Capítulo XCIX
EL DOBLÓN
Ya se ha
contado antes cómo Ahab solía recorrer su alcázar, dando la vuelta regularmente
en cada extremo, la bitácora y el palo mayor, pero con la multiplicidad de las
demás cosas que requerían narración, no se ha añadido que a veces, en esos
paseos, cuando más sumergido estaba en su humor, solía detenerse al dar la
vuelta en cada uno de esos dos puntos, y quedarse mirando extrañamente el
objeto particular que tenía delante. Cuando se detenía ante la bitácora, con su
mirada clavada en la aguja puntiaguda de la brújula, esa mirada se disparaba
como una jabalina con la afilada intensidad de su designio; y cuando al
continuar otra vez su paseo, se detenía de nuevo ante el palo mayor, entonces,
con esa misma mirada remachada en la moneda de oro allí clavada, conservaba el
mismo aspecto de firmeza claveteada, sólo tocada por un cierto anhelo salvaje,
aunque no esperanzado.
Pero una
mañana, al dar media vuelta ante el doblón, pareció quedar nuevamente atraído
por las extrañas figuras e inscripciones acuñadas en él, como si ahora empezara
por primera vez a interpretar de algún modo monomaníaco los significados que
pudieran albergarse en ellas. Y en todas las cosas se alberga algún significado
cierto, o de otro modo, todas las cosas valen muy poco, y el mismo mundo redondo
no es más que un signo vacío, a no ser como se hace con los cerros de junto a
Boston, para venderse por carretadas para rellenar alguna marisma en la Vía
Láctea.
Ahora, este
doblón era del más puro oro virgen, arrancado en algún sitio del corazón de
montes ubérrimos, de los que, a este y oeste, fluyen las fuentes de más de un
Pactolo. Y aunque clavado ahora entre todas las herrumbres de los pernos de
hierro y el verde gris de las chavetas de cobre, sin embargo, intocable e
inmaculado para cualquier impureza, aún conservaba su fulgor de Quito. Y,
aunque colocado entre una tripulación inexorable, y aunque a todas horas
pasaran junto a él menos inexorables, a través de las inacabables noches
envueltas en densa tiniebla, que podrían encubrir cualquier aproximación para
un hurto, sin embargo, cada amanecer encontraba el doblón donde lo había dejado
al anochecer. Pues estaba apartado y santificado para un fin aterrorizador, y
por más que se extralimitaran en sus costumbres de marinos, los tripulantes, de
modo unánime, lo reverenciaban en la fatigosa guardia de noche, preguntándose
de quién acabaría siendo, y si éste viviría para gastarlo. Ahora, esas nobles
monedas de oro de Sudamérica son como medallas del sol y muestras del trópico.
En ellas se acuñan, en lujuriante profusión, palmeras, alpacas, volcanes,
discos del sol, estrellas, eclípticas, cuernos de la abundancia y ricas
banderas ondeantes; de modo que el precioso oro parece casi obtener más valor y
realzar gloria al pasar por esas fantasiosas Casas de Moneda tan hispánicamente
poéticas.
Ocurrió por
cierto, que el doblón del Pequod era un ejemplo riquísimo de esas cosas. En su
canto redondo llevaba las letras: REPÚBLICA DEL ECUADOR: QUITO. De modo que esa
brillante moneda Procedía de un país situado en el centro del mundo, bajo el
gran ecuador, y con su nombre; y se había acuñado a media altura de los Andes,
en el inalterado clima que no conoce otoño. Rodeada por esas letras, se veía la
imagen de tres cimas andinas; de una salía una llama; una torre, de otra; de la
tercera un gallo cantando; mientras que, en arco sobre ellas, había un segmento
del zodíaco en compartimientos con todos los signos marcados con su cabalística
habitual, y el sol, como clave del arco, entrando en el punto equinoccial en
Libra.
Ante esa
ecuatorial moneda se detenía ahora Ahab, no sin ser observado por otros.
«Hay algo
siempre egoísta en cumbres de montañas y torres, y todas las demás cosas
grandiosas y altivas; mirad aquí, tres picos tan orgullosos como Lucifer. La
firme torre es
Ahab; el
volcán es Ahab; el pájaro valeroso, intrépido y victorioso, es también Ahab;
todos son Ahab, y este oro redondo no es sino la imagen del globo más redondo,
que, como el espejo de un mago, no hace otra cosa que devolver, a cada cual a
su vez, su propio yo misterioso. Grandes molestias, pequeñas ganancias para los
que piden al mundo que les explique, cuando él no puede explicarse a sí mismo.
Me parece que este sol acuñado presenta una cara rubicunda, pero ¡ved!, sí,
¡entra en el signo de las tormentas, el equinoccio, y hace sólo seis meses que
salió rodando de otro equinoccio, en Aries! ¡De tormenta en tormenta! Sea así,
pues. ¡Nacido en dolores, es justo que el hombre viva en dolores y muera en
estertores! ¡Sea así, entonces! Aquí hay materia sólida para que trabaje en
ella el dolor. Sea así, entonces.»
«No hay
dedos de hada que puedan haber apretado este oro, sino que las garras del
demonio deben haber dejado en él sus marcas desde ayer —murmuró para sí
Starbuck, recostándose en las amuradas—. El viejo parece leer la terrible
inscripción de Baltasar. Nunca me he fijado atentamente en esa moneda. Ahora
baja él; voy a leerla. Un valle oscuro entre tres poderosos picos, levantados
contra el cielo, que casi parecen la Trinidad, en algún débil símbolo terrenal.
Así, en este valle de Muerte, Dios nos ciñe alrededor; y, por encima de toda
nuestra melancolía, el sol de la justicia brillando como faro y como esperanza.
Si bajamos los ojos, el sombrío valle muestra su suelo mohoso, pero si los
levantamos, el sol sale al encuentro de nuestra mirada, a medio camino, para
animarnos. Pero, ay, el gran sol no es cosa fija, y cuando, a medianoche,
querríamos arrancarle algún dulce solaz, en vano miramos buscándole: esta
moneda me habla con juicio, con benignidad, con sinceridad, pero, sin embargo,
con tristeza. La dejaré, no sea que la Verdad me sacuda falsamente.»
«Ya está ahí
el viejo mongol —soliloquizó Stubb junto a la destilería—, le ha dado con la
varita, y ahí viene Starbuck de eso mismo, los dos con caras que yo diría que
podrían tener cerca de nueve brazas de largo. Y todo por mirar un trozo de oro,
que si lo tuviera yo ahora en Negro Hill o en Corlaer's Hook, no lo miraría
mucho tiempo antes de gastarlo. ¡Hum! En mi pobre e insignificante opinión, lo
considero esto extraño. He visto doblones otras veces en mis viajes: los
doblones de la vieja España, los doblones de Chile, los doblones de Bolivia,
los doblones de Popayán, con abundancia de moidores de oro, y pistolas, y
reales y medios reales. ¿Qué puede haber entonces en este doblón del Ecuador
que es tan matadoramente maravilloso? ¡Por Golconda! Lo voy a leer una vez.
¡Hola, hay
signos y prodigios, ciertamente! Eso, entonces, es lo que el viejo Bowditch, en
su Epítome, llama el zodíaco, y mi almanaque de abajo, igual. Buscaré el
almanaque, y, lo mismo que he oído decir que se pueden sacar diablos con la
aritmética de Daboll, probaré la mano sacando algún significado de estos
extraños garabatos de aquí, con el calendario de Massachusetts. Aquí está el libro.
Vamos a ver ahora.
Signos y
prodigios, y el sol va siempre entre ellos. Ejem, ejem, ejem; aquí están, aquí
van... todos vivos: Aries o el Carnero; Taurus o el Toro; y ¡Jimimi!; el propio
Géminis o los Gemelos. Bueno, el sol da vueltas entre ellos. Sí, aquí en la
moneda acaba de cruzar el umbral entre dos de los saloncitos, todos en anillo.
¡Libro!, aquí estás: el hecho es que los libros debéis saber cuál es vuestro
sitio. Vosotros servís para darnos las meras palabras y hechos, pero a nosotros
nos toca proporcionar los pensamientos. Ésa es mi pequeña experiencia, en
cuanto al calendario de Massachusetts, el tratado de navegación de Bowditch, y
a la aritmética de Daboll. Signos y prodigios, ¿eh? ¡Lástima si no hay nada
prodigioso en los signos, y nada significativo en los prodigios! En algún sitio
hay una clave; espera un poco; ¡chissst... escucha! ¡Por Júpiter, que ya lo
tengo! Mira, Doblón, este zodíaco que tienes aquí es la vida del hombre en un
solo capítulo redondo, y ahora lo voy a leer, tal como sale del libro. ¡Vamos,
Almanaque! Para empezar: ahí está Aries, o el Carnero, animal lujurioso, que
nos engendra; luego, Taurus, el Toro: nos embiste para empezar; luego Géminis,
los Gemelos, esto es, la Virtud y el Vicio; tratamos de alcanzar la Virtud, cuando
he aquí que viene Cáncer el Cangrejo, y nos arrastra detrás; y ahí, saliendo de
Virtud, Leo, un León rugiente, se tiende en el camino: da unos pocos mordiscos
feroces y lanza malhumorado un zarpazo; escapamos, y saludamos a Virgo, ¡la
Virgen!; es nuestro primer amor; nos casamos y creemos ser felices para
siempre, cuando, paf, sale Libra, o la Balanza: la felicidad pesada y hallada
escasa; y mientras estamos muy tristes por eso, ¡Señor, qué rápidamente
brincamos, cuando Scorpio, el Escorpión, nos pica en el trasero!; nos estamos
curando la herida, cuando ¡bang! las flechas llueven alrededor: se está
divirtiendo Sagitario, el Arquero. Mientras nos arrancamos las flechas, ¡a un
lado!, ahí viene el ariete, Capricornio, el Macho Cabrío; lleno de ímpetu, llega
precipitado, y somos lanzados de cabeza; entonces Acuarius, el Aguador, vierte
todo su diluvio y nos inunda; y para terminar, dormimos con Piscis, los Peces.
Hay ahora un sermón, escrito en el alto cielo, y el sol lo recorre todos los
años, y sin embargo sale de él vivo y animado. Alegremente, allá arriba, rueda
a través de fatiga y apuro; y así, aquí abajo, hace el alegre Stubb. ¡Ah,
alegre es la palabra para siempre! ¡Adiós, Doblón! Pero, alto; ahí viene el
pequeño "Puntal'; vamos a dar la vuelta a la destilería, entonces, y
oigamos lo que tiene que decir. Ea; está delante del oro; terminará por salir
con algo al fin. Eso, eso, ya está empezando.»
«No veo nada
aquí, sino una cosa redonda hecha de oro; y quienquiera que señale una cierta
ballena, esa cosa redonda le pertenece. Entonces ¿a qué viene todo ese mirar?
Vale dieciséis dólares, es verdad; y a dos centavos el cigarro, son novecientos
sesenta cigarros. No fumaré pipas sucias como Stubb, pero me gustan los
cigarros, y aquí hay novecientos sesenta: así que allá va Flask a la cofa a
acecharlos.»
« ¿He de
llamarlo a esto sensato o necio, entonces? Si es realmente sensato, tiene
aspecto necio; pero si realmente es necio, entonces tiene una especie de
aspecto sensato. Pero, espera, ahí viene nuestro viejo de la isla de Man; el
antiguo cochero de entierro, que es lo que debió ser antes de darse a la mar.
Ahora orza ante el doblón; anda y da la vuelta al otro lado del mástil; bueno,
en ese lado hay una herradura clavada; y ya vuelve: ¿qué significa eso? ¡Atención!
Está murmurando: una voz como un viejo molinillo de café estropeado. ¡Aguza las
orejas y escucha!»
«Si se
descubre la ballena blanca, debe ser en tal mes y tal día que el sol se
encuentre en algunos de estos signos. He estudiado los signos, y conozco sus
marcas: me los enseñó, hace cuarenta años, la vieja bruja de Copenhague. Ahora
¿en qué signo estará entonces el sol? En el signo de la herradura, pues ahí
está, enfrente mismo del oro. ¿Y cuál es el signo de la herradura? El león es
el signo de la herradura: el león rugiente y devorador. ¡Barco, viejo barco! Mi
vieja cabeza tiembla de pensar en ti.»
«Aquí hay
ahora otra versión, pero sigue siendo un mismo texto. Ya veis, toda clase de
hombres en una sola especie de mundo. ¡Apartarse otra vez! Ahí viene
Queequeg..., todo tatuaje..., parece él mismo los signos del zodíaco. ¿Qué dice
el caníbal? Como que estoy vivo, que compara notas; mira su hueso del muslo;
piensa que el sol está en el muslo, o en la pantorrilla, o en las tripas,
supongo, igual que las viejas de la aldea hablan de la astronomía del cirujano.
Y, por Júpiter, que ha encontrado algo en la cercanía de ese muslo: supongo que
es Sagitario, o el Arquero. No; él no entiende nada de ese doblón: lo toma por
un viejo botón de unos pantalones de rey. Pero ¡otra vez a un lado!; ahí viene
ese diablo fantasmal, Fedallah; con la cola enrollada para que no se le vea,
como de costumbre, y con estopa en las punteras de las botas, como de
costumbre. ¿Qué dice, con ese aspecto suyo? Ah, sólo hace un signo al signo y
se inclina: hay un sol en la moneda: adorador del fuego, podéis estar seguros.
¡Oh, más y más! Por ahí viene Pip... ¡pobre muchacho! Ojalá hubiera muerto él,
o yo; me da casi horror verle. Él también ha observado a todos estos
intérpretes, incluido yo mismo... y mira ahora: viene a leer, con esa cara de
idiota sobrenatural. Otra vez a un lado, y oigamos qué dice. ¡Atención!»
«Yo miro, tú
miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»
«¡Por mi
vida, si ha estudiado la Gramática de Murray! ¡Mejorando su espíritu, pobre
muchacho! Pero veamos qué dice ahora... ¡chist!»
«Yo miro, tú
miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»
«Vaya, lo
está aprendiendo de memoria; chissst, otra vez.»
«Yo miro, tú
miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»
«Bueno, es
divertido.»
«Y yo, y tú,
y él, y nosotros, vosotros y ellos, somos todos murciélagos, y yo soy un
cuervo, sobre todo cuando me subo encima de ese pino. ¡Co, co, co, co, co, co!
¿No soy un cuervo? ¿Y dónde está el espantacuervos? Ahí está: dos huesos
metidos en unos pantalones viejos, otros dos encajados en las mangas de una
chaqueta vieja.»
« ¿Si se
referirá a mí? ¡Un cumplimiento! ¡Pobre muchacho! Podría irme a ahorcar. De
todos modos, por ahora, dejaré la proximidad de Pip. Puedo aguantar a los
demás, porque tienen la cabeza en su sitio, pero éste es demasiado loco y
chistoso para mi cordura. Así, así; le dejo mascullando.»
«Ahí está el
ombligo del barco, este doblón, y ahí están todos inflamados por
desatornillarlo. Pero, desatornillaos el ombligo, y ¿cuál es la consecuencia?
Pero, por otro lado, si sigue ahí, eso es feo, también, pues cuando se clava
algo al mástil es signo de que las cosas se ponen desesperadas. ¡Ja, ja, viejo
Ahab!, la ballena blanca: ¡ella os clavará! Ése es un pino. Mi padre, en el
viejo condado de Tolland, cortó una vez un pino, y encontró un anillo de plata
que le había crecido, el anillo de boda de algún viejo negro. ¿Cómo había
llegado allí? Y eso dirán en la resurrección, cuando lleguen a pescar este
viejo mástil, y encuentren un doblón metido en él, con ostras incrustadas en
vez de la corteza áspera. ¡Ah, el oro, el precioso, precioso oro! El avaro
verde pronto te atesorará. ¡Chist, chist! Dios va por los mundos buscando
zarzamoras. ¡Cocinero! ¡Eh, cocinero! ¡Ven a guisarnos! ¡Jenny! ¡Eh, eh, eh,
eh, Jenny! ¡Ven a hacernos nuestra torta de maíz!»
Capítulo C
PIERNA Y BRAZO. EL PEQUOD, DE NANTUCKET, ENCUENTRA AL SAMUEL ENDERBY, DE LONDRES
« ¡Ah del
barco! ¿Habéis visto a la ballena blanca?» Así gritó Ahab, saludando una vez
más a un barco que pasaba a popa, con pabellón inglés. Con el altavoz en la
boca, el viejo estaba en su lancha izada, con la pierna de marfil claramente
visible para el capitán recién llegado, que estaba descuidadamente reclinado en
la proa de su propia lancha. Era un hombre de curtida piel oscura, corpulento,
de buen humor y buen aspecto, de unos sesenta años, vestido con un espacioso
gabán que colgaba a su alrededor en festones de azul paño de marina; y una
manga vacía de ese chaquetón flotaba detrás de él como el brazo bordado de un
dolmán de húsar.
—¿Ha visto a
la ballena blanca?
—¿Ve esto?
—y sacándolo de los pliegues que lo ocultaban, levantó un brazo blanco de hueso
de cachalote, que acababa en una cabeza de madera como un mazo.
—¡Hombres a
mi lancha! —gritó Ahab, con ímpetu, y golpeando los remos que tenía a su lado—:
¡Preparados para arriar!
En menos de
un minuto, sin abandonar su pequeña embarcación, él y sus remeros bajaron al
mar y pronto estuvieron junto al costado del recién llegado. Pero allí se
presentó una curiosa dificultad. En la excitación del momento, Ahab había
olvidado que, desde que perdió la pierna, jamás había subido a bordo de otro
barco que no fuera el suyo, y en este caso era siempre mediante un artefacto
mecánico muy ingenioso y hábil, peculiar del Pequod un objeto que no podía ser
armado y embarcado en otro barco con pocos momentos de anticipación. Ahora, no
es cosa muy fácil para nadie —excepto los que están acostumbrados a ello a
todas horas, como los balleneros— trepar por el costado de un barco desde una
lancha en alta mar, pues las grandes olas unas veces elevan la lancha hasta lo
alto de las amuradas y luego, en un momento, la dejan caer a mitad de camino de
la sobrequilla. Así, privado de una pierna, y como el barco forastero, desde
luego, carecía en absoluto de la benévola invención, Ahab se encontró ahora
reducido otra vez, de modo abyecto, a ser un torpe hombre de tierra adentro,
observando con desesperanza la incierta altura cambiante que difícilmente
podría alcanzar.
Se ha
sugerido antes, quizá, que cualquier pequeña circunstancia contraria que le
ocurriera, y que indirectamente procediera de su lamentable desgracia, casi
siempre irritaba o desesperaba a Ahab. Y en el caso presente, todo se aumentó
al ver a dos oficiales del barco recién llegado, asomados a la borda, y la
escala de gato de flechaste claveteados, y, balanceándose hacia él, un par de
guardamancebos decorados con mucho gusto, pues al principio no parecieron
considerar que un hombre con una sola pierna debía estar demasiado mutilado
para usar sus barandas marinas. Pero esta perplejidad sólo duró un momento,
porque el capitán recién llegado, observando de una ojeada cómo estaban las
cosas, exclamó:
—¡Ya veo, ya
veo! ¡Dejad de echar nada! ¡Pronto, muchachos; fuera el aparejo de
descuartizar!
Como si lo
hubiera hecho la buena suerte, habían tenido una ballena al costado un día o
dos antes, y los aparejos grandes estaban todavía arriba, y el macizo y curvado
gancho de la grasa, ahora limpio y seco, todavía estaba amarrado al extremo.
Éste se hizo bajar rápidamente hasta Ahab, que, comprendiéndolo enseguida,
deslizó su solitario muslo en la curva del gancho (era como sentarse en la uña
de un ancla, o en la horquilla de un manzano), y, entonces, dando la señal, se
agarró fuerte, y al mismo tiempo ayudó a izar su propio peso tirando, una mano
tras otra, de uno de los cabos móviles del aparejo. Pronto le balancearon
cuidadosamente dentro de las altas batayolas, y se posó suavemente en el
sombrero del cabrestante. Con su brazo de marfil cordialmente extendido en
bienvenida, el otro capitan avanzó, y Ahab, adelantando su pierna de marfil y
cruzándola con el brazo de marfil (como dos hojas de pez espada) exclamó, en su
tono de morsa:
—¡Sí, sí,
amigo! ¡Vamos a chocar los huesos! ¡Un brazo y una pierna! Un brazo que nunca
se puede encoger, ya se ve; y una pierna que nunca puede correr. ¿Dónde ha
visto la ballena blanca? ¿Cuánto tiempo hace?
—La ballena
blanca —dijo el inglés, señalando con su brazo de marfil al este, y lanzando
una mirada contrita a lo largo de él, como si hubiera sido un telescopio—: Allí
la vi, en el ecuador, la temporada pasada.
—¿Y fue la
que le arrancó este brazo, no? — preguntó Ahab, deslizándose ahora del
cabrestante, apoyado, al hacerlo, en el hombro del inglés.
—Sí, al
menos, fue la causa de ello; ¿y esa pierna, también?
—Cuénteme la
historia —dijo Ahab—: ¿cómo fue?
—Era la
primera vez en mi vida que navegaba por el ecuador —empezó el inglés—. Entonces
no sabía nada de la ballena blanca. Bueno, un día arriamos las lanchas por una
manada de cuatro o cinco ballenas, y mi lancha hizo presa en una de ellas: un
verdadero caballo de circo era, también, que empezó a dar vueltas y vueltas de
tal modo que mis hombres sólo pudieron mantener el equilibrio plantando las
popas en la borda. Al fin, salió del fondo del mar una enorme ballena saltando,
con cabeza y joroba blancas como la leche, todas arrugas y patas de gallo.
—¡Era ésa,
era ésa! —gritó Ahab, dejando escapar de repente el aliento contenido.
—Y con arpones
clavados cerca de su aleta de estribor.
—Sí, sí...
eran míos..., mis hierros —gritó Ahab, exultante—: pero ¡adelante!
—Déme una
ocasión, entonces —dijo el inglés, de buen humor—. Bueno, ese viejo bisabuelo
de cabeza y joroba blancas, se metió corriendo, todo espuma, en la manada, y
empezó a dar mordiscos furiosos a la estacha del arpón.
—¡Sí, ya
entiendo! Quería partirla; liberar el pez sujeto... Un viejo truco..., le
conozco.
—Cómo fue
exactamente —continuó el capitán manco, no lo sé, pero al morder la estacha, se
le enredaron los dientes y se quedó atrapado no sé cómo; pero entonces no lo
sabíamos, así que cuando luego remamos para recuperar estacha, ¡paf!, fuimos a
posarnos en su joroba, en vez de en la joroba del otro pez que salió a
barlovento, agitando la cola. Viendo cómo estaba la cosa, y qué ballena más
grande y noble era —la más noble y grande que he visto en mi vida, capitán—,
decidí capturarla, a pesar de que parecía tener una cólera hirviente. Y
pensando que aquella estacha azarosa podía soltarse, o que podría arrancar el
diente que se había enredado (pues tengo una tripulación diabólica para tirar
de una estacha), viendo todo eso, digo, salté a la lancha de mi primer oficial,
el señor Mountopp, aquí presente (por cierto, capitán..., el señor Mountopp;
Mountopp, el capitán); como iba diciendo, salté a la lancha de Mountopp, que,
ya ve, estaba borda con borda con la mía, entonces: y agarrando el primer
arpón, se lo tire a ese viejo bisabuelo. Pero, dios mío, vea, capitan; por
todos los demonios, hombre; un momento después, de repente, me quedé ciego como
un murciélago... de los dos ojos..., todo en niebla y medio muerto de espuma
negra... con la cola de la ballena levantándose derecha, vertical en el aire,
como un campanario de mármol. No servía entonces echar atrás; pero como yo iba
a tientas a mediodía, con un sol cegador, todo diamantes; mientras iba a
tientas, como digo, buscando el segundo arpón para tirárselo por la borda, cae
la cola como una torre de Lima, cortando en dos mi lancha, y dejando las dos
mitades en astillas; y con las aletas por delante, la joroba blanca retrocedió
por el desastre, como si todo fuera trozos. Todos salimos disparados. Para
escapar a sus terribles azotes me agarré al palo de mi arpón, que llevaba
clavado, y por un momento me sujeté a él como un pez que mama. Pero una ola,
golpeándome, me separó, y en el mismo instante, el bicho, lanzando un buen
arranque hacia delante, se zambulló como un pez, y el filo de ese segundo arpón
maldito, remolcado junto a mí, me alcanzó por aquí (se apretó con la mano por
debajo mismo del hombro), sí, me alcanzó por aquí, digo, y me bajó a las llamas
del infierno, según creí: cuando en esto, de repente, gracias a Dios, el filo
se abrió paso a través de la carne... a todo lo largo del brazo..., salió cerca
de la muñeca, y yo volví a flote... y ese caballero les contará el resto (por
cierto, capitán..., el doctor Bunger, médico del barco; Bunger, muchacho..., el
capitán). Ahora, Bunger, chico, cuenta tu parte de la historia. El profesional
señalado con esa familiaridad había estado todo el tiempo al lado de ellos sin
nada específicamente visible que denotara su rango de caballero a bordo. Tenía
una cara enormemente redonda, pero sobria; iba vestido con una blusa o camisa
de desteñida lana azul, y pantalones remendados, y hasta entonces había
distribuido su atención entre un pasador que tenía en una mano y una caja de
píldoras que tenía en la otra, lanzando de vez en cuando una mirada crítica a
los miembros de marfil de los dos capitanes mutilados. Pero al presentarle su
superior a Ahab, se inclinó cortésmente, y pasó inmediatamente a cumplir la
petición de su capitán.
—Era una
herida terriblemente mala — empezó el médico ballenero— y, siguiendo mi
consejo, el capitán Boomer, aquí presente, dirigió a nuestro viejo Sammy...
—Samuel
Enderby es el nombre de mi barco —interrumpió el capitán manco, dirigiéndose a
Ahab—: Sigue, muchacho.
—Dirigió a
nuestro viejo Sammy al norte, para salir del abrasador tiempo caliente del
ecuador. Pero no sirvió... e hice todo lo que pude, le velé por la noche; fui
muy severo con él en cuestión de dieta...
—¡Ah, muy
severo! —repitió el paciente; y luego, cambiando de pronto la voz—: Bebía
conmigo todas las noches toddies de ron hasta que no veía para ponerme las vendas;
y me mandaba a la cama, medio borracho, a las tres de la mañana. ¡Ah,
estrellas! Me veló, desde luego, y fue muy severo en mi dieta. ¡Ah, un gran
velador, y muy severo dietéticamente, este doctor Bunger! (Bunger, pícaro,
¡échalo a risa! ¿Por qué no? Ya sabes que eres un alegre sinvergüenza.) Pero
sigue adelante, muchacho; prefiero que me mates tú a que me conserve vivo otro.
—Mi capitán,
como ya debe haberse dado cuenta, mi respetado señor —dijo Bunger, con
imperturbable solemnidad, inclinándose levemente hacia Ahab—, es propenso a la
broma algunas veces; no cuenta muchas cosas divertidas de ese tipo. Pero bien
podría decir... en passant, como observan los franceses..., que yo..., es
decir, Jack Bunger, antes del reverendo clero..., soy un hombre totalmente
abstemio; nunca bebo...
—¡Agua!
—gritó el capitán—: nunca la bebe; es una especie de ataque; el agua dulce le
produce hidrofobia; pero sigue... con la historia del brazo.
—Sí, sería
lo mejor —dijo el médico, fríamente—. Iba a observar, señor, antes de la jocosa
interrupción del capitán Boomer, que, a pesar de mis mejores y más severos
esfuerzos, la herida se fue poniendo cada vez peor; la verdad fue, señor, que
era una herida abierta tan fea como haya visto nunca un cirujano; de más de dos
pies y varias pulgadas de larga. La medí con la sonda. En resumen, se puso
negra; yo sabía qué era lo que amenazaba, y allá que fue. Pero yo no he
intervenido en armar ese brazo de marfil: esa cosa va contra todas las reglas
—señalándola con el pasador—; es obra del capitán, no mía; ordenó al carpintero
que la hiciera; hizo que le pusieran en el extremo ese mazo para romperle los
sesos a alguien con él, supongo, como ha intentado hacer con los míos una vez.
De vez en cuando le entran cóleras diabólicas. ¿Ve usted esta mella, señor? —y
se quitó el sombrero, y echando a un lado el pelo, dejó ver una cavidad como un
recipiente, pero que no tenía la más leve huella de cicatriz ni señal ninguna
de haber sido jamás una herida—: Bueno, el capitán, aquí presente, le dirá cómo
ha llegado ahí esto: él lo sabe.
—No, no lo
sé —dijo el capitán—, pero su madre lo sabía: nació con eso. Ah, grandísimo
pícaro, tú..., ¡tú, Bunger! ¿Ha habido otro Bunger semejante en el mundo de las
aguas? Bunger, cuando te mueras, deberías morirte en vinagreta, sinvergüenza;
deberían conservarte para épocas futuras, bribón.
—¿Qué pasó
con la ballena blanca? — exclamó entonces Ahab, que hasta entonces había
escuchado con impaciencia la conversación marginal entre los dos ingleses.
—¡Ah!
—exclamó el capitán manco—, ¡ah, sí! Bueno; después de sumergirse, no la vimos
durante algún tiempo; en realidad, como he indicado antes, yo no sabía entonces
qué ballena era la que me había jugado tal pasada, hasta algún tiempo después,
cuando, al volver al Ecuador, oímos hablar de Moby Dick, como la llaman
algunos, entonces supe que era ella.
—¿Volvió a
cruzar su estela otra vez?
—Dos veces.
—Pero ¿no
pudo hacer presa en ella?
—No quería
probar; ¿no basta con un brazo? ¿Qué haría yo sin el otro? Y me parece que
Moby Dick no
muerde tanto como engulle.
—Bueno,
entonces —interrumpió Bunger— , déle el brazo como cebo para sacar el derecho.
¿Ya saben ustedes, caballeros —inclinándose ante cada uno de los capitanes, de
modo grave y matemático—, ya saben ustedes, caballeros, que los órganos
digestivos de la ballena están tan inescrutablemente construidos por la Divina
Providencia, que le resulta por completo imposible digerir del todo incluso un
brazo de hombre? Y ella lo sabe también. Así que lo que toman por malicia de la
ballena blanca es sólo su torpeza. Pues nunca pretende tragarse un solo
miembro; sólo piensa aterrorizar con fintas. Pero a veces es como el viejo
ilusionista, antiguo paciente mío en Ceilán, que haciendo como si se tragara
navajas, una vez se dejó caer dentro una en serio, y allí se quedó un año o
más, hasta que le di un vomitivo y entonces la echó fuera en tachuelas. No
había modo de que pudiera digerir esa navaja e incorporarla del todo a su
sistema corporal en conjunto. Sí, capitán Boomer, si es usted bastante rápido,
y tiene idea de empeñar un brazo para obtener el privilegio de dar decente
sepultura al otro, bien, en ese caso, el brazo es suyo; solamente, no tarde en
dar a la ballena otra posibilidad de encontrarle; eso es todo.
—No, gracias,
Bunger —dijo el capitán inglés—, que se quede en buena hora con el brazo que
tiene, ya que no lo puedo remediar, y no lo sabía entonces; pero no con otro.
Para mí, basta de ballenas blancas; he embarcado en la lancha una vez en su
busca, y ya estoy satisfecho. Habría mucha gloria en matarla, ya lo sé, y lleva
dentro todo un barco de precioso aceite de esperma, pero, escucha, mejor es
dejarla sola; ¿no cree, capitán? —lanzando una mirada a la pierna de marfil.
—Sí, es
mejor. Pero, con todo eso, aún será perseguida. Lo que es mejor dejar solo, esa
cosa maldita, no es lo que menos incita. ¡Es todo un imán! ¿Cuánto tiempo hace
que la vio por última vez? ¿Con qué rumbo iba?
—¡Bendita
sea mi alma, y maldita la del enemigo malo! —gritó Bunger, andando encorvado
alrededor de Ahab, y olfateando extrañamente, como un perro—: ¡La sangre de
este hombre... traed el termómetro... está en el punto de ebullición!.. Su
pulso hace latir estas tablas... ¡Capitán!
Y sacando
una lanceta del bolsillo, se acercó al brazo de Ahab.
—¡Alto!
—rugió Ahab, lanzándole contra las batayolas—. ¡A la lancha! ¿Por qué rumbo
iba?
—¡Dios mío!
—gritó el capitán inglés a quien se hacía la pregunta—. ¿Qué pasa? Iba rumbo al
este, creo. ¿Está loco vuestro capitán?—dijo en un susurro a Fedallah.
Pero
Fedallah, poniéndose un dedo en los labios, se deslizó sobre las batayolas para
tomar el remo de gobernalle de la lancha, y Ahab, haciendo balancearse hacia él
el aparejo de descuartizar, ordenó a los marineros del barco que se prepararan
a bajarle.
Un momento
después, estaba de pie en la popa de la lancha, y los de Manila saltaban a los
remos. En vano le llamó el capitán inglés. Dando la espalda al buque
extranjero, y con la cara, como de pedernal, hacia el suyo, Ahab siguió erguido
hasta llegar al costado del Pequod.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap CI, CII y CIII - Herman Melville"
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