Blog de Literatura - Fomentando la Lectura

martes, 25 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap CVII, CVIII, CIX y CX - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap CIV, CV y CVI - Herman Melville"





Capítulo CVII


EL CARPINTERO


Siéntate como un sultán entre las lunas de Saturno y toma al hombre a solas, en elevada abstracción: parecerá un prodigio, una grandeza, un dolor. Pero desde ese mismo punto de vista, toma a la humanidad en masa, y en su mayor parte, parecerá un populacho de duplicados innecesarios, tan simultáneos como hereditarios. Pero aun tan humilde como era, y tan lejos de ofrecer un ejemplo de la elevada abstracción humana, el carpintero del Pequod no era ningún duplicado; de aquí que ahora salga en persona a escena.

Como todos los carpinteros que se hacen a la mar, y más especialmente aquellos que pertenecen a barcos balleneros, éste, en cierta medida práctica y desenvuelta, estaba igualmente experimentado en numerosas industrias y actividades colaterales de la suya propia, ya que el trabajo de carpintero es el antiguo tronco ramificado de todas esas numerosas artesanías que tienen más o menos que ver con la madera como material auxiliar. Pero, además de que se le aplicara esa anterior observación genérica, este carpintero del Pequod era singularmente eficaz en esas mil innominadas emergencias mecánicas que ocurren continuamente en un barco grande, durante un viaje de tres o cuatro años, por mares lejanos y sin civilización. Pues, para no hablar de su prontitud en los deberes ordinarios—reparar lanchas desfondadas o perchas abatidas, corregir la forma de remos de pala tosca, insertar en el puente ojos de buey, o clavijas de madera nuevas en las tablas de los costados, y otros asuntos variados, más o menos directamente pertenecientes a su oficio especial—, además, era experto sin vacilación en toda clase de aptitudes opuestas, tanto útiles como caprichosas.

La única grandiosa escena donde ejecutaba todos sus variados papeles, tan diversos, era su banco con tornillos: una larga mesa, ruda y pesada, provista de diversos tornillos, de diferentes tamaños, tanto de hierro como de madera. En todo momento, excepto cuando había ballenas al costado, este banco estaba sólidamente sujeto de través, junto a la parte de atrás de la refinería.

Se encuentra que una cabilla es demasiado gruesa para insertarse fácilmente en su agujero: el carpintero la sujeta en uno de sus tornillos siempre dispuestos, e inmediatamente la reduce con la lima. Un extraviado pájaro terrestre, de extraño plumaje, cae a bordo y es cautivado: con limpias varas cepilladas de hueso de ballena franca, y con travesaños de marfil de cachalote, el carpintero le hace una jaula en forma de pagoda. Un remero se disloca la muñeca: el carpintero cuece una loción aliviadora. Stubb desea que se pinten estrellas de bermellón en la pala de cada remo: atornillando los remos en su gran tornillo de madera, el carpintero proporciona con simetría la constelación. A un marinero se le antoja llevar en las orejas aros de hueso de tiburón: el carpintero le perfora las orejas. A otro le duelen las muelas: el carpintero saca las tenazas, y dando una palmada en el banco, le manda sentarse allí, pero el pobre hombre, sin poderlo remediar, retrocede a mitad de la operación: haciendo girar el mango de su tornillo de madera, el carpintero le hace señas de que meta en él la mandíbula, si quiere que le saque la muela.

Así, este carpintero estaba preparado en todos los puntos, e igualmente indiferente y sin respeto en todos. Las muelas las consideraba como trozos de marfil; las cabezas las tomaba por montones de virador; a los hombres mismos, los trataba con tanta ligereza como cabrestantes. Pero entonces, con tal variadas dotes en tan ancho campo, y con tal vivacidad de experiencia, además, todo ello parecería exigir alguna extraordinaria vivacidad de inteligencia. Sin embargo, no era exactamente así. Pues lo más notable de este hombre era cierta estolidez impersonal, por así decir; impersonal, digo; pues se difumaba tanto en el circundante infinito de las cosas, que parecía unido a la estolidez general discernible en todo el mundo visible, el cual, a la vez que incesantemente activo en incontables modos, sigue externamente conservando su calma, y os ignora aunque excavéis cimientos de catedrales. Pero esa estolidez casi horrible que había en él, implicando también, al parecer, una falta de sensibilidad que se ramificaba por todo, sin embargo, a veces se entreveraba extrañamente de un antiguo humor, antediluviano, jadeante, como una muleta, no exento de vez en cuando de una cierta ingeniosidad casi encanecida, tal como habría servido para pasar el tiempo durante la guardia de medianoche en el barbudo castillo de proa del arca de Noé. ¿Era que ese viejo carpintero había sido un vagabundo vitalicio, que, con tanto rodar de acá para allá, no sólo no había criado musgo, sino, lo que es más, se había despojado con el roce de cualquier pequeña adherencia exterior que en principio le hubiera correspondido? Era una abstracción desnuda; una integral sin fracciones; sin compromiso, como un niño recién nacido; viviendo sin referencia premeditada a este mundo ni al siguiente. Casi podríais decir que esta extraña ausencia de compromiso en él implicaba una suerte de falta de inteligencia; pues, en sus numerosas actividades, no parecía trabajar por razón o instinto, o simplemente porque le hubieran enseñado, o por cualquier mixtura de estas cosas, igual o desigual, sino meramente por una especie de proceso sordo y mudo, espontáneamente literal. Era un puro manipulador; su cerebro, si es que lo tenía, debía haberse filtrado a los músculos de los dedos. Era como uno de esos artilugios de Sheffield, irracionales, pero altamente útiles, multum in parvo, que toman el aspecto exterior —aunque un poco hinchado— de una navaja corriente de bolsillo, pero contienen no sólo filos de varios tamaños, sino también sacacorchos, destornilladores, tenacillas, leznas, plumas, reglas, limas de uñas y gubias. Así, si sus superiores querían usar al carpintero como destornillador, no tenían que hacer más que abrir esa parte suya, y el tornillo quedaba en su sitio; o si como tenacillas, le tomaban por las piernas, y ya estaba. Con todo, como se ha sugerido anteriormente, este carpintero herramienta universal y plegable no era, después de todo, ninguna simple máquina autómata. Si no tenía un alma corriente, tenía un algo sutil que, no se sabe cómo, cumplía de modo anómalo esa función. No es posible decir qué era, si esencia de mercurio, o unas pocas gotas de amoníaco. Pero ahí estaba, y ahí había permanecido durante sesenta años o más. Y era eso, ese mismo inexplicable y astuto principio vital en él, era eso lo que le hacía estar gran parte del tiempo en soliloquio, pero sólo como una rueda irracional, que también zumbaba en soliloquio; o más bien, su cuerpo era una garita y ese soliloquizador estaba allí de guardia, hablando todo el tiempo para mantenerse despierto.

Capítulo CVIII


AHAB Y EL CARPINTERO


En cubierta. Cuarto de guardia deprima. El carpintero, de pie ante su banco con tornillos, y a la luz de dos faroles, limando diligentemente el trozo de marfil para la pierna, que está firmemente sujeto en el tornillo. Placas de marfil, correas de cuero, al mohadillas, tornillos y diversas herramientas de todas clases están dispersas por la mesa. Delante, se ve la llama roja de la forja donde trabaja el herrero

—¡Maldita la lima y maldito el hueso! Es duro lo que debería ser blando, y es blando lo que debería ser duro. Así vamos nosotros, los que limamos viejas mandíbulas y huesos de espinilla. Probemos otro. Eso, ahora eso funciona mejor (estornuda). Hola, este polvo de hueso es... (estornuda), sí, es... (estornuda) ¡Válgame Dios, no me va a dejar hablar! Eso es lo que saca ahora un viejo por trabajar en leño muerto. Serrad un árbol vivo, y no se saca este polvo; amputad una pierna viva, y no se saca (estornuda). Vamos, vamos, viejo Smut; ea, mete mano y tengamos esa férula y ese tornillo de hebilla; yo ya estoy casi listo para ellos. Suerte ahora (estornuda) que no hay que hacer juntura de la rodilla; eso podría desconcertar un poco, pero un simple hueso de espinilla, vaya, es tan fácil como hacer pértigas para rodrigones; sólo que me gustaría darle un buen acabado. Tiempo, tiempo, sólo con que tuviera tiempo, le podría hacer una pierna tan bonita como jamás (estornuda) haya hecho una reverencia a una dama en un salón. Esas piernas y pantorrillas de cabritilla que he visto en los escaparates no se le compararían en absoluto.
Absorben el agua, desde luego, y claro, se vuelven reumáticas, y hay que curarlas (estornuda) con lavados y lociones, igual que las piernas vivas. Ea; antes de serrarla tengo que llamar al viejo de Su Mongolidad, a ver si va bien de largo; en todo caso, estará corta, me parece. ¡Ah, ése es su tranco!; tenemos suerte; ahí viene, o si no, es otro; eso es seguro.

AHAB (avanzando)

Durante la siguiente escena, el carpintero sigue estornudando de vez en cuando.

—¡Bueno, constructor de hombres!
—Muy a tiempo, capitán. Si le parece bien, voy ahora a marcar la longitud. Déjeme tomar medidas, capitán.
—¡Medidas para una pierna! Bueno. En fin, no es la primera vez. ¡A ella! Ea; pon un dedo encima. Es un tornillo fuerte el que tienes aquí, carpintero; déjame sentir por una vez cómo aprieta. Eso, eso; pellizca bastante.
—Ah, capitán, rompe los huesos: ¡cuidado, cuidado!
—No temas, me gusta un buen apretón, me gusta sentir algo a que pueda agarrarme en este mundo resbaloso, hombre. ¿Qué hace ahí Prometeo? El herrero, quiero decir... ¿Qué
hace?
—Debe de estar forjando ahora el tornillo de hebilla, capitán.
—Muy bien. Es una asociación: él aporta la parte muscular. ¡Está haciendo una terrible
llamarada roja!
—Sí, señor; tiene que ponerlo al rojo blanco para esa clase de trabajo delicado.
—Hum... Sí que tiene. Me parece, ahora, una cosa muy significativa que ese antiguo griego, Prometeo, el que hizo los hombres, según dicen, fuera un herrero, y les animara con fuego, pues lo que está hecho en fuego debe pertenecer propiamente al fuego; así que el infierno no es probable. ¡Cómo vuela el hollín! Esto debe de ser el resto con que el griego hizo a los africanos. Carpintero, cuando ése acabe con la hebilla, dile que forje un par de hombreras de acero; tenemos a bordo un vendedor ambulante con una carga abrumadora.
—¿Capitán?
—Espera, ya que Prometeo anda en ello, le encargaré un hombre completo según un modelo deseable. Ante todo, de cincuenta pies del alto, sin zapatos; luego, el pecho modelado conforme al túnel del Támesis; luego, piernas con raíces, para quedarse en el mismo sitio; luego, brazos de tres pies a través de la muñeca; sin corazón en absoluto, la frente de bronce, y cerca de un cuarto de acre de buenos sesos; y vamos a ver..., ¿encargaré unos ojos que miren hacia fuera? No, pero ponle una claraboya en lo alto de la cabeza para iluminar el interior. Ea, recibe el encargo y vete.
—Pero ¿de qué habla, y a quién habla? Me gustaría saberlo. ¿He de seguir aquí quieto?
(Aparte.)
—Es una arquitectura muy mediocre hacer una cúpula ciega; aquí hay una. No, no, no; hace falta una linterna.
—¡Ah, ah! ¿Es eso, entonces? Aquí hay dos, capitan; me basta una.
—¿Para qué me metes en la cara este atrapa ladrones, hombre? Apuntar con una luz es peor que apuntar con una pistola.
—Creía, capitan, que hablaba al carpintero.
—¿Al carpintero? Bueno, eso es..., pero no; es un asunto muy elegante y, podría decir, extremadamente señorial el que traes entre manos, carpintero...; ¿o preferirías trabajar en arcilla?
—¿Capitán? ¿Arcilla, arcilla, capitán? Eso es fango; dejemos la arcilla a los cavadores de
zanjas, capitán.
—¡Ese compadre es muy irreverente! ¿De qué estornudas?
—El hueso es bastante polvoriento, capitán.
—Entiende entonces la alusión, y cuando estés muerto, no te entierres jamás debajo de las narices de la gente viva.
—¿Eh, capitán? ¡Ah, sí! Ya supongo... Sí...¡Ah, caramba!
—Mira, carpintero; supongo que te consideras un artesano hábil como es menester, ¿eh? Bueno, entonces, hablará mucho a favor de tu trabajo si, cuando me ponga encima de la pierna que me haces, siento, no obstante, otra pierna en el mismísimo sitio que ella; esto es, carpintero, mi antigua pierna perdida; la de carne y hueso, quiero decir. ¿No puedes expulsar a ese viejo Adán?
—La verdad, capitán, ahora empiezo a comprender algo. Sí, he oído decir algo curioso por ese lado, capitán: cómo un hombre desarbolado nunca pierde por completo la sensación de su vieja percha, sino que a veces le sigue picando. ¿Puedo preguntarle humildemente si es de verdad, capitán?
—Sí, lo es, hombre. Mira, pon tu pierna viva aquí, en el sitio donde estaba la mía; así, ahora hay sólo una pierna visible para los ojos, pero dos para el alma. Donde siente la vida hormigueante, ahí, exactamente ahí, por un pelo, yo la siento también. ¿Es una adivinanza?
—Yo lo llamaría humildemente un rompecabezas, capitán.
—Oye, entonces. ¿Cómo sabes tú que una cosa entera, viva, pensante, no puede estar de modo visible y sin interpretación precisamente donde estabas tú ahora, sí, y que no esté ahí a pesar tuyo? En tus horas más solitarias, entonces, ¿no temes que alguien esté escuchando? ¡Alto, no hables! Y si siento todavía el escozor de mi pierna aplastada, aunque ya hace tanto que se ha disuelto, entonces, ¿por qué ahora tú, carpintero, no puedes sentir las feroces penas del infierno para siempre, y sin cuerpo? ¡Ah!
—¡Dios mío! La verdad, señor, si vamos a eso, tengo que volver a calcular; creo que no tenía una cifra corta, capitán.
—Mira, los imbéciles no deben nunca hacer suposiciones. ¿Cuánto tardará en estar hecha la pierna?
—Quizá una hora, capitán.
—¡Date prisa con ella, entonces, y tráemela! (Se vuelve para marcharse.) ¡Ah, Vida! ¡Aquí estoy yo, orgulloso como un dios griego, y sin embargo quedo deudor a este estúpido de un hueso en que erguirme! ¡Maldito sea ese endeudamiento recíproco que no deja prescindir de libros mayores! Querría ser tan libre como el aire, y estoy apuntado en los libros del mundo entero. Soy tan rico que podría haber rivalizado con los más ricos pretorianos en la subasta del Imperio romano (que fue la del mundo), y sin embargo debo la carne de la lengua con que presumo. ¡Por los Cielos! Tomaré un crisol y me meteré en él, y me disolveré en una sola pequeña vértebra compendiadora. Eso.

CARPINTERO (continuando su trabajo).

— ¡Bueno, bueno, bueno! Stubb le conoce mejor que nadie, y Stubb siempre dice que es raro; no dice nada sino esa palabrita suficiente: «raro», es raro, dice Stubb; es raro..., raro, raro; y no deja de machacárselo al señor Starbuck todo el tiempo...; raro, sí, señor..., raro, raro, muy raro. ¡Y aquí está su pierna! Sí, ahora que lo pienso, aquí está su compañera de cama: ¡tiene un bastón de mandíbula de ballena por esposa! Y ésta es su pierna: sobre ella se erguirá. ¿Qué era aquello de una sola pierna que estaba en tres sitios, y los tres sitios estaban en un solo infierno...; cómo era eso? ¡Ah, no me extraña que me mirara con tanto desprecio! A veces tengo ideas extrañas, dicen; pero eso es sólo por azar. Luego, un tipo viejo, bajo, pequeño, como yo, no debería nunca meterse a vadear en aguas profundas con capitanes altos como avutardas, el agua le llega a uno en seguida a la barbilla, y se arma un griterío pidiendo lanchas de salvamento. ¡Y aquí está mi pierna de avutarda! ¡Larga y esbelta, cómo no! Ahora a la mayor parte de la gente, un par de piernas les dura toda la vida, y eso debe de ser porque las usan con cuidado, como una anciana de corazón tierno usa a sus viejos y bien comidos caballos de tiro. Pero Ahab, ¡ah!, es un cochero muy duro. Mira, ha conducido una pierna a la muerte, y la otra la ha estropeado de por vida, y ahora gasta las piernas de hueso por cestos. ¡Ea, vamos, Smut! Echa una mano aquí con esos tornillos, y vamos a terminar antes que el tío de la resurrección venga con su trompeta a llamar a todas las piernas, verdaderas o postizas, igual que los hombres de la cervecería van por ahí recogiendo los barriles viejos de cerveza para volverlos a llenar. ¡Qué pierna es ésta! Parece una pierna viva de verdad, limada hasta el mismo núcleo; él se apoyará mañana en ella; tomará posiciones sobre ella. ¡Hola! Casi me olvidaba la plaquita ovalada de marfil pulido donde calcula la latitud. ¡Ea, ea; cincel, lima y papel de lija, vamos!

Capítulo CIX


AHAB Y STARBUCK EN LA CABINA


Según la costumbre, a la mañana siguiente estaban achicando el barco con las bombas, cuando he aquí que salió no poco aceite con el agua: los toneles de abajo debían de perder bastante. Se notó mucha preocupación, y Starbuck bajó a la cabina a informar de ese asunto desfavorable.

Ahora, desde el suroeste, el Pequod se acercaba a Formosa y a las islas Bashi, entre las cuales se abre uno de los pasos tropicales desde los mares de China al Pacífico. Y así, Starbuck encontró a Ahab con una carta general de los archipiélagos orientales extendida ante él, y otra parte mostraba las largas costas orientales de las islas japonesas, Niphon, Matsmai y Sikoke. Con su nívea pierna nueva de marfil apoyada contra la pata atornillada de la mesa, y con una larga navaja, en forma de gancho jardinero, en la mano, el portentoso viejo, con la espalda hacia la porta, arrugaba la frente y volvía a trazar antiguos recorridos.

—¿Quién está ahí? —dijo al oír los pasos en la puerta, pero sin volverse—. ¡A cubierta!
¡Fuera!
—El capitán Ahab se equivoca; soy yo. El aceite en la sentina se está saliendo, capitán.
Tenemos que izar los Burtons, y desestibar.
—¿Izar los Burtons y desestibar? ¿Ahora que nos acercamos al Japón, ponernos al pairo una semana para lañar un montón de barriles viejos?
—O hacemos eso, capitán, o perdemos en un solo día más aceite que el que podamos ganar en un año. Lo que hemos navegado veinte mil millas para conseguir, vale la pena conservarlo, capitán.
—Eso es, eso es; si llegamos a conseguirlo.
—Hablaba del aceite en la sentina, capitán.
—Y yo no hablaba de eso en absoluto. ¡Fuera! Deja que se pierda. Yo mismo estoy perdiendo todo. ¡Sí!, pérdidas en pérdidas; no sólo lleno de barriles que pierden, sino que esos barriles que pierden están en un barco que pierde; y ésa es una situación mucho peor que la del Pequod, hombre. Pero no me paro a tapar la vía de agua; pues ¿quién la puede encontrar en un casco tan cargado, o cómo esperar taparla, aunque la encuentre, en la galerna aullante de esta vida? ¡Starbuck! No voy a izar los Burtons.
—¿Qué dirán los propietarios, capitán?
—Que los propietarios se pongan en la playa de Nantucket a gritar más que los tifones. ¿Qué le importa a Ahab? ¿Propietarios, propietarios? Siempre me estás fastidiando, Starbuck, con esos tacaños de propietarios, como si los propietarios fueran mi conciencia. Pero mira, el único propietario verdadero de algo es su jefe; y escucha, mi conciencia está en la quilla de este barco. ¡A cubierta!
—Capitán Ahab —dijo el oficial, enrojeciendo y entrando más en la cabina, con una osadía tan extrañamente respetuosa y cauta que no sólo parecía casi tratar de evitar la más leve manifestación externa, sino que también parecía más que a medias desconfiada de sí misma— : un hombre mejor que yo podría perdonarle lo que le ofendería en seguida en un hombre más joven; sí, o en un hombre más feliz, capitán Ahab.
—¡Demonios! Entonces, ¿te atreves a pensar críticas contra mí? ¡A cubierta!
—No, capitán, todavía no; se lo ruego. Me atrevo, capitán... a perdonar. ¿No vamos a entendernos mejor que hasta ahora, capitán Ahab?

Ahab agarró un mosquete cargado del armero (que forma parte del mobiliario de cabina en la mayor parte de los barcos del mar del Sur) y apuntando con él a Starbuck, exclamó:

—¡Hay un solo Dios que sea Señor de la tierra, y un solo capitán que sea señor del Pequod! ¡A cubierta!

Durante un momento, por los ojos centelleantes del oficial y sus mejillas encendidas se habría creído casi que realmente había recibido el estampido del tubo que le apuntaba. Pero, dominando su emoción, se levantó casi tranquilo y, al abandonar la cabina, se detuvo un momento y dijo:

—¡Me ha ultrajado, no me ha ofendido, capitán! Pero no le pido que se cuide de Starbuck; se reiría; sino que Ahab se cuide de Ahab; cuidado consigo mismo, viejo.
—Se pone valiente, pero obedece sin embargo, ¡una valentía muy cuidadosa ésa! —murmuró Ahab, cuando Starbuck desaparecía—. ¿Qué es lo que ha dicho: que Ahab se cuide de Ahab? ¡Debe de haber algo ahí!

Entonces, usando sin darse cuenta el mosquete como bastón, con ceño de hierro dio vueltas de un lado para otro por la pequeña cabina, pero al fin los gruesos pliegues de la frente se ablandaron y, devolviendo el mosquete al armero, salió a cubierta.

—Eres un muchacho demasiado bueno, Starbuck —dijo en voz baja al oficial; y luego levantó la voz hacia los tripulantes—: ¡Aferrar juanetes, rizar gavias y velachos; braza mayor; arriba los Burtons, y a desestibar la bodega! Quizá sería vano preguntarse por qué exactamente actuó así Ahab, respetando a Starbuck.

Quizá habría sido por un destello de honradez en él; o por mera política de prudencia, que, en esas circunstancias, prohibía imperiosamente el más leve síntoma de desafecto, aunque fuera pasajero, en alguien tan importante como el primer oficial de su barco. Como quiera que fuese, se ejecutaron las órdenes y se izaron los Burtons.

Capítulo CX

Queequeg en su ataúd


Después de un examen se observó que los últimos barriles estibados estaban totalmente indemnes y que el escape debía de estar más abajo. De manera que, estando el tiempo en calma, se siguió el trabajo de reconocimiento, perturbando el descanso de los enormes envases alineados e izando aquellas moles enormes desde la penumbra de media noche a la luz del día, arriba. Tan hondos se hallaban, y tan corroídos, mohosos y antiguos parecían los barriles de las filas inferiores, que al verlos casi se tenía la idea de alguna mocheta que contuviera monedas del capitán Noé, con carteles, previniendo, aunque en vano, del diluvio al mundo antiguo. Fueron izadas también, unas tras otras, las barricas de pan, agua y carne, las duelas sueltas de barril y los líos de zunchos, hasta que se hizo complicado el conseguir andar por cubierta, y el casco hueco resonaba bajo las pisadas como si anduviera sobre catacumbas vacías, y cabeceaba y se mecía en el mar como una damajuana llena de aire. Al buque le pesaba la calabaza, como a un famélico estudiante con la cabeza llena de Aristóteles. Menos mal que por entonces no nos visitó ningún tifón.

Pero he aquí que fue entonces cuando mi pobre camarada infiel y amigo del alma, Queequeg, cogió unas fiebres que le pusieron al borde de la tumba.

Es necesario hacer constar que en esta profesión de ballenero no existen las sinecuras. La dignidad y el peligro van de la mano hasta que se llega a capitán, y cuanto más alto el grado, más dura la faena. Esto ocurría con el pobre Queequeg, quien no sólo tenía que hacer frente a la furia de la ballena viva, sino, como ya hemos visto antes, descender finalmente sobre su lomo muerto en un mar agitado, y bajar a la penumbra de la cala para sudar amargamente todo el día, manejando y estibando los más pesados barriles. Para abreviar, a los arponeros se les llama, entre balleneros, los “asideros”.

¡Pobre Queequeg! Deberíais haberos asomado por la escotilla para verle, allí abajo, mientras el barco estaba medio destripado: sin otra ropa que sus calzones, el tatuado salvaje se arrastraba entre el fango y la humedad, como un gran lagarto verde y con pintas, en el fondo de un pozo. Y un pozo, más bien una fresquera, resultó ser para él, no se sabe cómo, pobre pagano; pues allí, por extraño que parezca, a pesar de todo el calor de sus sudores, le entró un terrible enfriamiento que se convirtió en fiebre, y por fin, después de sufrir varios días, le hizo caer en su hamaca, cerca del umbral de la puerta de la muerte. ¡Cómo se consumió, cada vez más, en aquellos pocos días lentos, hasta que pareció quedar de él poco más que su esqueleto y su tatuaje! Pero todo lo demás en él se adelgazó, y sus mandíbulas se pusieron más salientes, aunque sus ojos parecían volverse cada vez más llenos: adquirieron una extraña suavidad y lustre, y, con benevolencia, a la vez que con profundidad, se asomaban a miraros desde su enfermedad, prodigioso testimonio de esa salud inmortal en él, que no podía morir o debilitarse. Y como círculos en el agua, que se expansionan al debilitarse, así sus ojos parecían extenderse en redondo como los anillos de la Eternidad. Un horror que no puede nombrarse os invadía al sentaros al lado de aquel salvaje que se extinguía, y veíais tantas cosas extrañas en su cara como las que pudieron observar los que estaban al lado de Zoroastro cuando murió. Pues cuanto es de veras prodigioso y temible en el hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros. Y el acercamiento de la muerte, que nivela a todos por igual, igualmente infunde en todos una última revelación que sólo podría contar adecuadamente un escritor de entre los muertos. Así que —digámoslo una vez más— ningún caldeo o griego agonizante tuvo pensamientos más altos y sagrados que aquellos cuyas misteriosas sombras veíais deslizarse sobre la cara del pobre Queequeg, tendido tranquilamente en su hamaca oscilante, mientras el mar agitado parecía mecerle suavemente para su reposo final, y la invisible marea desbordada del océano le elevaba cada vez más hacia su destino celestial. No hubo marinero en la tripulación que no le diese por perdido, y, en cuanto al pobre Queequeg, lo que pensaba de su situación se manifestó de modo impresionante por un curioso favor que pidió. Llamó a uno, en el grisáceo cuarto de guardia de alba, y aferrándole por la mano, dijo que cuando estaba en Nantucket había visto por casualidad ciertas pequeñas canoas de madera oscura, como la lujosa madera de guerra de su isla nativa; y, al preguntar, había sabido que a todos los balleneros que morían en Nantucket les ponían en esas canoas oscuras, y le había gustado mucho la idea de ser sepultado así, pues no se diferenciaba mucho de la costumbre de los de su propia raza, que, después de embalsamar a un guerrero muerto, le tendían en su canoa, y le dejaban así derivar flotando hacia los archipiélagos de las estrellas, pues no sólo creen que las estrellas son islas, sino que más allá de todos los horizontes visibles, sus propios mares benévolos y sin límites afluyen a los cielos azules, y así forman las blancas rompientes de la Vía Láctea. Añadió que se estremecía a la idea de ser sepultado en su hamaca, conforme a la habitual costumbre marinera, lanzado, como algo vil, a los tiburones devoradores de la muerte. No: él deseaba una canoa como las de Nantucket, tanto más adecuadas para él, como ballenero, porque, igual que las lanchas balleneras, esas canoas ataúdes no tenían quilla, aunque ello implicaba un rumbo incierto y mucha deriva por las eras de tiniebla.

Ahora, cuando se hizo saber a popa esta extraña circunstancia, el carpintero recibió orden en seguida de cumplir la petición de Queequeg, implicara lo que implicara. Había a bordo alguna vieja madera exótica, de color ataúd, que, en un largo viaje anterior, se había cortado de los bosques aborígenes de las islas Laquedivas, y se recomendó que se hiciera el ataúd con esas oscuras tablas. Tan pronto como el carpintero conoció la orden, tomó la regla y, con la indiferente prontitud de su temperamento, marchó al castillo de proa y tomó medidas a Queequeg con gran exactitud, marcando sistemáticamente con tiza la persona de Queequeg cuando trasladaba la regla.

—¡Ah, pobre muchacho! Ahora se tendrá que morir — exclamó el marinero de Long Island.

Al volver a su banco de los tornillos, el carpintero, para su comodidad y para referencia general, trasladó a él la medida de la longitud exacta que había de tener el ataúd, y luego hizo permanente el traslado cortando dos muescas en sus extremos. Hecho esto, requirió las tablas y las herramientas y se puso al trabajo.

Una vez clavado el último clavo, y debidamente alisada y encajada la tapa, se echó ligeramente a hombros el ataúd y marchó a proa con él, preguntando si estaban preparados ya para él en aquella parte.

Dándose cuenta de los gritos indignados, pero casi jocosos, con que la gente de cubierta empezó a rechazar el ataúd, Queequeg, con consternación de todos, mandó que le trajeran al momento aquel objeto, y no cupo negárselo, visto que, de todos los mortales, ciertos agonizantes son los más tiránicos; y la verdad es que, puesto que dentro de poco nos molestarán tan poco para siempre, hay que tener indulgencia con esos pobres hombres.

Asomándose desde la hamaca, Queequeg observó largamente el ataúd con ojos atentos. Luego pidió el arpón, hizo que le sacaran el palo y que pusieran la parte de hierro en el ataúd, junto con uno de los canaletes de la lancha. También a petición suya, se pusieron galletas dentro, alrededor de los costados; en la cabecera se colocó un frasco de agua dulce, y una bolsita de tierra leñosa rascada en el fondo de la sentina; y, enrollado en un trozo de lona de vela a modo de almohada, Queequeg pidió que le subieran a su lecho final, para poder probar sus comodidades, si es que las tenía. Estuvo tendido unos minutos sin moverse, y luego dijo a uno que fuera a su bolsa y le trajera su diosecillo Yojo. Después, cruzando los brazos sobre el pecho, con Yojo en medio, pidió la tapa del ataúd (la escotilla, la llamó) para que se la pusieran. La parte de la cabeza se doblaba con un gozne de cuero, y allí quedó Queequeg en su ataúd, dejando a la vista poco más que su rostro sereno.

—Rarmai («sirve, es cómodo») —murmuró por fin, e hizo una señal de que le volvieran a poner en su hamaca.

Pero antes que se hiciera esto, Pip, que había andado dando vueltas furtivamente por allí cerca durante todo este tiempo, se aproximó adonde estaba tendido, y, con suaves sollozos, le tomó de la mano, sosteniendo en la otra su pandereta.

—¡Pobre vagabundo! ¿Nunca habrás acabado todo ese fatigoso vagabundeo? ¿Adónde vas ahora? Pero si las corrientes no te llevan a esas dulces Antillas cuyas aguas sólo están batidas por lirios de agua, ¿me harás un recadito? Busca a un tal Pip, que se ha perdido hace mucho; creo que está en esas Antillas lejanas. Si le encuentras, consuélale, pues debe de estar muy triste, porque, ¡mira!, se ha dejado olvidada la pandereta: y la he encontrado. ¡Tan, tan, tarantán! Ea, Queequeg, muérete; y yo te tocaré la marcha fúnebre.
—He oído decir —murmuró Starbuck, mirando por el portillo— que, en fiebres violentas, hombres muy ignorantes han hablado en lenguas antiguas, y que, cuando se examina ese misterio, resulta siempre que en su niñez, completamente olvidada, esas antiguas lenguas las hablaban realmente algunos elevados sabios al alcance de sus oídos. Así, mi confianza más amorosa es que Pip, en esta extraña dulzura de su demencia, nos ofrece celestes garantías de todos nuestros hogares celestes. ¿Dónde ha aprendido esto, si no allí? ¡Oíd! Vuelve a hablar, pero ahora más agitado.
—¡Formad de dos en fondo! ¡Hagámosle general! ¡Eh!, ¿dónde está su arpón? Ponedlo aquí cruzado. ¡Tan, tan, tarantán! ¡Hurra! ¡Ah, si un gallo de pelea se le posara ahora en la cabeza y cantara! ¡Queequeg muere como un valiente! Fijaos en esto: ¡Queequeg muere como un valiente! Atentos a esto: ¡Queequeg muere como un valiente! Eso digo: ¡valiente, valiente, valiente! ¡Pero el vil del pequeño Pip murió como un cobarde, murió todo temblando! ¡Fuera con Pip! Oíd, si encontráis a Pip, decid a todas las Antillas que es un desertor; ¡un cobarde, un cobarde, un cobarde! ¡Decidles que saltó de una ballenera! Nunca tocaría yo la pandereta por el vil Pip, ni le saludaría como general, si se muriera otra vez aquí. ¡No, no! Vergüenza para todos los cobardes: ¡vergüenza para ellos! Que se ahoguen como Pip, que saltó de una ballenera. ¡Vergüenza, vergüenza!

Durante todo esto, Queequeg seguía tendido con los ojos cerrados, como si soñara. Se llevaron a Pip, y volvieron a poner al enfermo en su hamaca.

Pero ahora que al parecer había hecho todos los preparativos para la muerte; ahora que se había visto que el ataúd le venía bien, Queequeg de repente mejoró; pronto pareció no haber necesidad de la caja del carpintero; y por tanto, cuando algunos expresaron su complacida sorpresa, él dijo, en sustancia, que la causa de su súbita convalecencia era ésta: en un momento crítico, se había acordado de una pequeña obligación en tierra que dejaba sin cumplir; y por tanto, había cambiado de intención en cuanto a morir: no se podía morir todavía, aseguró. Le preguntaron si vivir o morir era asunto de su propio albedrío y gusto soberano. Contestó que ciertamente. En resumen, Queequeg se imaginaba que si un hombre se decidía a vivir, la mera enfermedad no podía matarle; nada sino una ballena, o una galerna, o algún destructor violento, ingobernable e ininteligente de este tipo.

Ahora, hay esta notable diferencia entre el salvaje y el civilizado: que mientras un hombre civilizado enfermo puede pasar seis meses convaleciente, hablando en general, un salvaje enfermo se pone casi bien en un día. Así, en poco tiempo mi Queequeg recobró fuerza, y por fin, después de estar sentado en el molinete durante unos pocos días de indolencia (pero comiendo con apetito vigoroso), se puso de pie de repente, extendió los brazos y las piernas, se estiró bien, bostezó un poco y luego, saltando a la proa de su lancha izada y blandiendo un arpón, se declaró capaz de pelea.

Con salvaje extravagancia, ahora usó el ataúd como cofre marinero, y vaciando la ropa de su saco, la puso en orden allí. Pasó muchas horas de ocio tallando la tapa con toda clase de figuras y dibujos grotescos, y pareció que con eso intentaba copiar, a su tosca manera, partes del retorcido tatuaje de su cuerpo. Y ese tatuaje había sido obra de un difunto profeta y vidente de su isla, que, con esos signos jeroglíficos, había escrito en su cuerpo una completa teoría de los cielos y la tierra, y un tratado místico sobre el arte de alcanzar la verdad; de modo que Queequeg, en su misma persona, era un enigma por resolver; una prodigiosa obra en un solo volumen; pero cuyos misterios no sabía leer él mismo, aunque su propio corazón vivo latiera contra ellos; y esos misterios, por tanto, estaban destinados a disiparse con el pergamino vivo en que estaban inscritos, y quedar así sin resolver en definitiva. Y esta idea debió ser lo que sugirió a Ahab aquella salvaje exclamación suya, una mañana, al volverse de espaldas después de inspeccionar al pobre Queequeg:

—¡Ah, diabólico suplicio de Tántalo de los dioses!





No hay comentarios:

Publicar un comentario