masa inerte de una ballena muerta, una fortaleza conquistada, con la bandera de
la captura colgando perezosamente del asta inserta en su agujero del chorro. No
sé quién es o era el pintor Garnery. Pero apuesto la cabeza a que, o tenía
experiencia práctica del tema, o estaba maravillosamente aleccionado por algún
experto cazador de ballenas. Los franceses son
la gente más adecuada para la pintura de acción. Id a mirar todas las pinturas de
Europa, y ¿dónde encontraréis tal galería de conmoción viva y respirando en el
lienzo como en el triunfal ámbito de Versalles, donde el observador lucha
abriéndose paso, en confusión, a través de todas las grandes batallas de
Francia, tina tras otra, en que cada espada parece un relámpago de las auroras
boreales, y la sucesión de reyes armados y emperadores pasa como una carga de
centauros coronados? No del todo indignas de figurar en esa galería son las
piezas marítimas de Garnery.
La aptitud natural
de los franceses para captar lo pintoresco de las cosas parece peculiarmente
evidenciada en los cuadros y grabados que han hecho de sus escenas de pesca de
la ballena. Con la décima parte de la experiencia de los ingleses en tal pesca,
y ni siquiera la milésima parte de los americanos, sin embargo, ellos han
proporcionado a ambas naciones las únicas representaciones acabadas capaces en
absoluto de transmitir el auténtico espíritu de la caza de la ballena. En su
mayor parte, los dibujantes balleneros ingleses y americanos parecen totalmente
contentos con presentar el contorno mecánico de las cosas, tales como el perfil
vacío de la ballena, que, en cuanto a lo que se refiere a lo pintoresco del
efecto, viene a ser equivalente a esbozar el perfil de una pirámide. Incluso
Scoresby, el justamente famoso cazador de ballenas de Groenlandia, tras darnos
un rígido retrato de cuerpo entero de la ballena, y tres o cuatro delicadas miniaturas
de narvales y marsopas, nos obsequia con una serie de grabados clásicos de
bicheros, trinchantes y rezones; y, con la microscópica laboriosidad de un
Leuwenhoeck somete a la inspección de un mundo aterido noventa y seis
facsímiles de cristales de nieve ártica vistos con aumento. No lo digo en
desdoro de ese excelente viajero (le honro como veterano), pero en un asunto
tan importante ha sido realmente un descuido no haberse procurado para cada
cristal una declaración jurada prestada ante un juez de paz groenlandés.
En adición a esos
hermosos grabados de Garnery, hay otros dos grabados franceses dignos de nota,
por alguien que se firma «H. Durand ». Uno de ellos, aunque no encaja
exactamente con nuestro propósito actual, merece sin embargo mencionarse por
otros motivos. Es una tranquila escena de mediodía, entre las islas del
Pacífico; hay un barco ballenero francés anclado junto a la costa, en bonanza,
y llevando agua a bordo perezosamente, con las aflojadas velas del barco y las
largas hojas de las palmeras del fondo cayendo juntamente en el aire sin brisa.
El efecto es muy hermoso, si se considera en referencia a que presenta los
curtidos pescadores en uno de sus pocos aspectos de reposo oriental. El otro
grabado es un asunto muy diferente; el barco se pone al pairo en alta mar y en el
mismo corazón de la vida leviatánica, con una ballena de Groenlandia al lado; la nave (que
está en el descuartizamiento) atraca junto al monstruo como si fuera un muelle,
y una lancha, alejándose apresuradamente de esta escena de actividad, se
dispone a perseguir a unas ballenas en lontananza. Los arpones y las lanzas
están apuntándose para actuar; tres remeros acaban de meter el mástil en su
fogonadura, mientras, por una
súbita oleada del mar, la pequeña embarcación se empina medio erguida en el agua
como un caballo encabritado. Desde ese barco, el humo de los tormentos de la
ballena hirviente sube como el humo de una aldea de herrerías; y a barlovento,
una nube negra, elevándose con promesa de chubascos y lluvias, parece avivar la
actividad de los excitados marineros.
Capítulo LVII
SOBRE LAS BALLENAS EN PINTURA, EN DIENTES, EN MADERA, EN PLANCHA DE HIERRO, EN PIEDRA, EN MONTAÑAS, EN ESTRELLAS
Desde la colina de
la Torre, bajando a los muelles de Londres, quizá habréis visto un mendigo
tullido (un anclote, como dicen los marineros) que enseña una tabla pintada
donde se representa la trágica escena en que perdió la pierna. Hay tres
ballenas y tres lanchas, y una de las lanchas (que se supone que contiene la
pierna ausente en toda su integridad original) está siendo mascada por las
mandíbulas de la ballena delantera. Durante todo el tiempo, desde hace diez
años, según me han dicho, ese horrible ha mostrado la pintura y ha exhibido el
muñón ante un mundo incrédulo. Pero ahora ha llegado el
momento de su justificación. Sus tres ballenas son tan buenas ballenas como
jamás se hayan publicado en Wapping, en cualquier caso; y su muñón es un muñón
tan indiscutible como pueda encontrarse en las talas del Oeste. Pero, aunque
subido para siempre en su muñón, el pobre ballenero no hace jamás discursos,
sino que, con los ojos bajos, permanece contritamente contemplando su propia
amputación.
A través del
Pacífico, y también en Nantucket, New Bedford y Sag Harbour, encontraréis
vivaces esbozos de ballenas y escenas balleneras, tallados por los propios
pescadores en dientes de cachalote, o varillas de corsé sacadas de las
ballenas, u otros artículos de skrimshander, como llaman los balleneros a los
numerosos pequeños artilugios que tallan meticulosamente en esa materia prima,
en sus horas de ocio oceánico. Algunos de ellos tienen cajitas de instrumentos
de aspecto odontológico, especialmente destinados a este asunto del
skrimshander. Pero en general, trabajan sólo con su navaja, y con esa herramienta
casi omnipotente del marinero, os sacan lo que queráis en cuestión de fantasía
naval.
El largo exilio
respecto a la cristiandad y la civilización inevitablemente devuelve al hombre
a la condición en que Dios le puso, esto es, a lo que se llama salvajismo. El
verdadero cazador de ballenas es casi tan salvaje como un iroqués. Yo mismo soy
un salvaje que no debe sumisión sino al rey de los caníbales, dispuesto en todo
momento a rebelarme contra él. Ahora, una de las características peculiares del
salvaje en sus horas domésticas, es su admirable paciencia y su maña. Un
antiguo rompecabezas o una pagaya de las islas Hawai, en su plena multiplicidad
y complicación de talla, es un trofeo de la perseverancia humana tan grande
como un diccionario de latín. Pues, con un trozo de concha
rota o un diente de tiburón, se ha logrado un milagroso intrincamiento de
entrelazado de madera, que ha costado años de constante aplicación.
Con el salvaje
marinero blanco pasa lo mismo que con el salvaje hawaiano. Con la misma
paciencia maravillosa, y con ese mismo único diente de tiburón que es su pobre
única navaja, os tallará un poco de escultura en hueso, no con tanta habilidad,
pero tan cerradamente apretado en su enredo de diseño como el salvaje griego
talló el escudo de Aquiles; y tan lleno de espíritu barbárico y de sugestión
como los grabados de aquel admirable salvaje holandés, Alberto Durero.
Ballenas de
madera, o ballenas cortadas en silueta en las tablillas oscuras de la noble
madera de guerra del mar del Sur, se encuentran frecuentemente en los castillos
de proa de los balleneros americanos. Algunas de ellas están hechas con mucha
exactitud.
En ciertas casas
de campo de tejado abuhardillado veréis ballenas de bronce colgando de la cola
a modo de aldabones en la puerta que da al camino. Cuando el portero está
soñoliento, sería mejor la ballena de cabeza de yunque. Pero estas ballenas
golpeadoras, raramente son notables como ensayos fieles. En las agujas de
algunas iglesias a la antigua usanza veréis ballenas de plancha de hierro
puestas allí a modo de veleta, pero están tan elevadas, y además, para todos
los efectos y propósitos, están tan rotuladas con «No tocar», que no se las
puede examinar lo bastante de cerca como para decidir sobre su mérito.
En regiones
huesudas y costilludas de la tierra, donde en la base de altos acantilados
rotos hay dispersas por la llanura masas de roca en fantásticos grupos, a
menudo descubriréis imágenes como formas petrificadas del leviatán parcialmente
sumergidas en la hierba que en días de viento rompe contra ellas en resaca de
verdes oleadas.
Luego, también, en
regiones montañosas donde el viajero está continuamente rodeado por alturas en
anfiteatro, desde algún feliz punto de vista, acá y allá, captareis atisbos
pasajeros de perfiles de ballenas recortados a lo largo de las onduladas
crestas. Pero habéis de ser perfectos cazadores de ballenas para ver esas imágenes,
y no sólo eso, sino que si deseáis volver de nuevo a ver tal imagen, debéis
aseguraron y tomar la exacta intersección de latitud y longitud de vuestro
primer punto de vista, pues, de otro modo, tales observaciones en los montes
son tan azarosas, que vuestro exacto punto de vista anterior requerirla un
laborioso redescubrimiento; como las islas Soloma [Salomón], que todavía siguen
siendo terra incógnita, aunque antaño las hollara el engolillado Mendaña y el
viejo Figueroa las pusiera en crónica.
Y si vuestro tema
os eleva en expansión, no podréis dejar de notar grandes ballenas en los cielos
estrellados, y lanchas en persecución de ellas, como cuando, llenas durante
mucho tiempo de pensamientos de guerra, las naciones orientales veían ejércitos
trabando batalla entre las nubes. Así, en el norte, yo he perseguido al
leviatán dando vueltas al Polo con las revoluciones de los puntos luminosos que
primero me lo señalaron. Y bajo los refulgentes cielos antárticos, he embarcado
en la nave Argos y me he unido a la persecución del Cetáceo de estrellas, más
allá del último trecho del Hydrus y del Pez Volante.
Con unas anclas de
fragata como mis bitas de brida y con haces de arpones como espuelas, ¡ojalá
monte yo esa ballena, y salte sobre los cielos más altos, a ver si los
legendarios cielos, con todas sus incontables tiendas, están realmente
acampados mucho más allá de mi vista mortal!
Capítulo LVIII
BRIT
Navegando al
nordeste de las Crozetts, entramos en vastas praderas de brit, la menuda sustancia amarilla
de que se alimenta ampliamente la ballena propiamente dicha. Durante leguas y
leguas ondeó a nuestro alrededor, de modo que parecía que navegábamos a través
de ilimitados campos de trigo maduro y dorado. Al segundo día, se vieron cierto
número de ballenas que, a salvo de todo ataque de un barco cazador de
cachalotes como el Pequod, nadaron perezosamente con las mandíbulas abiertas
por entre el brit, que adhiriéndose a las fibras franjeadas de esa admirable
persiana veneciana que tienen en la boca, quedaba de ese modo separado del
agua, que se escapaba por el labio.
Como segadores
mañaneros que, uno junto a otro, hacen avanzar lenta y soladoramente sus guadañas por
la larga hierba mojada de los prados empantanados, así nadaban esos monstruos
haciendo un extraño ruido cortador de hierba, y dejando atrás interminables
guadañas de azul en el mar amarillo.
Pero no era en
absoluto solamente el ruido que hacían al partir el brit lo que le recordaba a
uno a los segadores. Vistas desde los masteleros, especialmente cuando se
detenían y quedaban un rato inmóviles, sus enormes formas negras parecían, más
que otra cosa, masas de roca sin vida. Y lo mismo que en las grandes comarcas
de cacerías de la India, el extranjero a veces ve a distancia, a su paso por
las llanuras, elefantes tumbados sin saber que lo son, tomándolos por desnudas
y ennegrecidas elevaciones del suelo, así le pasa a menudo a quien por primera
vez observa esta especie de los leviatanes del mar. Y aun cuando los reconoce
por fin, su inmensa magnitud hace muy difícil creer realmente que tan enormes
masas de excrecencia puedan estar animadas, en todas sus partes, por la misma
clase de vida que vive en un perro o un caballo.
Desde luego, en
otros aspectos, es difícil considerar a cualquier criatura de las profundidades
con los mismos sentimientos que a los de tierra firme. Pues aunque ciertos
antiguos naturalistas han sostenido que todas las criaturas de la tierra tienen
su parentela en el mar, y aunque, tomando este asunto en una amplia perspectiva
general, esto podría ser verdad, sin embargo, viniendo a las especialidades,
¿dónde, por ejemplo, ofrece el océano ningún pez que corresponda en su
disposición a la bondadosa sagacidad del perro? Sólo el maldito tiburón, en
algún aspecto genérico, puede decirse que presenta una analogía comparable con
él.
Pero aunque, para
la gente de tierra en general, los habitantes nativos del mar siempre se
consideran con emociones inexpresablemente repelentes y poco sociables; y
aunque sabemos que el mar es una perenne terra incógnita, de modo que Colón
navegó sobre innumerables mundos desconocidos para descubrir su mundo
superficial de occidente; y aunque, sin comparación, los desastres más
terribles y mortíferos han afectado de modo inmemorial e indiscriminado a
decenas y centenas de millares de los que han atravesado las aguas; y aunque un
solo momento de reflexión enseñará que por mucho que ese niñito que es el
hombre presuma de su ciencia y habilidad, y por mucho que, en un futuro
lisonjero, puedan aumentar esa ciencia y habilidad, sin embargo, por los siglos
de los siglos, hasta el hundimiento del juicio, el mar seguirá insultándole y
asesinándole, y pulverizando la fragata más solemne y rígida que pueda él
hacer: a pesar de todo eso, con la continua repetición de las mismas
impresiones, el hombre ha perdido la sensación de ese pleno carácter temeroso
del mar, que le corresponde originariamente.
La primera
embarcación de que leemos, flotó en un océano que, con venganza portuguesa, se
había tragado un mundo entero sin dejar ni una viuda. Ese mismo océano se agita
ahora; ese mismo océano destruyó los barcos que naufragaron el año pasado. Sí,
locos mortales, el diluvio de Noé no se ha terminado todavía; aún cubre dos
tercios de este hermoso mundo.
¿En qué difieren
el mar y la tierra, que lo que en uno es milagro no es milagro en el otro? Terrores
preternaturales cayeron sobre los hebreos cuando, a los pies de Korah y los
suyos, se abrió la tierra viva y se los tragó para siempre; sin embargo, no se pone
una vez el sol moderno sin que, exactamente del mismo modo, el mar vivo se
trague barcos y tripulaciones. Pero el mar no sólo es tal enemigo del hombre,
ajeno a él, sino que también es enemigo de su propia progenie, y, peor que el
anfitrión persa que asesinaba a sus propios invitados, no perdona a las
criaturas que él mismo ha engendrado. Como una tigresa salvaje que, saltando
por la jungla, aplasta a sus cachorros, el mar estrella aun a las más poderosas
ballenas contra las rocas, y las deja allí, al lado de los astillados restos de
los barcos. No lo gobierna ninguna misericordia ni poder sino los suyos
jadeando y bufando como un loco corcel de batalla que ha perdido el jinete, el
océano sin amo se desborda por el mundo.
Considerad la
sutileza del mar; cómo sus más temidas criaturas se deslizan bajo el agua, sin
aparecer en su mayor parte, traidoramente ocultas bajo los más amables matices
del azur. Considerad también la diabólica brillantez y belleza de muchas de sus
tribus más encarnizadas; así, la forma elegantemente embellecida de muchas
especies de tiburones. Considerad, una vez más, el canibalismo universal del
mar, cuyas criaturas se devoran unas a otras, manteniendo eterna guerra desde
que empezó el mundo.
Considerad todo
esto, y luego volveos a esta verde, amable y docilísima tierra; consideradlos
ambos, mar y tierra; y ¿no encontráis una extraña analogía con algo en vosotros
mismos? Pues igual que este aterrador océano rodea la tierra verdeante, así en
el alma del hombre hay una Tahití insular, llena de paz y de alegría, pero
rodeada por todos los horrores de la vida medio conocida. ¡Dios te guarde! ¡No
te alejes de esa isla; no puedes volver jamás!
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap LIX, LX, LXI y LXII - Herman Melville"
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