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sábado, 1 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap LV, LVI, LVII y LVIII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap LIV - Herman Melville"


Capítulo LV

DE LAS IMÁGENES MONSTRUOSAS DE LAS BALLENAS



No tardaré en pintaros, lo mejor que es posible sin lienzo, algo así como la verdadera forma de la ballena según aparece efectivamente a los ojos del cazador de ballenas, cuando, en carne y hueso, el cetáceo queda amarrado a lo largo del barco, de modo que se puede andar limpiamente por encima de él. Por tanto, puede valer la pena aludir previamente a esos curiosos retratos imaginarios suyos que aun hasta en nuestros días excitan confiadamente la credulidad de la gente de tierra adentro. Ya es hora de corregir al mundo en este asunto, demostrando que tales imágenes de la ballena son todas erróneas.

Es posible que la fuente prístina de todos esos engaños plásticos se encuentre entre las más antiguas esculturas hindúes, egipcias y griegas. Pues desde aquellas épocas, inventivas, pero poco escrupulosas, en que, en los paneles marmóreos de los templos, en los pedestales de las estatuas, y en escudos, medallones, copas y monedas, se representaba el delfín en escamas de cota de malla como Saladino, y con casco en la cabeza, igual que san Jorge, ha prevalecido siempre desde entonces algo de la misma suerte de licenciosidad, no sólo en las imágenes más populares de la ballena, sino en muchas de sus representaciones científicas.

Ahora, según toda probabilidad, el más antiguo retrato que de algún modo se proponga ser de la ballena, se encuentra en la famosa pagoda-caverna de Elephanta, en la India. Los brahmanes sostienen que en las casi inacabables esculturas de esa pagoda inmemorial, se representaron todas las actividades y profesiones, toda clase de dedicaciones concebibles en el hombre, siglos antes de que ninguna de ellas llegara de hecho a existir. No es extraño, entonces, que nuestra noble profesión ballenera estuviera prefigurada allí de alguna manera. La ballena hindú a que aludimos se encuentra en un departamento aislado en la pared, que representa la encarnación de Visnú en forma de leviatán, conocida entre los doctos como Matse Avatar. Pero aunque esa escultura es mitad hombre y mitad ballena, de modo que sólo ofrece la cola de ésta, sin embargo, esta pequeña sección de ella está equivocada. Parece la cola puntiaguda de una anaconda, más bien que las anchas palmetas de la majestuosa cola de la ballena auténtica.

Pero id a lo viejos museos, y mirad entonces el retrato de este pez por un gran pintor cristiano: no tiene más éxito que el antediluviano hindú. Es el cuadro de Guido que representa a Perseo salvando a Atidrómeda de un monstruo marino o ballena. ¿De dónde sacó Guido el modelo para tan extraña criatura como ésta? Tampoco Hogarth, al trazar la misma escena en su Descenso de Perseo, lo hace ni una jota mejor. La enorme corpulencia de ese monstruo hogarthiano ondula en la superficie, desplazando escasamente una pulgada de agua. Tiene una especie de howdah en el lomo, y su boca distendida y colmilluda, en que entran las olas, podría tomarse por la Puerta de los Traidores, que lleva, por agua, desde el Támesis a la Torre. Luego están los pródromos balleneros del viejo escocés Sibbald, y la ballena de Jonás, según se representa en las estampas de las viejas Biblias y los grabados de los viejos devocionarios. ¿Qué se ha de decir de éstos? En cuanto a la ballena del encuadernador, retorcida corno una vida en torno al cepo de un ancla que desciende —según está grabada y dorada en los lomos y portadas de tantos libros, antiguos y nuevos—, es una criatura muy pintoresca, pero puramente fabulosa, imitada, según entiendo, de análogas figuras en ánforas de la Antigüedad. Aunque universalmente se le llama delfín, sin embargo, a este pez del encuadernador yo le llamo un intento de ballena, porque eso se intentó que fuera cuando se introdujo tal divisa. La introdujo un antiguo editor italiano, de alrededor del siglo XV, durante el Renacimiento de la Erudición, y en aquellos días, e incluso hasta un período relativamente reciente, se suponía que los delfines eran una especie del leviatán. En viñetas y otros ornamentos de ciertos libros antiguos encontraréis a veces rasgos muy curiosos de la ballena, donde toda clase de chorros, jets d'eau, fuentes termales y frías, Saratogas y Baden-Baden, se elevan burbujeando de su inagotable cerebro. En la portada de la edición original del Adelanto del Saber encontraréis algunas curiosas ballenas.

Pero dejando todos estos intentos extraprofesionales, lancemos una ojeada a las imágenes del leviatán, que se proponen ser transcripciones sobrias y científicas, por aquellos que entienden. En la vieja colección de viajes de Harris hay algunos grabados de ballenas, tomados de un libro holandés de viajes, del año 1671, titulado Un Viaje Ballenero a Spitzberg en el barco Jonás en la Ballena, propiedad de Peter Peterson de Friesland. En uno de esos grabados se representan las ballenas como grandes balsas de troncos, entre islas de hielo, con osos blancos corriendo por sus lomos vivos. En otro grabado, se comete el prodigioso error de representar a la ballena con cola vertical.

Luego, también, hay un imponente en cuarto, escrito por un tal capitán Colnett, oficial retirado de la Armada inglesa, titulado Un viaje doblando el cabo de Hornos, a los mares del Sur, con el propósito de extender las pesquerías de cachalotes. En ese libro hay un bosquejo que pretende ser una «Imagen de un Physeter o Cachalote, dibujada a escala según uno muerto en la costa de México, en agosto de 1793, e izado a cubierta». No dudo que el capitán tomaría esta veraz imagen para utilidad de sus marineros. Para mencionar una sola cosa en ella, permítaseme decir que tiene un ojo que, aplicado, según la escala adjunta, a un cachalote adulto, convertiría el ojo de ese cetáceo en una ventana de arco de unos cinco pies de largo. ¡Ah, mi valiente capitán, por qué no nos pusiste a Jonás asomado a ese ojo!

Tampoco las más concienzudas compilaciones de Historia Natural, para uso de los jóvenes e ingenuos, están libres de la misma atrocidad de error. Mirad esa obra tan famosa que es La Naturaleza Animada, de Goldsmith. En la edición abreviada de 1807, de Londres hay grabados sobre una presunta «ballena» y un «narval». No quiero parecer poco elegante, pero esta fea ballena parece una cerda mutilada, y en cuanto al narval, una ojeada basta para sorprenderle a uno de que en este siglo decimonono se pueda hacer pasar por genuino un hipogrifo, a cualquier inteligente público de escolares.

Luego, a su vez, en 1825, Bernard Germain, conde de Lacépède, gran naturalista, publicó un libro sobre las ballenas, científico y sistemático, en que hay varias imágenes de las diversas especies del leviatán. Todas ellas no sólo son incorrectas, sino que la imagen del Mysticetus o ballena de Groenlandia (es decir, la ballena franca), el mismo Scoresby, hombre de larga experiencia respecto a esa especie, declara que no tiene equivalencia en la naturaleza. Pero estaba reservado poner el remate a todo este asunto de errores al científico Frederick Cuvier, hermano del famoso Barón. En 1836 publicó una Historia Natural de las Ballenas, en que da lo que llama una imagen del cachalote. Antes de mostrar esa imagen a cualquiera de Nantucket, haríais mejor en prepararos la rápida retirada de Nantucket. En una palabra, el cachalote de Frederick Cuvier no es un cachalote, sino una calabaza. Desde luego, él nunca tuvo la ventaja de un viaje ballenero (tales hombres rara vez lo tienen), pero ¿quién puede decir de dónde sacó esa imagen? Quizá la sacó de donde su predecesor científico en el mismo campo, Desmarest, sacó uno de sus auténticos abortos, esto es, de un dibujo chino. Y muchas extrañas tazas y platillos nos informan de qué clase de gente traviesa con el pincel son esos chinos.

En cuanto a las ballenas de los pintores de esas muestras que se ven colgando sobre las tiendas de los vendedores de aceite, ¿qué diremos de ellas? Son generalmente ballenas a lo Ricardo III, con jorobas de dromedario, y muy salvajes; que desayunan con tres o cuatro empanadas de marinero, es decir, lanchas balleneras llenas de tripulantes, y que sumergen sus deformidades en mares de pintura sangrienta y azul.

Pero, después de todo, esas múltiples equivocaciones al representar la ballena no son muy sorprendentes. ¡Consideradlo! La mayor parte de esos dibujos científicos se han tomado de las ballenas encalladas, y son tan correctas como el dibujo de un barco naufragado, con el lomo deshecho, podría serlo para representar al noble animal mismo en todo su orgullo intacto de casco y arboladura. Aunque ha habido elefantes que han posado para retratos de cuerpo entero, el leviatán viviente jamás se ha puesto al pairo decentemente para que lo retrataran. La ballena viva, en plena majestad y significación, sólo se puede ver en el mar, en aguas insondables, y, al nivel del agua, su vasta mole queda fuera del alcance de la vista, como un barco de guerra en la botadura; y sacada de ese elemento, es para el hombre una cosa eternamente imposible de izar en peso por el aire, con el fin de eternizar sus poderosas flexiones y curvas. Y, para no hablar de la diferencia de contorno, presumiblemente muy grande, entre una joven ballena lactante y un adulto leviatán platónico, con todo, aun en el caso en que se icen a la cubierta de un barco esas jóvenes ballenas lactantes, es tal, entonces, su exótica forma, blanda, variante y como de anguila, que ni el mismo diablo podría captar su precisa expresión. Pero cabría suponer que del esqueleto desnudo de la ballena encallada se podrían derivar sugerencias exactas en cuanto a su verdadera forma. De ningún modo. Pues una de las cosas más curiosas sobre este leviatán es que su esqueleto da muy poca idea de su forma general. Aunque el esqueleto de Jeremy Bentham, que cuelga como candelabro en la biblioteca de uno de sus albaceas, ofrece correctamente la idea de un anciano caballero utilitario de frente abultada, con todas las demás características personales dominantes de Jeremy, nada de este orden podría inferirse de los huesos articulados de ningún leviatán. En realidad, como dice el gran Hunter, el mero esqueleto de una ballena tiene la misma relación con el animal totalmente revestido y almohadillado, que el insecto con la crisálida que tan redondamente le envuelve. Esa peculiaridad se evidencia de modo sorprendente en la cabeza, como se mostrará incidentalmente en cierta parte de este libro. También se echa de ver eso en forma muy curiosa en la aleta lateral, cuyos huesos corresponden casi exactamente a los huesos de la mano humana, sólo que sin el pulgar. La aleta tiene cuatro normales dedos de hueso, el índice, medio, anular y meñique. Pero todos están permanentemente alojados en su recubrimiento carnoso, igual que los dedos humanos en un enguantado artificial. «Por más inexorablemente que nos maltrate a veces la ballena —decía un día Stubb humorísticamente—, no se podrá decir de veras que no nos trata con guantes.» Por todas esas razones, pues, de cualquier modo que se mire, es necesario concluir que el gran leviatán es la única criatura del mundo que habrá de seguir hasta el final sin que se la pinte. Cierto es que un retrato podrá dar mucho más cerca del blanco que otro, pero ninguno puede dar en él con un grado muy considerable de exactitud. Así que no hay en este mundo un modo de averiguar exactamente qué aspecto tiene la ballena. Y el único modo como se puede obtener una idea aceptable de su silueta viva, es yendo en persona a cazarla, pero al hacerlo así, se corre no poco riesgo de ser desfondado y hundido para siempre por ella. Por lo tanto, me parece que haríais mejor en no ser demasiado meticulosos en vuestra curiosidad respecto a este leviatán.

Capítulo LVI

DE LAS IMÁGENES MENOS ERRÓNEAS DE LAS BALLENAS, Y DE LAS

IMÁGENES VERDADERAS DE ESCENAS DE LA CAZA DE LA BALLENA


En conexión con las imágenes monstruosas de ballenas, siento ahora grandes tentaciones de entrar en esos relatos aún más monstruosos sobre ellas que se encuentran en ciertos libros, tanto antiguos como modernos, especialmente en Plinio, Purchas, Hackluyt, Harris, Cuvier, etcétera. Pero dejaré a un lado todo eso. Sólo conozco cuatro dibujos publicados del gran cachalote: los de Colnett, Huggins, Frederick Cuvier y Beale. En el capítulo anterior se ha aludido a Colnett y a Cuvier. El de Huggins es mucho mejor que los suyos; pero, con gran probabilidad, el de Beale es el mejor. Todos los dibujos de este cetáceo por Beale son buenos, salvo la figura central en el grabado de tres cetáceos en diversas actitudes, que encabeza el capítulo segundo. Su frontispicio, unas lanchas atacando a unos cachalotes, aunque sin duda calculado para excitar el cortés escepticismo de ciertos hombres de salón, resulta admirablemente correcto y a lo vivo en su efecto general. Algunos de los dibujos de cachalotes por J. Ross Browne son bastante correctos de silueta, pero están miserablemente grabados. Sin embargo, no es culpa suya.

De la ballena propiamente dicha, los mejores dibujos de contorno se encuentran en Scoresby; pero están trazados en una escala demasiado pequeña para producir una impresión deseable. No hay allí más que un grabado de escenas de pesca de ballenas, y esto es una triste deficiencia, porque sólo con tales grabados, sí están realmente bien hechos, se puede obtener algo así como una idea auténtica de la ballena viva según la ven sus cazadores vivos.

Pero, tomándolo todo en conjunto, las representaciones mejores, con mucho, aunque no del todo correctas en algunos detalles, que cabe encontrar en cualquier sitio, son dos grandes grabados franceses, bien ejecutados y tomados de pinturas de un tal Garnery. Representan ataques, respectivamente, contra el cachalote y la ballena. En el primer grabado se representa un noble cachalote en plena majestad de poderío, recién surgido de debajo de la lancha, desde las profundidades del océano, y lanzando con el lomo a lo alto, por el aire, la terrible ruina de las tablas desfondadas. La proa de la lancha está parcialmente entera, y aparece en equilibrio sobre el espinazo del monstruo; y de pie en esa proa, en un inapreciable chispazo de tiempo, se observa un remero, medio envuelto por el irritado chorro hirviente del cetáceo, y en ademán de saltar, como desde un precipicio. La acción del conjunto es admirablemente buena y verdadera. La tina de la estacha, medio vacía, flota en el mar blanquecino; las astas de madera de los arpones dispersos asoman oblicuamente en el agua; las cabezas de la tripulación, a nado, están esparcidas en torno a la ballena en contrastadas expresiones de espanto; mientras que, en la negra lontananza tormentosa, el barco se acerca a la escena. Podrían encontrarse serios defectos en los detalles anatómicos de esta ballena, pero dejémoslo pasar, porque yo no sabría dibujar otra tan buena ni por toda mi vida. En el segundo grabado, la lancha está pasando a lo largo del costado, lleno de lapas, de una gran ballena de Groenlandia, a la carrera, que mece su negra mole algosa en el mar, como una roca musgosa desprendida de los acantilados patagónicos. Sus chorros están erguidos, llenos y negros como el hollín, de modo que, por tan abundante humo en la chimenea, se pensaría que debe haber una buena cena guisándose en las grandes tripas de abajo. Hay aves marinas que picotean los cangrejitos, mariscos y otros confites y macarrones marinos que la ballena de Groenlandia lleva a veces en su pestilente lomo. Y durante todo el tiempo, ese leviatán de labios apretados se precipita a través de las profundidades, dejando en su estela toneladas de tumultuosos coágulos blancos, y haciendo a la ligera lancha mecerse en las oleadas como una yola sorprendida junto a las ruedas de palas de un vapor transatlántico. Así, el primer término es todo él una conmoción colérica, pero atrás, en admirable contraste artístico, queda la superficie cristalina de un mar tranquilo, las velas caídas e inmaculadas del barco sin fuerza, y la masa inerte de una ballena muerta, una fortaleza conquistada, con la bandera de la captura colgando perezosamente del asta inserta en su agujero del chorro. No sé quién es o era el pintor Garnery. Pero apuesto la cabeza a que, o tenía experiencia práctica del tema, o estaba maravillosamente aleccionado por algún experto cazador de ballenas. Los franceses son la gente más adecuada para la pintura de acción. Id a mirar todas las pinturas de Europa, y ¿dónde encontraréis tal galería de conmoción viva y respirando en el lienzo como en el triunfal ámbito de Versalles, donde el observador lucha abriéndose paso, en confusión, a través de todas las grandes batallas de Francia, tina tras otra, en que cada espada parece un relámpago de las auroras boreales, y la sucesión de reyes armados y emperadores pasa como una carga de centauros coronados? No del todo indignas de figurar en esa galería son las piezas marítimas de Garnery.

La aptitud natural de los franceses para captar lo pintoresco de las cosas parece peculiarmente evidenciada en los cuadros y grabados que han hecho de sus escenas de pesca de la ballena. Con la décima parte de la experiencia de los ingleses en tal pesca, y ni siquiera la milésima parte de los americanos, sin embargo, ellos han proporcionado a ambas naciones las únicas representaciones acabadas capaces en absoluto de transmitir el auténtico espíritu de la caza de la ballena. En su mayor parte, los dibujantes balleneros ingleses y americanos parecen totalmente contentos con presentar el contorno mecánico de las cosas, tales como el perfil vacío de la ballena, que, en cuanto a lo que se refiere a lo pintoresco del efecto, viene a ser equivalente a esbozar el perfil de una pirámide. Incluso Scoresby, el justamente famoso cazador de ballenas de Groenlandia, tras darnos un rígido retrato de cuerpo entero de la ballena, y tres o cuatro delicadas miniaturas de narvales y marsopas, nos obsequia con una serie de grabados clásicos de bicheros, trinchantes y rezones; y, con la microscópica laboriosidad de un Leuwenhoeck somete a la inspección de un mundo aterido noventa y seis facsímiles de cristales de nieve ártica vistos con aumento. No lo digo en desdoro de ese excelente viajero (le honro como veterano), pero en un asunto tan importante ha sido realmente un descuido no haberse procurado para cada cristal una declaración jurada prestada ante un juez de paz groenlandés.

En adición a esos hermosos grabados de Garnery, hay otros dos grabados franceses dignos de nota, por alguien que se firma «H. Durand ». Uno de ellos, aunque no encaja exactamente con nuestro propósito actual, merece sin embargo mencionarse por otros motivos. Es una tranquila escena de mediodía, entre las islas del Pacífico; hay un barco ballenero francés anclado junto a la costa, en bonanza, y llevando agua a bordo perezosamente, con las aflojadas velas del barco y las largas hojas de las palmeras del fondo cayendo juntamente en el aire sin brisa. El efecto es muy hermoso, si se considera en referencia a que presenta los curtidos pescadores en uno de sus pocos aspectos de reposo oriental. El otro grabado es un asunto muy diferente; el barco se pone al pairo en alta mar y en el mismo corazón de la vida leviatánica, con una ballena de Groenlandia al lado; la nave (que está en el descuartizamiento) atraca junto al monstruo como si fuera un muelle, y una lancha, alejándose apresuradamente de esta escena de actividad, se dispone a perseguir a unas ballenas en lontananza. Los arpones y las lanzas están apuntándose para actuar; tres remeros acaban de meter el mástil en su fogonadura, mientras, por una súbita oleada del mar, la pequeña embarcación se empina medio erguida en el agua como un caballo encabritado. Desde ese barco, el humo de los tormentos de la ballena hirviente sube como el humo de una aldea de herrerías; y a barlovento, una nube negra, elevándose con promesa de chubascos y lluvias, parece avivar la actividad de los excitados marineros.


Capítulo LVII

SOBRE LAS BALLENAS EN PINTURA, EN DIENTES, EN MADERA, EN PLANCHA DE HIERRO, EN PIEDRA, EN MONTAÑAS, EN ESTRELLAS


Desde la colina de la Torre, bajando a los muelles de Londres, quizá habréis visto un mendigo tullido (un anclote, como dicen los marineros) que enseña una tabla pintada donde se representa la trágica escena en que perdió la pierna. Hay tres ballenas y tres lanchas, y una de las lanchas (que se supone que contiene la pierna ausente en toda su integridad original) está siendo mascada por las mandíbulas de la ballena delantera. Durante todo el tiempo, desde hace diez años, según me han dicho, ese horrible ha mostrado la pintura y ha exhibido el muñón ante un mundo incrédulo. Pero ahora ha llegado el momento de su justificación. Sus tres ballenas son tan buenas ballenas como jamás se hayan publicado en Wapping, en cualquier caso; y su muñón es un muñón tan indiscutible como pueda encontrarse en las talas del Oeste. Pero, aunque subido para siempre en su muñón, el pobre ballenero no hace jamás discursos, sino que, con los ojos bajos, permanece contritamente contemplando su propia amputación.

A través del Pacífico, y también en Nantucket, New Bedford y Sag Harbour, encontraréis vivaces esbozos de ballenas y escenas balleneras, tallados por los propios pescadores en dientes de cachalote, o varillas de corsé sacadas de las ballenas, u otros artículos de skrimshander, como llaman los balleneros a los numerosos pequeños artilugios que tallan meticulosamente en esa materia prima, en sus horas de ocio oceánico. Algunos de ellos tienen cajitas de instrumentos de aspecto odontológico, especialmente destinados a este asunto del skrimshander. Pero en general, trabajan sólo con su navaja, y con esa herramienta casi omnipotente del marinero, os sacan lo que queráis en cuestión de fantasía naval.

El largo exilio respecto a la cristiandad y la civilización inevitablemente devuelve al hombre a la condición en que Dios le puso, esto es, a lo que se llama salvajismo. El verdadero cazador de ballenas es casi tan salvaje como un iroqués. Yo mismo soy un salvaje que no debe sumisión sino al rey de los caníbales, dispuesto en todo momento a rebelarme contra él. Ahora, una de las características peculiares del salvaje en sus horas domésticas, es su admirable paciencia y su maña. Un antiguo rompecabezas o una pagaya de las islas Hawai, en su plena multiplicidad y complicación de talla, es un trofeo de la perseverancia humana tan grande como un diccionario de latín. Pues, con un trozo de concha rota o un diente de tiburón, se ha logrado un milagroso intrincamiento de entrelazado de madera, que ha costado años de constante aplicación.

Con el salvaje marinero blanco pasa lo mismo que con el salvaje hawaiano. Con la misma paciencia maravillosa, y con ese mismo único diente de tiburón que es su pobre única navaja, os tallará un poco de escultura en hueso, no con tanta habilidad, pero tan cerradamente apretado en su enredo de diseño como el salvaje griego talló el escudo de Aquiles; y tan lleno de espíritu barbárico y de sugestión como los grabados de aquel admirable salvaje holandés, Alberto Durero.

Ballenas de madera, o ballenas cortadas en silueta en las tablillas oscuras de la noble madera de guerra del mar del Sur, se encuentran frecuentemente en los castillos de proa de los balleneros americanos. Algunas de ellas están hechas con mucha exactitud.

En ciertas casas de campo de tejado abuhardillado veréis ballenas de bronce colgando de la cola a modo de aldabones en la puerta que da al camino. Cuando el portero está soñoliento, sería mejor la ballena de cabeza de yunque. Pero estas ballenas golpeadoras, raramente son notables como ensayos fieles. En las agujas de algunas iglesias a la antigua usanza veréis ballenas de plancha de hierro puestas allí a modo de veleta, pero están tan elevadas, y además, para todos los efectos y propósitos, están tan rotuladas con «No tocar», que no se las puede examinar lo bastante de cerca como para decidir sobre su mérito.

En regiones huesudas y costilludas de la tierra, donde en la base de altos acantilados rotos hay dispersas por la llanura masas de roca en fantásticos grupos, a menudo descubriréis imágenes como formas petrificadas del leviatán parcialmente sumergidas en la hierba que en días de viento rompe contra ellas en resaca de verdes oleadas.

Luego, también, en regiones montañosas donde el viajero está continuamente rodeado por alturas en anfiteatro, desde algún feliz punto de vista, acá y allá, captareis atisbos pasajeros de perfiles de ballenas recortados a lo largo de las onduladas crestas. Pero habéis de ser perfectos cazadores de ballenas para ver esas imágenes, y no sólo eso, sino que si deseáis volver de nuevo a ver tal imagen, debéis aseguraron y tomar la exacta intersección de latitud y longitud de vuestro primer punto de vista, pues, de otro modo, tales observaciones en los montes son tan azarosas, que vuestro exacto punto de vista anterior requerirla un laborioso redescubrimiento; como las islas Soloma [Salomón], que todavía siguen siendo terra incógnita, aunque antaño las hollara el engolillado Mendaña y el viejo Figueroa las pusiera en crónica.

Y si vuestro tema os eleva en expansión, no podréis dejar de notar grandes ballenas en los cielos estrellados, y lanchas en persecución de ellas, como cuando, llenas durante mucho tiempo de pensamientos de guerra, las naciones orientales veían ejércitos trabando batalla entre las nubes. Así, en el norte, yo he perseguido al leviatán dando vueltas al Polo con las revoluciones de los puntos luminosos que primero me lo señalaron. Y bajo los refulgentes cielos antárticos, he embarcado en la nave Argos y me he unido a la persecución del Cetáceo de estrellas, más allá del último trecho del Hydrus y del Pez Volante.

Con unas anclas de fragata como mis bitas de brida y con haces de arpones como espuelas, ¡ojalá monte yo esa ballena, y salte sobre los cielos más altos, a ver si los legendarios cielos, con todas sus incontables tiendas, están realmente acampados mucho más allá de mi vista mortal!

Capítulo LVIII

BRIT

Navegando al nordeste de las Crozetts, entramos en vastas praderas de brit, la menuda sustancia amarilla de que se alimenta ampliamente la ballena propiamente dicha. Durante leguas y leguas ondeó a nuestro alrededor, de modo que parecía que navegábamos a través de ilimitados campos de trigo maduro y dorado. Al segundo día, se vieron cierto número de ballenas que, a salvo de todo ataque de un barco cazador de cachalotes como el Pequod, nadaron perezosamente con las mandíbulas abiertas por entre el brit, que adhiriéndose a las fibras franjeadas de esa admirable persiana veneciana que tienen en la boca, quedaba de ese modo separado del agua, que se escapaba por el labio.

Como segadores mañaneros que, uno junto a otro, hacen avanzar lenta y soladoramente sus guadañas por la larga hierba mojada de los prados empantanados, así nadaban esos monstruos haciendo un extraño ruido cortador de hierba, y dejando atrás interminables guadañas de azul en el mar amarillo.

Pero no era en absoluto solamente el ruido que hacían al partir el brit lo que le recordaba a uno a los segadores. Vistas desde los masteleros, especialmente cuando se detenían y quedaban un rato inmóviles, sus enormes formas negras parecían, más que otra cosa, masas de roca sin vida. Y lo mismo que en las grandes comarcas de cacerías de la India, el extranjero a veces ve a distancia, a su paso por las llanuras, elefantes tumbados sin saber que lo son, tomándolos por desnudas y ennegrecidas elevaciones del suelo, así le pasa a menudo a quien por primera vez observa esta especie de los leviatanes del mar. Y aun cuando los reconoce por fin, su inmensa magnitud hace muy difícil creer realmente que tan enormes masas de excrecencia puedan estar animadas, en todas sus partes, por la misma clase de vida que vive en un perro o un caballo.

Desde luego, en otros aspectos, es difícil considerar a cualquier criatura de las profundidades con los mismos sentimientos que a los de tierra firme. Pues aunque ciertos antiguos naturalistas han sostenido que todas las criaturas de la tierra tienen su parentela en el mar, y aunque, tomando este asunto en una amplia perspectiva general, esto podría ser verdad, sin embargo, viniendo a las especialidades, ¿dónde, por ejemplo, ofrece el océano ningún pez que corresponda en su disposición a la bondadosa sagacidad del perro? Sólo el maldito tiburón, en algún aspecto genérico, puede decirse que presenta una analogía comparable con él.

Pero aunque, para la gente de tierra en general, los habitantes nativos del mar siempre se consideran con emociones inexpresablemente repelentes y poco sociables; y aunque sabemos que el mar es una perenne terra incógnita, de modo que Colón navegó sobre innumerables mundos desconocidos para descubrir su mundo superficial de occidente; y aunque, sin comparación, los desastres más terribles y mortíferos han afectado de modo inmemorial e indiscriminado a decenas y centenas de millares de los que han atravesado las aguas; y aunque un solo momento de reflexión enseñará que por mucho que ese niñito que es el hombre presuma de su ciencia y habilidad, y por mucho que, en un futuro lisonjero, puedan aumentar esa ciencia y habilidad, sin embargo, por los siglos de los siglos, hasta el hundimiento del juicio, el mar seguirá insultándole y asesinándole, y pulverizando la fragata más solemne y rígida que pueda él hacer: a pesar de todo eso, con la continua repetición de las mismas impresiones, el hombre ha perdido la sensación de ese pleno carácter temeroso del mar, que le corresponde originariamente.

La primera embarcación de que leemos, flotó en un océano que, con venganza portuguesa, se había tragado un mundo entero sin dejar ni una viuda. Ese mismo océano se agita ahora; ese mismo océano destruyó los barcos que naufragaron el año pasado. Sí, locos mortales, el diluvio de Noé no se ha terminado todavía; aún cubre dos tercios de este hermoso mundo.

¿En qué difieren el mar y la tierra, que lo que en uno es milagro no es milagro en el otro? Terrores preternaturales cayeron sobre los hebreos cuando, a los pies de Korah y los suyos, se abrió la tierra viva y se los tragó para siempre; sin embargo, no se pone una vez el sol moderno sin que, exactamente del mismo modo, el mar vivo se trague barcos y tripulaciones. Pero el mar no sólo es tal enemigo del hombre, ajeno a él, sino que también es enemigo de su propia progenie, y, peor que el anfitrión persa que asesinaba a sus propios invitados, no perdona a las criaturas que él mismo ha engendrado. Como una tigresa salvaje que, saltando por la jungla, aplasta a sus cachorros, el mar estrella aun a las más poderosas ballenas contra las rocas, y las deja allí, al lado de los astillados restos de los barcos. No lo gobierna ninguna misericordia ni poder sino los suyos jadeando y bufando como un loco corcel de batalla que ha perdido el jinete, el océano sin amo se desborda por el mundo.

Considerad la sutileza del mar; cómo sus más temidas criaturas se deslizan bajo el agua, sin aparecer en su mayor parte, traidoramente ocultas bajo los más amables matices del azur. Considerad también la diabólica brillantez y belleza de muchas de sus tribus más encarnizadas; así, la forma elegantemente embellecida de muchas especies de tiburones. Considerad, una vez más, el canibalismo universal del mar, cuyas criaturas se devoran unas a otras, manteniendo eterna guerra desde que empezó el mundo.

Considerad todo esto, y luego volveos a esta verde, amable y docilísima tierra; consideradlos ambos, mar y tierra; y ¿no encontráis una extraña analogía con algo en vosotros mismos? Pues igual que este aterrador océano rodea la tierra verdeante, así en el alma del hombre hay una Tahití insular, llena de paz y de alegría, pero rodeada por todos los horrores de la vida medio conocida. ¡Dios te guarde! ¡No te alejes de esa isla; no puedes volver jamás!


 
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