(Continuación...)
La oscuridad del aposento era tan intensa que Scrooge no pudo, a pesar de sus esfuerzos, percibir detalle alguno. Un rayo de pálida luz procedente del exterior, caía sobre el lecho y en él, despojado, sin nadie que lo velase y aun menos que llorase, yacía el cuerpo de un hombre.
Scrooge miró al fantasma, cuya inexplorable mano señalaba hacia la cabeza.
La mortaja estaba dispuesta con tal descuido, que hubiera bastado un leve tirón para descubrir el rostro del muerto.
Scrooge así lo comprendió, comprendió lo fácil que sería hacerlo, deseaba hacerlo, pero le era tan imposible como apartar de su lado al fantasma.
Mirando el lecho, Scrooge, pensó cuáles serían las primeras ideas de aquel hombre, suponiendo que le fuera dable volver a la vida. ¿Avaricia? ¿Severidad? ¿Preocupaciones? ¡Ésas fueron las que sin duda le condujeron a tal fin!
Yacía en la desierta morada sin ser alguno que recordase palabras, acciones, gestos suyos de cariño o de bondad. Un gato arañaba la puerta, y en el hogar, sin fuego, las ratas roían sin cesar. ¿Qué esperaban en aquel cuarto?... ¿por qué estaban tan agitadas? Scrooge no se atrevía a pensarlo...
-¡Espíritu! -dijo-, éste es un lugar terrible. Al abandonarlo, no abandonaré sus enseñanzas, te lo aseguro. ¡Vamos!
Pero el fantasma seguía indicando la cabeza del muerto con su mano extendida.
-Te comprendo -dijo Scrooge -, y si pudiera lo haría.
Pero me es imposible Espíritu, me es imposible. Si en esta ciudad hay alguien, una sola persona, a quien la muerte de este hombre haya impresionado, házmelo saber, te lo suplico.
El fantasma desplegó su manto como un ala y, al volver a recogerlo, reveló una habitación alumbrada por el día y en la que se encontraba una madre con sus hijos.
Por su aspecto de ansiosa inquietud, se comprendía que esperaban a alguien. Paseaba nerviosamente, sobresaltándose al menor ruido, mirando con frecuencia a través de los cristales, consultando el reloj, intentando en vano fijar su atención en una labor de aguja, conteniéndose con dificultad de reprender a los niños por su inocente charla.
Por fin, la tan esperada llamada se oyó en la puerta. Se precipitó, encontrándose frente a su esposo, joven cuyo semblante, si bien revelaba huellas de preocupación y ansiedad, reflejaba también un especial contento que, pareciendo avergonzarlo, procuraba reprimir.
Tomó asiento ante la mesa en la que le esperaba una modesta comida; y cuando, después de un largo silencio, la joven le preguntó qué noticias traía, pareció no saber cómo contestar.
-¿Son buenas o malas?
-Malas-acabó por decir.
-¿Estamos totalmente arruinados?
-No; aún queda una esperanza, Carolina.
-¿Si él se compadece?-dijo sorprendida la joven-. Podemos confiar; tal milagro lo justificaría.
-Ya no puede compadecerse -dijo su esposo -. ¡Ha muerto!
Si el rostro es el espejo del alma, la joven era una criatura noble y bondadosa, pero no pudo reprimir, al oír la noticia, un además de gratitud que expresó juntando las manos hacia el cielo y del de que se arrepintió inmediatamente. Pero había sido la espontánea manifestación de su sentir.
-Lo que me dijo la harpía medio ebria que me recibió ayer cuando fui a suplicarle una semana de prórroga, y que creí era mera excusa para no recibirme, ha resultado cierto. En aquel momento no estaba gravísimo, sino moribundo. ¿A quién pasará nuestra deuda?
-No lo sé, pero, para entonces, ya dispondremos de fondos y... aunque así no fuera, es de creer que el nuevo acreedor no sea tan desalmado. Podemos descansar hoy con el corazón tranquilo, Carolina.
Sentíanse aliviados de un peso agobiador. Hasta los semblantes de los niños, testigos de una escena que apenas comprendían, reflejaban el contento de sus padres. ¡Era un hogar en el que la muerte de aquel hombre había sido heraldo de felicida! ¡El único sentimiento que el fantasma pudo revelar a Scrooge era de alegría!
-¿No ha despertado sensación alguna de afecto su muerte? -preguntó Scrooge-. Si así es, muéstramelo si no quieres que la visión de la fúnebre cámara me persiga como siniestra pesadilla.
Mientras el fantasma lo conducía por varias calles que le eran conocidas, Scrooge miraba por doquier en busca de su propia imagen, sin hallarla.
Entraron en la morada de Bob Cratchit al que ya había visto, encontrando a la madre sentada junto al fuego con sus hijos.
¡Callados! ¡Muy callados! Los jóvenes Cratchit, inmóviles como estatuas, sentábanse frente a Peter, quien tenía un libro entre las manos. La madre y las hijas cosían, pero... ¡qué silenciosos todos!...
"... Y llevándose a un niño, lo sentó entre ellos..."
¿Dónde había oído Scrooge esas palabras? No las había soñado. Indudablemente debió de leerlas el muchacho cuando el espíritu y él trasponían el umbral. ¿Por qué no proseguía la lectura?
La madre suspendió su labor, cubriéndose la cara con las manos.
-Este color daña la vista -dijo.
-¡El color! ... ¡Pobre Tiny Tim!...
-¡Ya pasó! La luz artificial me cansa los ojos, pero por nada del mundo quisiera que vuestro padre, al llegar, lo notara. Ya debe de ser la hora...
-¡Y más bien pasada! - contestó Peter cerrando el libro-. Me parece que en estos últimos tiempos va más despacio que antes.
Reinó de nuevo el silencio. Después de un rato, con voz sostenida, plácida, que sólo por un instante flaqueó dijo la madre:
-Lo he visto andar con... Tiny Tim al hombro, muy de prisa, en ciertas ocasiones.
-Y yo también- asintió Peter.
-Y yo... -exclamó otro de ellos.
-Es... que pesaba muy poco- resumió, fijos los ojos en su labor -, y su padre lo quería tanto que no sentía el peso de su carga... ¡Ahí está!
Corrió al encuentro del bondadoso Boy y su bufanda. ¡Bien lo necesitaba el infeliz!... Su té estaba preparado y todos se disputaron el honor de servirlo. Los dos jóvenes Cratchit se acercaron, juntando sus caras con la suya como diciéndole: ¡No te aflijas, padre! ¡No te aflijas...!
Bob se esforzaba por parecer alegre, hablando con ellos animadamente. Examinó las labores que estaban sobre la mesa, elogiando la habilidad y la rapidez de la señora Cratchit y de sus hijas.
-Todo estará listo antes del domingo -dijo.
-¡Domingo! ¿Fuiste hoy allá, Roberto? - preguntó su esposa.
-Si, querida mía. ¡Ojalá me hubieras podido acompañar!... Te habría dado gusto ver lo verdeante que está. Pero lo verás con frecuencia. Le prometí que el domingo volvería. ¡Hijo mío...! - gritó Bob -. ¡Mi hijo querido!...
Sin poder evitarlo, perdió la serenidad deshaciéndose en lágrimas. Salió de la habitación y subió al piso superior, entrando en un cuarto profusamente iluminado y lleno de guirnaldas y festones como adornos de Navidad. Junto al niño había una silla, viéndose indicios de haber estado alguien en la habitación recientemente. El pobre Bob se sentó y, después de un rato de meditación y de reposo, besó el pequeño rostro. Recobrando la calma, reconciliado con lo inevitable, bajó, al parecer, tranquilo.
Se acercaron todos al fuego, charlando, mientras madre e hija continuaban sus labores. Bob les refirió la extraordinaria amabilidad del sobrino de Scrooge, quien a pesar de no haber visto más que una vez, lo había saludado en plena calle y, notando su aspecto compungido, había preguntado la causa.
-Por lo que- prosiguió Bob -, tratándose de persona tan atenta, se la dije. "Lo siento en el alma, señor Cratchit", me dijo, "lo siento por usted y su excelente esposa". Y... a propósito... ¿cómo pudo saberlo?
-¿Saber qué?
-Que eras una excelente esposa.
-¡Eso lo sabe todo el mundo!- interrumpió Peter.
-¡Bien dicho, muchacho!- gritó Bob-. Así lo creo. "Lo deploro", dijo, "por su excelente esposa. Si en algo puedo serle útil", añadió entregándome su tarjeta, "ésta es mi dirección, no vacile en acudir a mí". Y no era -comentó Bob -, no era tanto por lo que pudiera hacer, cuanto por su amabilidad al ofrecerse. ¡Cómo si hubiera conocido a nuestro Tiny Tim y sufriera con nosotros!
-¡Debe de ser muy bueno!- dijo la señora Cratchit.
-Si lo conocieras, lo apreciarías aún más- replicó Bob. No me extrañaría que consiguiera un empleo mejor para Peter.
-¿Lo oyes Peter?-dijo la señora Cratchit.
-Entonces- exclamó una de las hermanas-, Peter se buscará novia y se establecerá por su cuenta.
-¡No digas disparates! -dijo Peter enrojeciendo.
-Es probable que suceda así -afirmó Bob -, aunque todavía es prematuro pensarlo, pero, cuando y como quiera que nos separemos, estoy seguro de que nunca olvidaremos al pobre Tiny Tim o la primera separación que sufrimos.
-¡Nunca, padre! -confirmaron todos.
-Lo sé, queridos, lo sé. Y sé también que si tenemos presente lo bondadoso y resignado que, a pesar de su corta edad se mostró siempre, será difícil que haya divergencias entre nosotros.
-¡No, padre, no las habrá!
-Me hacen muy feliz, hijos míos -dijo Bob-, muy feliz.
La señora Cratchit lo abrazó, sus hijas la imitaron, los dos Cratchit hicieron lo propio y Peter le estrechó la mano. ¡Sombra de Tiny Tim, tu angelical esencia procedía seguramente de Dios!
-Espectro-dijo Scrooge -, algo me da a entender que el momento de siniestra separación se acerca. Sin saber por qué lo presiento. Dime, ¿quién era el hombre cuyo cadáver yacía en aquel aposento?
El espíritu de la Navidad Futura lo trasladó, por el mismo procedimiento, a lugares frecuentados por hombres de negocios, pero tampoco se encontró entre ellos. En realidad el fantasma no se detenía en parte alguna, pasando de una a otra escena o visión como si estuvieran relacionadas entre sí, salvo en el pertenecer al porvenir, hasta que Scrooge le suplicó que se detuviera un instante.
-En esta plazoleta por que que ahora pasamos- le dijo-, es donde está mi oficina. Veo el edificio. Déjame ver lo que seré más adelante.
El Espíritu se detuvo; su mano señalaba en dirección distinta a la que Scrooge quería seguir.
-La casa está más allá -observó-. ¿A dónde señalas?
El dedo, inexorable, siguió apuntando. Scrooge, acercándose a la ventana de su oficina, miró al interior. Era el mismo; los mismos muebles, pero no era él quien ocupaba su sillón.
El fantasma seguía señalando en la misma dirección que anteriormente. Scrooge se unió a él, preguntándose qué se habría hecho de sí mismo, y juntos fueron hasta un recinto cerrado por una verja de hierro. Antes de entrar miró a su alrededor.
¡Un cementerio! En él, sin duda, descansaba el infeliz cuyo nombre ansiaba conocer. ¡El lugar era digno de él! Rodeado de casas, cubierto de hierbas y matas, fruto de la muerte, no de la vida; repleto de muertos, saciado su macabro apetito. ¡Digno lugar!
El Espíritu pasó por entre las tumbas, señalando una de ellas y Scrooge avanzó temblando. El fantasma estaba inmóvil, pero le pareció ver un nuevo significado en su solemne apariencia.
-Antes de que me acerque a la losa que me indicaste dijo-, contesta una pregunta. ¿Son éstas visiones de las cosas que serán o de las cosas que podrían ser?
El Espíritu siguió señalando la tumba junto a la que se hallaban.
-La conducta de los hombres puede hacer predecir el fin a que, de perseverar en ella, llegarán - dijo Scrooge-. Pero si se altera esa línea de conducta, puede alterarse el fin. Dime, ¿ocurre así con lo que me has mostrado?
El Espíritu seguía inconmovible.
Temblando como un azogado, Scrooge se aproximó y siguiendo la dirección del dedo, leyó en la losa de la descuidada tumba su propio nombre:
EBENEZER SCROOGE
-¿Era, pues, yo el que yacía en aquel lecho?-gritó cayendo de rodillas.
El dedo espectral lo señaló a él y señaló la tumba.
-¡No, Espíritu! ¡No! ¡No! ¡Óyeme! ¡Ya no soy el que era! ¡Ya no soy el que hubiera sido, sin tu providencial intervención! ¿Por qué hacerme ver el porvenir si no puedo remediarlo?
Por vez primera, la mano del Espíritu pareció estremecerse.
-¡Buen Espíritu! -prosiguió, aún arrodillado -. ¡En vuestra benevolencia, me compadeces! ¡Dime que aún puedo variar el curso de mi vida, evitando que estas visiones sean una realidad!
La mano temblaba visiblemente.
-Celebraré la Navidad en mi corazón y observaré su espíritu durante el año entero. Viviré en el pasado, en el presente y para el porvenir. ¡No desperdiciaré las enseñanzas que de vosotros tres he aprendido! ¡Oh! ¡Dime que aún puedo borrar la leyenda de esta losa!
En su agonía se aferró a la mano del Espíritu. Intentó éste desasirse pero su desesperación le daba fuerza sobrehumana y consiguió retenerla. Por fin, el fantasma lo rechazó.
Alzando las manos en actitud de ruego, vio que la forma de la capucha y manto del Espíritu sufrían una modificación. se fueron encogiendo, reduciéndose, hasta quedar convertidos en una de las columnas de la cama.
Continúa leyendo esta historia en "Una canción de Navidad - Capítulo V - Final - Charles Dickens"
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