El segundo de los tres Espíritus
Un estruendoso ronquido lo despertó y, sentándose en la
cama para coordinar sus ideas, Scrooge no necesitó de aviso alguno para
comprender que estaba por sonar la Una. Tenía la sensación de haberse
despertado en el momento preciso para una conferencia con el segundo mensajero
que la intervención de Marley le enviaba. Sintió de antemano escalofríos al
pensar por cuál de las cortinas de su lecho haría su aparición el nuevo
espectro y las descorrió todas por su propia mano, acostándose de nuevo
dispuesto a estar alerta para no verse sorprendido.
Es un hecho indudable que hombre prevenido vale por dos,
y Scrooge, de dar fe al refrán, valía por dos mil. Decidido a no dejarse
impresionar por la próxima aparición, estaba tan alerta que se sentía capaz de
afrontarlo todo, desde la vista de un niño de pecho a la de un rinoceronte
enfurecido.
Pero, para lo que no estaba preparado, precisamente por
estarlo tanto, era a que no pasara nada, por lo que, al dar la campana la Una y
no presentarse Espíritu alguno, lo asaltó un violento temblor nervioso. Pasaron
cinco, diez, quince minutos y... nada. Continuaba tendido en la cama, bañado
por una luz rojiza que empezó a rutilar sobre él al dar la campanada y que, por
ser tan sólo una luz, se le antojó más alarmante que un escuadrón de fantasmas,
tanto por no saber lo que significaba o lo que podría traer apareado, cuanto
por la posibilidad de ser una indicación de haberse convertido en un
interesante caso de combustión espontánea sin tener ni el consuelo de saberlo.
Por último, acabó por pensar lo que hubiera pensado
cualquier otro que no se hallase en similar situación, porque siempre ocurre lo
mismo, es decir que quien no se encuentra en el aprieto es quien sabe lo que
hay que hacer y lo hace sin vacilar. Acabó por pensar, repito, que posiblemente
el origen y secreto de la tal luz se hallaba en el aposento inmediato, de
donde, a juzgar por sus destellos, parecía irradiar. Para verificarlo, saltó de
la cama yendo en zapatillas hacia la puerta.
Apenas había puesto la mano en el picaporte, cuando una
voz desconocida, llamándolo por su nombre, lo invitó a entrar. Scrooge
obedeció.
Era su propia habitación, aunque prodigiosamente
transformada. No cabía duda alguna. Sus paredes y techo estaban cubiertos de
follaje, dándolo aspecto de emparrado. Las hojas de hiedra y muérdago
reflejaban la luz como otros tantos espejos y en la chimenea ardía un fuego de
magnitud desconocida en tiempos de Scrooge o de Marley. Formando una especie de
trono en el suelo, se veía gran cantidad de comestibles, pavos, patos, caza de
todas clases, salchichas, pasteles de carne, barriles de ostras, castañas,
naranjas, peras y manzanas, todo ello rodeado de humeantes tazones y ponche,
cuyo aroma embalsamaba el aposento. Solemnemente arrellanado en el sitial un
gigantón de jovial aspecto y rubicundo rostro, sostenía a modo de cetro una
antorcha cuya forma recordaba la del famoso Cuerno de la Abundancia y cuyo
resplandor iluminó de nuevo a Scrooge al aparecer por la puerta entreabierta.
-¡Adelante! - exclamó el fantasma -.¡Entra y aprende a
conocerme!
Scrooge obedeció tímidamente acercándose cabizbajo al
Espíritu. Ya no era el scrooge de otros tiempos, había perdido su aplomo y
aunque la mirada del gigante era afable y benévola; esquivaba en lo posible
sostenerla.
-¡Soy el Espíritu de la Navidad Actual! -dijo -. ¡Mírame!
Con todo respeto, Scrooge lo miró.
Cubría su cuerpo una sencilla túnica o manto ribeteado de
piel blanca dejando al descubierto el amplio pecho como si desdeñase
resguardarlo u ocultarlo con ningún artificio.
Sus pies aparecían descalzos bajo el bode de la vestidura
y una corona de laurel de la que pendían estalactitas de hielo ceñía su frente.
Su cabello, largo y rizado, caía libremente sobre los
hombros y todo en él: voz, actitud, desenvoltura, era grato y placentero a la
vista. Llevaba al cinto una vetusta vaina, corroída por el tiempo y la
herrumbre, sin la espada correspondiente.
-¡Apuesto a que jamás viste nada semejante a mí! -
exclamó es Espíritú.
-¡Jamás!- asintió Scrooge.
-¿No conociste nunca a los miembros más jóvenes de mi
familia, es decir (porque yo soy muy joven) a mis hermanos mayores, nacidos en
estos últimos años?
-Me parece que no - dijo Scrooge -. ¿Son muchos hermanos,
Espíritu?
-Más de mil ochocientos.
-¡Pobre del que ha de mantener a tal familia! - murmuró
Scrooge.
El Espíritu de la Navidad Actual se puso de pie.
-¡Espíritu! - exclamó Scrooge resignadamente -. Llévame
donde quieras. Anoche, contra mi voluntad, presencié escenas de las que aprendí
una lección que da hoy sus resultados. Si algo tienes que enseñarme, haz que
pueda aprovecharlo.
-Toca mi túnica.
Scrooge se asió a ella con fuerza. Muérdago, bayas,
hiedra, pavos, patos, salchichas y pasteles, todo desapareció como igualmente
la habitación y su chimenea, el resplandor rojizo y la noche. Era de día, una
mañana de Navidad y se hallaba en las calles de la villa. La inclemencia del
tiempo obligaba a los habitantes a limpiar de nieve las aceras y los tejados de
sus casas, con evidente alborozo de los pequeños que acogían con grandes
carcajadas y palmoteos los trozos de hielo que como pequeñas avalanchas se
desprendían estruendosamente de los aleros.
Por contraste con la blancura de las calles, las fachadas
de las casas parecían más oscuras. En el arroyo coches y carros habían trazado
profundos surcos en la blanca alfombra que lo cubría, surcos que se cruzaban y
entrecruzaban mil veces formando como canales por los que corría un agua helada
y amarillenta. El cielo estaba encapotado y en las callejuelas más angostas la
niebla se mantenía aún llevando en su seno partículas de hollín, como si todas
las chimeneas de Inglaterra se hubiesen puesto de acuerdo para humear a la vez.
Ni el clima ni la ciudad tenían nada de placentero, y sin embargo reinaba un
ambiente de alegría que acaso no habría podido causar el sol más radiante.
Los ocupados en la tarea de limpiar la nieve se
consolaban de lo tedioso de la operación, gritándose mutuamente, cambiando
bromas, bombardeándose con bolas de nieve y celebrando los blancos con grandes
carcajadas. Los negocios de venta de aves estaban entreabiertos y las fruterías
radiantes de esplendor. En sus puertas se pavoneaban grandes barriles de
castañas, orondos como torsos de alegres comilones. En los escaparates, las
cebollas lucían su jugosa redondez, resaltando sus tonos rojizos sobre el fondo
verde de la hiedra que las decoraba. Manzanas y peras formaban apetitosas
pirámides y grandes racimos de una colgaban artísticamente de sus ganchos
haciendo agua la boca gratis a los mirones. Avellanas y nueces destacaban su
nota sombría por entre las naranjas y limones que festoneaban una gran pecera
llena de peces multicolores que parecían darse cuenta de que algo
extraordinario estaba a punto de ocurrirles.
¡Los almacenes! ¡Oh, los almacenes! Con sus puertas
entornadas aún, pero dejando entrever el maravilloso contenido de sus recintos.
No eran solamente las balanzas, cuyos platillos batían alegre tocata sobre el
mármol del mostrador, ni los ovillos de piolín desenrollándose con pasmosa
rapidez para ceñir en estrecho abrazo las provisiones adquiridas, ni las latas
de conserva yendo de acá para allá como en un hábil juego de prestidigitación,
ni los aromas del té y del café, tan gratos al olfato; no eran las almendras de
blancura marfilina ni los canutos de vainilla ni las frutas confitadas o
escarchadas, tan bañadas de azúcar que hasta el más indiferente acababa por
sentirse goloso...
Todo lo citado, con ser exquisito y deleitable, no era
por sí solo la causa de que los parroquianos se atropellasen, empujándose,
entrechocando sus cestos de mimbre, olvidando sus compras sobre el mostrador,
apareciendo embargados por singular alegría, ni de que el almacenero y sus
dependientes, con un buen humor ajeno a su negocio, se afanasen por servirlos a
todos, por contentar a cada uno y por atender a cien sitios a la vez. La causa
principal era el ambiente festivo, la promesa de la Navidad cercana, el
espíritu de fraternidad y de amor que hacía que todo el mundo llevase el
corazón en la mano y la sonrisa en los labios.
Pronto, las campanas llamaron a los fieles y por calles y
callejas allá fueron todos en tropel; devotos vestidos con sus mejores galas y
luciendo sus más preciadas joyas, mientras que, como obedeciendo a una señal
simultánea, surgían sirvientes y amas de casa portadoras del clásico pavo, cuyo
asado se confiaba por tradicional costumbre a los panaderos.
El espectáculo pareció interesar sobremanera al Espíritu,
quien, acompañado de Scrooge, se sentó a la puerta de una de las panaderías y
levantando al pasar los lienzos o las tapaderas que cubrían las aves, las roció
con el líquido de incienso de su antorcha de efecto verdaderamente mágico,
porque en alguna ocasión en que la prisa motivó palabras violentas entre
quienes se afanaban por ser los primeros, unas cuantas gotas de aquel rocío bastaron
para restablecer el buen humor, haciéndoles exclamar que era vergonzoso
discutir en Navidad. ¡Tenían razón, Señor, tenían razón!
Cesaron las campanas y los panaderos cerraron sus
puertas, quedando solamente en las calles un tufillo revelador del progreso de
todos aquellos asados, hasta hacer humear los pavimentos de los hornos como si
ellos también formasen parte de la fiesta.
-¿Tiene algún aroma especial ese líquido con el que
rocías? - preguntó Scrooge.
-En efecto. El mío propio.
-¿Y armoniza por igual con cualquier clase de guiso en
este día?
-Va bien con todos, pero mejor con el de los pobres.
-¿Por qué?
-Porque son los que más necesitados están de él.
-Espíritu - dijo Scrooge tras un momento de reflexión -,
no puede menos de extrañarme que tú entre todos los seres de este mundo, tú
puedas desear ser coto a la oportunidad que esas pobres gentes tienen de
disfrutar.
-¡Oh! - exclamó el Espíritu.
-Sí, tú, porque quisieras privarlos de los medios de
poder tratarse bien una vez cada siete días, realmente en el único en el que
puede decirse con verdad que comen - dijo Scrooge -, ¿no es así?
-¡Yo! - replicó el Espíritu.
-Sí, tú, ¿no pretendes que todo debe cerrarse en ese
séptimo día? - insistió Scrooge -, ¿no viene a ser pues lo mismo?
-¿Yo lo pretendo?- contestó asombrado el Espíritu.
-Perdóname si estoy equivocado, pero al menos en tu
nombre se hace o en el de tu familia.
-Es que en este mundo vuestro - explicó el Espíritu -
abundan quienes pretenden conocernos y quienes abusan de nuestro nombre, para llevar
a cabo en él sus míseras obras, hijas de sus pasiones, de su orgullo, de su
egoísmo; seres que nos son tan ajenos como si no tuvieran existencia. Recuerda
esto y en consecuencia atribuye la responsabilidad de sus actos no a nosotros,
sino a ellos.
Así lo prometió Scrooge y prosiguieron, siempre
invisible, hacia los suburbios de la ciudad. Scrooge observó que una de las
propiedades del Espíritu era la de poder adaptar su gigantesca estatura a las
necesidades del momento y acomodarse con igual facilidad a su aposento de baja
techumbre que a un salón de elevadísimas proporciones.
Acaso esta virtud o quizá los impulsos de su naturaleza
generosa y benévola, lo movieron a conducir a Scrooge al domicilio de su
empleado.
Fueron pues allá y en el umbral de la puerta el Espíritu
se detuvo sonriendo para bendecir la morada con una aspersión de su antorcha.
¡Tal y como lo digo! ¡La morada de Bob Cratchit, el infeliz escribiente que
percibía quince chelines semanales por su trabajo, bendecida por el Espíritu de
la Navidad Actual!
La esposa de Crtchit, ataviada con una falda a la que
sólo faltaba ya poner de canto porque la había usado por todas sus caras, pero
engalanada con cintas y con lazos que si no visten es innegable que adornan y
alegran la vista, ponía la mesa asistida por Belinda Cratchit, la segunda de
sus hijas, igualmente paqueta, mientras Peter Cratchit vigilaba, armando de un
tenedor, la cocción de una cazuela de patatas, ufano y orgulloso de la forma en
que su padre le había permitido celebrar el día, cediéndole para su uso uno de
sus cuellos almidonados que llevaba puesto y cuyas puntas se veía obligado a
tener en la boca para que no le sacasen un ojo. Dos diminutos Cratchit entraron
alborozados anunciando a gritos que, al pasar frente al panadero, habían
reconocido su pavo por el olor y, relamíendose de antemano pensando en las
cosas que a tan noble animal acompañarían en forma de relleno y adjuntos;
bailaban en torno de la mesa, elogiando el elegantísimo aspecto de su hermano
Peter, quien, satisfecho aunque no envanecido por su dignidad, avivaba la
lumbre soplando a través del cuello hasta que las patatas, repiqueteando contra
la tapa de la cazuela, anunciaron su disposición a dejarse pelar.
-¿Dónde se habrá metido vuestro precioso padre? - exclamó
la señora Cratchit -, ¿y vuestro hermano Tiny Tim? ¿Y Marta?
-¡Aquí está Marta, madre! - replicó una joven entrando al
momento.
-¡Aquí está Marta, madre! - repitieron los dos jóvenes
Cratchit -. ¡Viva! Marta, no puedes figurarte, ¡qué pavo!...
-¡Dios te bendiga, hija mía! ¡Qué tarde vienes! - exclamó
la señora Cratchit besándola lo menos doce veces y ayudándola a despojarse del
chal y la capota.
-Es porque anoche tuvimos mucho trabajo extra y hoy fue
preciso repartirlo, madre - explicó Marta.
-Lo esencial es que ya estás aquí. Siéntate junto al
fuego y entra en calor, querida mía.
-¡No! ¡No! ¡Viene padre! - anunciaron los dos Cratchit
que estaban en cien sitios a la vez -.¡Escóndete, Marta escóndete!
Marta se escondió y entró Bob, el padre, con tres palmos
a lo menos de bufanda (sin contar los flecos) colgándole por delante,
cepilladas las ropas en honor a la ocasión, hasta sacarles brillo, y Tiny Tim
sentado en su hombro. ¡Pobre Tiny Tim! Usaba muletas y tenía las piernitas
sostenidas por unos aparatos de hierro.
-¿Dónde está nuestra Marta? - preguntó Bob Cratchit
mirando a su alrededor.
-No viene - dijo la señora Cratchit.
-¡No viene!- repitió Bob con súbito desencanto. Había
servido de caballo a Tim durante la jornada haciendo al galope todo el
recorrido -. ¡No viene en el día de Navidad!
Marta no pudo soportar el ver su desilusión, aun sabiendo
que era una broma, y salió antes de tiempo de su escondite, echándose en sus
brazos, en tanto que los dos jóvenes Cratchit se apoderaban de Tiny Tim
llevándolo a la cocina para que oyese cómo borboteaba el pastel en su cazuela.
-¿Se ha portado bien Tim? - preguntó la señora Cratchit,
luego que hubieron bromeado sobre la credulidad de Bob.
-Ha sido bueno como el oro - dijo éste -. A veces, sin
duda por estar solo tanto tiempo, piensa y dice las cosas más extraordinarias.
Mientras veníamos hacia casa me dijo que se alegraba de que la gente lo viera
en la iglesia, porque siendo tullido, los haría pensar, en el día de Navidad,
en Quien tuvo el poder de hacer andar al cojo y ver al ciego.
A Bob le temblaba la voz diciendo estas palabras y aún
más al anunciar que Tiny Tim se hacía fuerte y saludable.
Se oyó la activa muleta de éste, entrando acompañado de
sus hermanos y yendo a sentarse junto al hogar. Bob, arremangándose los puños,
¡como si pudiera librarlos de que se estropeasen más de lo que estaban!,
compuso cierta mezcla caliente de ginebra y limón, poniéndola a hervir,
esperando que Peter y sus hermanos regresasen, como así lo hicieron pronto,
trayendo solemnemente el pavo.
Se hubiera creído, al oír el subsiguiente alboroto, que
un pavo era el ave más exótica del mundo, un fenómeno con plumas a cuyo lado un
cisne negro fuera una vulgaridad. y en verdad algo así era para aquella casa.
La señora Cratchit calentó la salsa previamente condimentada, Master Peter hizo
un puré de patatas con increíble vigor y rapidez, Belinda endulzó la pasta de
manzanas, Marta dio un último repaso a la vajilla, Bob colocó a Tiny Tim a su
lado en una esquina de la mesa, los dos Cratchit acercaron sillas para todos,
no olvidándose de las propias, a cuyo lado se situaron montando la guardia,
teniendo que meterse una cuchara en la boca para no gritar: -¡Pavo! - antes de
tiempo. Por fin se dispusieron las viandas y se rezó una breve oración de
gracias a la que siguió un momento de sensacional silencio en el que todos
hasta retuvieron el aliento para mejor seguir la operación de descuartizar el
pavo a que procedía la señora Cratchit. Pero, cuando empezó a salir de la
abertura el tan ansiado relleno, fue imposible contenerse. Un murmullo de gozo
salió de todos los labios y hasta Tiny Tim aporreó la mesa con el mango de su
cuchillo, gritando: ¡viva!
¡Amigos míos, qué
pavo! El mismo Bob dijo que parecía imposible que hubiera horno capaz de
acomodar ave tan descomunal. Su blancura, su gusto, su tamaño, y sobre todo su
baratura, fueron objeto de comentarios sin fin.
Acompañado del puré y de la pasta de manzanas, constituyó
por sí solo comida suficiente, tanto que la señora Cratchit, viendo un átomo de
carne adherida a un hueso, pudo afirmar que no habían conseguido acabar con él
y eso que se habían hartado todos, especialmente los dos jóvenes Cratchit, que
tenían relleno hasta en las cejas.
Cambiados los platos por Belinda, la señora Cratchit, sin
permitir que nadie la acompañase, salió de la habitación para llevar a cabo la
delicadísima tarea de sacar el pastel y traerlo a la mesa.
¡Qué excitación y qué nerviosidad...! ¡Si no estuviera lo
bastante cuajado!... ¡Si se resquebrajase al sacarlo!... ¡Si alguien hubiera
entrado por el pario mientras comían lo hubiera robado!... ¡Sólo de pensarlo
palidecían los jóvenes Cratchit! ¡Cuántos horrores supusieron en cinco minutos!
¡Pero no! Una bocanada de vapor anunció el momento de
destaparlo; un olor a colada, el de quitar el lienzo que lo ceñía y una mezcla
de olores de pastelería, fonda y planchadora, hizo su feliz aparición...
Un minuto después, la señora Cratchit entraba, arrebolada
pero sonriente con el pastel en alto, redondo como una bala de cañón y como
ella firme y lustroso, rodeado de llamas de coñac y coronado de laurel.
¡Magnífico pastel! Bob Cratchit dijo que la consideraba
una de las mejores, por no decir la mejor, de las obras de la señora Cratchit
desde su boda. Su esposa reconoció, ahora que había pasado el peligro, que la
exacta proporción de harina la había tenido preocupada. Todos tuvieron algo que
decir, excepto que fuera escaso para tantos. El decirlo hubiera sido una
herejía de la que nadie se sintió capaz.
Terminó por fin la cena y, levantados los manteles,
barrido el suelo y atizado el fuego, se procedió a degustar el contenido de la
jarra preparada por bob. Declarado perfecto por los jueces, colocáronse sobre
la mesa naranjas y manzanas y entre las ascuas y cenizas del hogar empezaron a
asarse las castañas. La familia Cratchit se acomodó ante la lumbre, formando lo
que su cabeza calificaba de círculo, queriendo en realidad decir semicírculo, y
a su alcance se dispuso en brava exposición toda la cristalería doméstica, a
saber: dos vasos y una compotera sin asas.
Cumplieron, sin embargo, su papel los recipientes como si
hubiera sido de oro, y Bob distribuyó la humeante bebida al compás del
estallido de las castañas, proponiendo, al hacerlo, un brindis:
-¡FelizNavidadatodos,queridosmíos!¡Diosnosbendiga!
Que toda la familia secundó.
Estaba sentado junto a su padre en su banquillo. Bob
tenía entre las suyas la débil manecita como si temiera que alguien o algo
arrebatase de su lado al ser que más quería.
-¡Espíritu! - dijo Scrooge con más interés del que hasta
entonces había demostrado -. Dime, ¿vivirá Tiny Tim?
-Veo un sitio vacío junto a la chimenea - replicó el
espíritu-. Y una muleta sin dueño, conservada como preciosa reliquia. Si el
porvenir no altera la visión, el niño morirá.
-¡No! ¡No! - exclamó Scrooge -. ¡Oh, no! ¡Bondadoso
Espíritu, dime que se salvará!
-Si el porvenir no altera las sombras, ni yo, ni ninguno
de los míos le encontrará en su puesto. ¿Y qué? Si ha de morir, que muera.
Sería excelente remedio contra el aumento de población.
Continúa leyendo esta historia en "Una canción de Navidad - Capítulo III (parte 2) - Charles Dickens"
ola
ResponderEliminarBuenas
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Eliminargracias me sirvio mucho
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