Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

viernes, 21 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap XCV, XCVI, XCVII y XCVIII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap XCIII y XCIV - Herman Melville"



Capítulo XCV

LA SOTANA


Si hubierais subido a bordo del Pequod en una determinada coyuntura de esta autopsia de la ballena, y os hubieseis dado un paseo hacia la proa, junto al molinete, estoy casi seguro de que habríais escudriñado con no poca curiosidad un objeto muy extraño y enigmático que habríais visto allí, tendido a lo largo de los imbornales de sotavento. No la prodigiosa cisterna en la enorme cabeza del cetáceo, ni el prodigio de su mandíbula inferior desquijarada, ni el milagro de su cola simétrica, nada de eso os habría sorprendido tanto como una leve mirada a ese inexplicable cono, más largo que la altura de un hombre de Kentucky, de cerca de un pie de diámetro en la base, y de un negro de azabache, como Yojo, el ídolo de ébano de Queequeg. Y en efecto, es un ídolo; o más bien, en tiempos antiguos, era su imagen. Un ídolo como el que se encontró en los secretos bosquecillos de la reina Maachah en Judea, y por adorar al cual, el rey Asa, su hijo, la depuso, y destruyó el ídolo, y lo quemó como abominación en el torrente Cedrón, según se expone sobriamente en elcapítulo decimoquinto del Primer Libro de los Reyes.

Mirad al marinero, llamado trinchador, que viene ahora, y, ayudado por dos compañeros, se echa pesadamente a la espalda el gran dissimus, como lo llaman los marineros, y, con los hombros encorvados, sale vacilante como si fuera un granadero que se lleva del campo de combate a un camarada muerto. Extendiéndolo en la cubierta del castillo de proa, como un cazador africano con la piel de una boa. Hecho esto, vuelve la piel del revés, como una pernera de pantalón: le da un buen tirón, hasta doblar casi su diámetro, y por fin la cuelga, bien extendida, en las jarcias, a secar. No tarda mucho en descolgarla; entonces, cortando unos tres pies de ella, hacia la extremidad en punta, y cortando luego dos hendiduras para sacar los brazos, se mete a lo largo, entero, dentro de ella. El trinchador ahora está ante vosotros revestido de todos los ornamentos de su oficio. Inmemorial para toda su orden, este revestimiento es lo único que le protege adecuadamente mientras se ocupa de las peculiares funciones de su cargo.

Ese cargo consiste en trinchar los trozos «de caballete» de la grasa para las marmitas; operación que se realiza en un curioso caballete, apoyado por un extremo contra las amuradas, y con un amplio barril debajo, en que caen los trozos en rebanada, tan deprisa como caen las hojas de la mesa de un orador en arrebato. Revestido de decoroso negro; ocupando un conspicuo púlpito; atento a hojas de Biblia, ¡qué candidato para un arzobispado, qué tipo para Papa sería este trinchador!

Capítulo XCVI

LA DESTILERÍA


Un barco ballenero americano se distingue no sólo por sus lanchas suspendidas, sino también por sus instalaciones de destilería. Presenta la curiosa rareza de la más sólida albañilería unida con el roble y el cáñamo para formar el barco entero. Es como si un horno de ladrillos se transportara desde el campo abierto hasta sus tablas.

Las destilerías están situadas entre el palo trinquete y el mayor, la parte más espaciosa de la cubierta. Las tablas de debajo son de especial resistencia, apropiadas para sostener el peso de una masa casi maciza de ladrillo y mortero, de una planta de unos diez pies por ocho, y cinco de altura. El cimiento no penetra en cubierta, pero la obra de albañilería está firmemente asegurada a la superficie mediante poderosos codos de hierro que la abrazan por todas partes, atornillándola a las tablas. Por los lados, está revestida de madera, y por arriba está cubierta por una amplia escotilla, en pendiente y con refuerzos. Levantando esa escotilla, se hacen visibles las grandes marmitas de destilería, dos en número, y cada una de ellas de varios barrels de cabida. Cuando no se usan, se conservan notablemente limpias. A veces se pulimentan con esteatita y arena, hasta que brillan por dentro como poncheras de plata. Durante las guardias nocturnas, algunos cínicos marineros viejos se deslizan dentro de ellas y se enrollan para echar un sueñecito. Mientras se ocupan en pulimentarlas —uno en cada marmita, a cada lado— se transmiten muchas comunicaciones confidenciales por encima de los labios de hierro. También es lugar para profundas meditaciones matemáticas. Fue en la marmita izquierda del Pequod, con la esteatita dando vueltas diligentemente a mi alrededor, donde por primera vez me impresionó indirectamente el notable hecho de que, en geometría, todos los cuerpos que se deslizan a lo largo de la cicloide, por ejemplo mi esteatita, descienden en cualquier punto empleando exactamente el mismo tiempo.

Quitando el parafuegos de delante de la destilería, queda a la vista la desnuda albañilería de ese lado, perforado por las dos bocas de hierro de los hornos, que quedan debajo mismo de las marmitas. Esas bocas están provistas de pesadas puertas de hierro. Para impedir que el intenso calor del fuego se comunique a la cubierta, hay un depósito somero que se extiende bajo toda la superficie cerrada de la refinería. Este depósito se conserva lleno de agua, por un concurso inserto detrás, al mismo tiempo que se evapora. No hay chimeneas exteriores; se abren directamente a la pared posterior. Y aquí volvamos atrás un momento.

Fue cerca de las nueve de la noche cuando, por primera vez en este viaje, se pusieron en funcionamiento las destilerías del Pequod. Correspondía a Stubb dirigir el asunto.

—¿Todos preparados ahí? Fuera la escotilla, entonces, y adelante. Tú, cocinero, fuego a los hornos.

Esto fue cosa fácil, pues el carpintero había ido metiendo sus virutas en el horno durante todo el viaje. Aquí ha de decirse que, en un viaje ballenero, el primer fuego de la destilería ha de alimentarse algún tiempo con leña. Después de eso, no se usa leña sino como medio de poner en rápida ignición el combustible habitual. En resumen, después de destilarse, el material grasiento, crujiente y encogido, que entonces se llama restos o fritters, sigue conservando buena parte de sus propiedades oleaginosas. Estos fritters alimentan las llamas. Como un pletórico mártir ardiente, o un misántropo que se consume a sí mismo, la ballena, una vez entrada en combustión, proporciona su propio combustible y quema su propio cuerpo. ¡Ojalá consumiera su propio humo! Pues su humo es horrible de inhalar, y no hay más remedio que inhalarlo, y no sólo eso, sino que durante todo ese tiempo hay que vivir en él. Tiene un inexpresable aroma salvaje e hindú como puede hallarse en la proximidad de las piras funerarias. Huele como el ala izquierda del día del juicio, es un argumento a favor del abismo infernal. A medianoche, la destilería estaba en plena actividad. Nos habíamos desembarazado de la carcasa; se habían izado las velas; el viento refrescaba; la salvaje oscuridad del océano era intensa. Pero esa oscuridad quedaba disuelta por las feroces llamas que de vez en cuando salían bifurcándose de los fuliginosos tubos, e iluminaban todas las jarcias en la altura como con el famoso «fuego griego». El ardiente barco seguía avanzando como si se le hubiera encargado inexorablemente alguna acción vengativa. Así los bergantines, cargados de pez y azufre, del osado hidriota Canaris, con anchas hojas de llamas por velas, caían sobre las fragatas turcas, y las envolvían en conflagraciones.

La escotilla, quitada de encima de la destilería, ahora ofrecía un amplio hogar ante ella.

Allí se erguían las tartáreas figuras de los arponeros paganos, siempre los fogoneros del barco ballenero. Con largos palos dentados, lanzaban siseantes masas de grasa a las abrasadoras marmitas, o removían debajo de éstas los fuegos, hasta que se disparaban las llamas serpentinas, escapando, rizadas, por las puertecillas para alcanzarles por los pies. El humo salía en espirales que se amontonaban lúgubremente. A cada balanceo del barco correspondía un balanceo del aceite hirviente, que parecía todo ansioso de saltarles a la cara. Enfrente de la boca de la destilería, al otro lado del amplio hogar de madera, estaba el molinete. Éste servía de sofá de mar. Allí estaba ociosa la guardia, cuando no tenía nada que hacer, mirando el rojo ardor del fuego, hasta que notaban abrasados los ojos en la cara. Sus bronceados rasgos, ahora todos sucios de humo y sudor, sus barbas enredadas y el contrastado brillo bárbaro de sus dientes, todo ello se revelaba extrañamente en las caprichosas decoraciones de la destilería. Mientras se narraban sus aventuras impías, con sus relatos de terror contados con palabras de regocijo; mientras se elevaba bifurcada su risa incivilizada, como las llamas saliendo del horno; mientras gesticulaban salvajemente ante ellas los arponeros, de un lado para otro, con sus grandes horcas puntiagudas y sus cazos; mientras seguía aullando el viento, y saltaban las olas, y gruñía y cabeceaba el barco, aunque lanzando firmemente su rojo infierno cada vez más allá, a la negrura del mar y de la noche, a la vez que trituraba despectivamente los huesos blancos en su boca, y escupía malignamente a todos lados; mientras tanto, el Pequod, cargado de salvajes y de fuego, y quemando un cadáver, y sumergiéndose en esa negrura de tiniebla, parecía el equivalente material del alma de su monomaníaco comandante.

Así me parecía a mí, situado en la caña, mientras guiaba en silencio, durante largas horas, el camino de ese barco de fuego por el mar. Envuelto también yo en tiniebla durante aquel tiempo, veía mejor así la rojez, la locura, la espectralidad de los demás. La continua visión de las formas demoníacas ante mí, haciendo cabriolas, medio en fuego, medio en humo, empezó por fin a engendrar visiones afines en mi alma, tan pronto como empecé a sucumbir al inexplicable sopor que siempre me invadía en el timón a medianoche.

Pero esa noche en particular me ocurrió una cosa extraña, y para siempre inexplicable.

Sobresaltándome de un breve sueño de pie, tuve horrible conciencia de que algo estaba fatalmente mal. La caña del timón, hecha de mandíbula de ballena, me golpeaba el costado con que me apoyaba en ella; en mis oídos sentía el sordo zumbido de las velas, que empezaban a sacudirse con el viento; creí que tenía abiertos los ojos; tuve a medias conciencia de que me llevaba los dedos a los párpados y los abría maquinalmente hasta separarlos. Pero, a pesar de todo esto, no podía ver ante mí ninguna brújula con que orientarme, por más que parecía que sólo un momento antes había mirado el mapa a la firme luz de la bitácora que la iluminaba. No parecía haber ante mí nada sino un vacío de pez, de vez en cuando más fantasmal por destellos de rojez. La impresión dominante

era que esa cosa rápida y precipitada sobre la que estaba yo, fuera lo que fuera, no iba rumbo a ningún puerto por delante, sino que se precipitaba huyendo de todos los puertos a popa. Me invadió un sentimiento intenso y loco, como de muerte. Mis manos agarraron la caña convulsivamente, pero con la idea demente de que la caña estaba invertida, no se sabe por qué, de algún modo encantado. « ¡Dios mío! ¿Qué me pasa?», pensé. ¡Mirad! En mi breve sueño me había dado la vuelta, y estaba mirando a la popa del barco, de espalda a la proa y a la brújula. En un momento, me volví, con el tiempo justo de evitar que el barco volara contra el viento, y probablemente zozobrara. ¡Qué alegre y grato liberarme de esa innatural alucinación de la noche, y de la fatal contingencia de caer a sotavento!

¡Oh, hombre, no mires demasiado tiempo a la cara del fuego! ¡Nunca sueñes con la mano en la barra! No vuelvas la espalda a la brújula, acepta la primera indicación del timón que tironea; no creas al fuego artificial, cuando su rojez hace parecer fantasmales todas las cosas. Mañana, al sol natural, los cielos estarán claros; los que centelleaban como demonios entre las llamas bífidas, por la mañana se mostrarán suavizados de un modo diferente, al menos más suave; el glorioso, dorado y alegre sol es la única lámpara sincera: ¡todas las demás son sólo embusteras!

No obstante, el sol no oculta la marisma funesta de Virginia, ni la maldita campiña romana, ni el ancho Sahara, ni tantos millones de millas de desiertos y dolores como hay bajo la luna. El sol no oculta el océano, que es el lado oscuro de la tierra, y que forma sus dos terceras partes. Así, por tanto, si un hombre mortal tiene en sí más alegría que tristeza, ese hombre mortal no puede ser sincero: o no es sincero, o está a medio crecer. Con los libros pasa lo mismo. El más sincero de todos los hombres fue el varón de Dolores, y el más sincero de los libros es el de Salomón, y el Eclesiastés es el fino acero templado del dolor. «Todo es vanidad.» TODO. Esta terrible palabra todavía no se ha apoderado de la sabiduría del Salomón no cristiano. Pero el que elude hospitales y cárceles, y aprieta el paso al cruzar los cementerios, y prefiere hablar de óperas que del infierno, y llama pobres diablos de hombres enfermos a Cowper, Young, Pascal y Rousseau; y, a través de toda una vida libre de cuidados, jura por Rabelais como el más sabio, y por tanto el más alegre; ese hombre no es apropiado para sentarse en lápidas sepulcrales y romper el verde terrón húmedo con el insondablemente maravilloso Salomón.

Pero hasta Salomón dice: «El hombre que se aparta del camino del entendimiento quedará (esto es, aun en vida) en la compañía de los muertos». No te entregues, pues, al fuego, no sea que él te haga volcar y te mate, como aquella vez me pasó a mí. Hay una sabiduría que es dolor; pero hay un dolor que es locura. Y hay en algunas almas un águila de Catskill que lo mismo puede dejarse caer en las más negras gargantas que volver a elevarse de ella y hacerse invisible en los espacios soleados. Y aunque vuele por siempre en la garganta, esa garganta está en las montañas, de modo que, aun en su caída más baja, el águila montañera sigue estando más alta que otras aves de la llanura, por mucho que se eleven.

Capítulo XCVII

LA LÁMPARA

Si hubierais bajado de la destilería del Pequod al castillo de proa donde dormía la guardia franca de servicio, por un momento casi habríais creído que estabais en alguna iluminada capilla de reyes y consejeros canonizados. Allí yacían, en sus triangulares nichos de encina; cada marinero un mutismo cincelado, con una veintena de lámparas resplandeciendo sobre sus ojos encapuchados.

En los barcos mercantes, el aceite para el marinero es más escaso que la leche de reinas.

Su suerte habitual es vestirse a oscuras, comer a oscuras y andar a oscuras tropezando hacia su petate. Pero el cazador de ballenas, como busca el alimento de la luz, vive por tanto en luz. Convierte su linterna en una lámpara de Aladino y allí se acuesta, de tal modo que en la noche más alquitranada, el negro casco del barco sigue albergando una iluminación.

Ved con qué entera libertad el marinero toma su manojo de lámparas —aunque a menudo no son más que viejas botellas y cacharros— y las lleva a la enfriadera de cobre de la destilería, llenándolas allí como jarros de cerveza en la cuba. Él hace arder el más puro aceite, en su estado bruto, y por tanto sin viciar; un fluido desconocido para todas las invenciones solares, lunares o astrales de tierra firme. Es dulce como la mantecosa hierba temprana en abril. Va a la caza de su aceite como para estar seguro de su frescura y autenticidad, igual que el cazador de las praderas sale a cazar su cena de caza.



Capítulo XCVIII 

ESTIBA Y LIMPIEZA


Ya se ha relatado cómo el gran leviatán es señalado a gritos desde el mastelero, cómo se le persigue por los páramos acuáticos, y cómo se hace su matanza en los valles de la profundidad; cómo luego es remolcado junto al barco y decapitado; y cómo (conforme al principio que autorizaba al verdugo de antaño a quedarse las vestiduras con que muriera el degollado) su gran gabán almohadillado se convierte en propiedad de su ejecutor; cómo, en el momento oportuno, es condenado a las calderas, y lo mismo que Shadrach, Meshach y Abednego, su esperma, aceite y huesos pasan intactos por el fuego; pero ahora queda por concluir el último capítulo de esta parte de la descripción recitando —cantando, si soy capaz— el romántico proceso de trasvasar su aceite a los barriles y bajarlos a la sentina, donde una vez más regresa el leviatán a sus profundidades nativas, deslizándose bajo la superficie como antes, pero ¡ay! para no volver jamás a subir y a soplar. Todavía tibio, el aceite, como el ponche caliente, entra en los toneles de seis barrels, y quizá, en tanto que el barco avanza cabeceando y balanceándose por el mar de medianoche, los enormes toneles se hacen rodar y se vuelcan, un extremo tras otro, y a veces se escapan peligrosamente por la resbalosa cubierta, como aludes, hasta que por fin son sujetos y frenados en su camino, mientras que alrededor, tac, tac, golpean los aros todos los martillos que pueden caer sobre ellos, pues ahora todo marinero es tonelero ex officio.

Al fin, cuando se mete en barril la última pinta de aceite, y todo se enfría, se abren las grandes escotillas, dejando al aire las tripas del barco, y bajan los toneles a su reposo final en el mar. Hecho esto, se vuelven a colocar las escotillas y se cierran herméticamente, como un armario emparedado.

En la pesca del cachalote, éste es quizá uno de los episodios más notables de todo el asunto. Un día las tablas desbordan torrentes de sangre y aceite; en el sagrado alcázar se amontonan profanamente enormes masas de la cabeza del cetáceo; hay alrededor grandes toneles oxidados; el humo de la destilería ha llenado de hollín las batayolas; los marineros andan por ahí llenos de untuosidad; el barco entero se parece al propio leviatán, mientras que por todas partes hay un ruido ensordecedor. Pero un día o dos después, mirad a vuestro alrededor, y aguzad las orejas en el mismísimo barco; si no fuera por las delatoras lanchas y destilerías, juraríais que pisáis algún silencioso buque mercante, con un capitán escrupulosamente pulcro. El aceite de esperma sin manufacturar posee una singular capacidad de limpieza. Esa es la razón por la que las cubiertas nunca tienen un aspecto tan blanco como después de lo que ellos llaman un trabajo de aceite.

Además, con las cenizas de los restos quemados de la ballena, se hace en seguida una poderosa lejía, y esta lejía acaba rápidamente con cualquier pegajosidad del lomo del cetáceo que pueda seguir adherida al costado. Los marineros van con toda diligencia a lo largo de las amuradas y con baldes de agua y trapos les devuelven su total limpieza. Se rasca el hollín de las jarcias bajas. Todos los numerosos instrumentos que se han usado se limpian y guardan con análoga fidelidad. Se restriega la gran escotilla y se pone sobre la destilería, ocultando por completo las marmitas; no queda un tonel a la vista; y todos los aparejos se amontonan en rincones ocultos; y cuando, con la diligencia combinada y simultánea de casi toda la tripulación del barco, se concluye por fin la totalidad de este deber concienzudo, los tripulantes comienzan sus propias abluciones, se mudan de pies a cabeza, y por fin salen a la cubierta inmaculada, todos frescos y radiantes como novios recién llegados de la más refinada Holanda. Ahora, con paso animado, recorren las tablas en grupos de dos y tres y charlan humorísticamente sobre salones, sofás, alfombras y finas batistas; proponen esterar la cubierta; piensan en tener cortinajes en la cofa, y no les parecía mal tomar el té a la luz de la luna en el mirador del castillo de proa. Sería casi un atrevimiento insinuar a tan almizclados marineros algo sobre el aceite, los huesos y la grasa. No conocen esas cosas a que aludís lejanamente. ¡Fuera, y a buscar servilletas!

Pero atención: allá arriba, en las tres cofas, hay tres hombres dedicados a acechar más ballenas, que si se cazan, volverán a manchar sin remedio el antiguo mobiliario de roble, y dejarán caer por lo menos alguna manchita de grasa en algún sitio. Sí, y en muchas ocasiones, después de los más severos trabajos sin interrupción, que no conocen noches, continuando seguidos durante noventa y seis horas; después que ellos han salido de la lancha, donde se han hinchado las muñecas remando todo el día por el ecuador, sólo para subir a cubierta llevando enormes cadenas, y mover el pesado cabrestante y cortar y tajar, sí, y en sus mismos sudores, ser ahumados y quemados otra vez por los combinados fuegos del sol ecuatorial y de la ecuatorial refinería; cuando, a continuación de esto, se han agitado para limpiar el barco y dejarlo como un inmaculado salón de lechería, muchas veces, estos pobres hombres, al abotonarse apenas sus chaquetones limpios, se ven sobresaltados por el grito de «¡Ahí sopla!», y vuelan allá a combatir con otra ballena, y volver a pasar por todo este fatigoso asunto. ¡Ah, amigo mío, pero esto es matar hombres! Sin embargo, esto es la vida. Pues apenas los mortales, con largos esfuerzos, hemos extraído de la vasta mole del mundo su escaso, pero valioso aceite de esperma, y luego, con fatigada paciencia, nos hemos limpiado de sus suciedades, y aprendido a vivir aquí en limpios tabernáculos del alma; apenas se ha hecho esto, cuando ¡ahí sopla! se ve surgir el chorro del espectro, y nos hacemos a la vela para combatir contra otro mundo, y volver a pasar por la vieja rutina de la vida joven.

¡Ah, la metempsicosis! ¡Oh, Pitágoras, que en la clara Grecia, hace dos mil años, moriste tan bueno, tan sabio, tan benévolo; en mi último viaje a lo largo de la costa del Perú he navegado contigo, y, aun tan necio como soy, te he enseñado a ti, simple muchacho bisoño, a empalmar una jarcia!



Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap XCVIX y C - Herman Melville

No hay comentarios:

Publicar un comentario