Capítulo CVII
EL CARPINTERO
Siéntate
como un sultán entre las lunas de Saturno y toma al hombre a solas, en elevada
abstracción: parecerá un prodigio, una grandeza, un dolor. Pero desde ese mismo
punto de vista, toma a la humanidad en masa, y en su mayor parte, parecerá un
populacho de duplicados innecesarios, tan simultáneos como hereditarios. Pero
aun tan humilde como era, y tan lejos de ofrecer un ejemplo de la elevada
abstracción humana, el carpintero del Pequod no era ningún duplicado; de aquí
que ahora salga en persona a escena.
Como todos
los carpinteros que se hacen a la mar, y más especialmente aquellos que
pertenecen a barcos balleneros, éste, en cierta medida práctica y desenvuelta,
estaba igualmente experimentado en numerosas industrias y actividades
colaterales de la suya propia, ya que el trabajo de carpintero es el antiguo
tronco ramificado de todas esas numerosas artesanías que tienen más o menos que
ver con la madera como material auxiliar. Pero, además de que se le aplicara
esa anterior observación genérica, este carpintero del Pequod era singularmente
eficaz en esas mil innominadas emergencias mecánicas que ocurren continuamente
en un barco grande, durante un viaje de tres o cuatro años, por mares lejanos y
sin civilización. Pues, para no hablar de su prontitud en los deberes
ordinarios—reparar lanchas desfondadas o perchas abatidas, corregir la forma de
remos de pala tosca, insertar en el puente ojos de buey, o clavijas de madera
nuevas en las tablas de los costados, y otros asuntos variados, más o menos
directamente pertenecientes a su oficio especial—, además, era experto sin
vacilación en toda clase de aptitudes opuestas, tanto útiles como caprichosas.
La única
grandiosa escena donde ejecutaba todos sus variados papeles, tan diversos, era
su banco con tornillos: una larga mesa, ruda y pesada, provista de diversos
tornillos, de diferentes tamaños, tanto de hierro como de madera. En todo
momento, excepto cuando había ballenas al costado, este banco estaba
sólidamente sujeto de través, junto a la parte de atrás de la refinería.
Se encuentra
que una cabilla es demasiado gruesa para insertarse fácilmente en su agujero:
el carpintero la sujeta en uno de sus tornillos siempre dispuestos, e
inmediatamente la reduce con la lima. Un extraviado pájaro terrestre, de
extraño plumaje, cae a bordo y es cautivado: con limpias varas cepilladas de
hueso de ballena franca, y con travesaños de marfil de cachalote, el carpintero
le hace una jaula en forma de pagoda. Un remero se disloca la muñeca: el
carpintero cuece una loción aliviadora. Stubb desea que se pinten estrellas de
bermellón en la pala de cada remo: atornillando los remos en su gran tornillo
de madera, el carpintero proporciona con simetría la constelación. A un
marinero se le antoja llevar en las orejas aros de hueso de tiburón: el
carpintero le perfora las orejas. A otro le duelen las muelas: el carpintero
saca las tenazas, y dando una palmada en el banco, le manda sentarse allí, pero
el pobre hombre, sin poderlo remediar, retrocede a mitad de la operación:
haciendo girar el mango de su tornillo de madera, el carpintero le hace señas
de que meta en él la mandíbula, si quiere que le saque la muela.
Así, este
carpintero estaba preparado en todos los puntos, e igualmente indiferente y sin
respeto en todos. Las muelas las consideraba como trozos de marfil; las cabezas
las tomaba por montones de virador; a los hombres mismos, los trataba con tanta
ligereza como cabrestantes. Pero entonces, con tal variadas dotes en tan ancho
campo, y con tal vivacidad de experiencia, además, todo ello parecería exigir
alguna extraordinaria vivacidad de inteligencia. Sin embargo, no era
exactamente así. Pues lo más notable de este hombre era cierta estolidez
impersonal, por así decir; impersonal, digo; pues se difumaba tanto en el
circundante infinito de las cosas, que parecía unido a la estolidez general
discernible en todo el mundo visible, el cual, a la vez que incesantemente
activo en incontables modos, sigue externamente conservando su calma, y os
ignora aunque excavéis cimientos de catedrales. Pero esa estolidez casi
horrible que había en él, implicando también, al parecer, una falta de
sensibilidad que se ramificaba por todo, sin embargo, a veces se entreveraba
extrañamente de un antiguo humor, antediluviano, jadeante, como una muleta, no
exento de vez en cuando de una cierta ingeniosidad casi encanecida, tal como
habría servido para pasar el tiempo durante la guardia de medianoche en el
barbudo castillo de proa del arca de Noé. ¿Era que ese viejo carpintero había
sido un vagabundo vitalicio, que, con tanto rodar de acá para allá, no sólo no
había criado musgo, sino, lo que es más, se había despojado con el roce de
cualquier pequeña adherencia exterior que en principio le hubiera
correspondido? Era una abstracción desnuda; una integral sin fracciones; sin
compromiso, como un niño recién nacido; viviendo sin referencia premeditada a
este mundo ni al siguiente. Casi podríais decir que esta extraña ausencia de
compromiso en él implicaba una suerte de falta de inteligencia; pues, en sus
numerosas actividades, no parecía trabajar por razón o instinto, o simplemente
porque le hubieran enseñado, o por cualquier mixtura de estas cosas, igual o
desigual, sino meramente por una especie de proceso sordo y mudo,
espontáneamente literal. Era un puro manipulador; su cerebro, si es que lo
tenía, debía haberse filtrado a los músculos de los dedos. Era como uno de esos
artilugios de Sheffield, irracionales, pero altamente útiles, multum in parvo,
que toman el aspecto exterior —aunque un poco hinchado— de una navaja corriente
de bolsillo, pero contienen no sólo filos de varios tamaños, sino también
sacacorchos, destornilladores, tenacillas, leznas, plumas, reglas, limas de
uñas y gubias. Así, si sus superiores querían usar al carpintero como
destornillador, no tenían que hacer más que abrir esa parte suya, y el tornillo
quedaba en su sitio; o si como tenacillas, le tomaban por las piernas, y ya
estaba. Con todo, como se ha sugerido anteriormente, este carpintero
herramienta universal y plegable no era, después de todo, ninguna simple
máquina autómata. Si no tenía un alma corriente, tenía un algo sutil que, no se
sabe cómo, cumplía de modo anómalo esa función. No es posible decir qué era, si
esencia de mercurio, o unas pocas gotas de amoníaco. Pero ahí estaba, y ahí había
permanecido durante sesenta años o más. Y era eso, ese mismo inexplicable y
astuto principio vital en él, era eso lo que le hacía estar gran parte del
tiempo en soliloquio, pero sólo como una rueda irracional, que también zumbaba
en soliloquio; o más bien, su cuerpo era una garita y ese soliloquizador estaba
allí de guardia, hablando todo el tiempo para mantenerse despierto.
Capítulo CVIII
AHAB Y EL CARPINTERO
En cubierta.
Cuarto de guardia deprima. El carpintero, de pie ante su banco con tornillos, y
a la luz de dos faroles, limando diligentemente el trozo de marfil para la
pierna, que está firmemente sujeto en el tornillo. Placas de marfil, correas de
cuero, al mohadillas, tornillos y diversas herramientas de todas clases están
dispersas por la mesa. Delante, se ve la llama roja de la forja donde trabaja
el herrero
—¡Maldita la
lima y maldito el hueso! Es duro lo que debería ser blando, y es blando lo que
debería ser duro. Así vamos nosotros, los que limamos viejas mandíbulas y
huesos de espinilla. Probemos otro. Eso, ahora eso funciona mejor (estornuda).
Hola, este polvo de hueso es... (estornuda), sí, es... (estornuda) ¡Válgame
Dios, no me va a dejar hablar! Eso es lo que saca ahora un viejo por trabajar
en leño muerto. Serrad un árbol vivo, y no se saca este polvo; amputad una
pierna viva, y no se saca (estornuda). Vamos, vamos, viejo Smut; ea, mete mano
y tengamos esa férula y ese tornillo de hebilla; yo ya estoy casi listo para
ellos. Suerte ahora (estornuda) que no hay que hacer juntura de la rodilla; eso
podría desconcertar un poco, pero un simple hueso de espinilla, vaya, es tan
fácil como hacer pértigas para rodrigones; sólo que me gustaría darle un buen
acabado. Tiempo, tiempo, sólo con que tuviera tiempo, le podría hacer una
pierna tan bonita como jamás (estornuda) haya hecho una reverencia a una dama
en un salón. Esas piernas y pantorrillas de cabritilla que he visto en los
escaparates no se le compararían en absoluto.
Absorben el
agua, desde luego, y claro, se vuelven reumáticas, y hay que curarlas
(estornuda) con lavados y lociones, igual que las piernas vivas. Ea; antes de
serrarla tengo que llamar al viejo de Su Mongolidad, a ver si va bien de largo;
en todo caso, estará corta, me parece. ¡Ah, ése es su tranco!; tenemos suerte;
ahí viene, o si no, es otro; eso es seguro.
AHAB
(avanzando)
Durante la
siguiente escena, el carpintero sigue estornudando de vez en cuando.
—¡Bueno,
constructor de hombres!
—Muy a
tiempo, capitán. Si le parece bien, voy ahora a marcar la longitud. Déjeme
tomar medidas, capitán.
—¡Medidas
para una pierna! Bueno. En fin, no es la primera vez. ¡A ella! Ea; pon un dedo
encima. Es un tornillo fuerte el que tienes aquí, carpintero; déjame sentir por
una vez cómo aprieta. Eso, eso; pellizca bastante.
—Ah,
capitán, rompe los huesos: ¡cuidado, cuidado!
—No temas,
me gusta un buen apretón, me gusta sentir algo a que pueda agarrarme en este
mundo resbaloso, hombre. ¿Qué hace ahí Prometeo? El herrero, quiero decir...
¿Qué
hace?
—Debe de
estar forjando ahora el tornillo de hebilla, capitán.
—Muy bien.
Es una asociación: él aporta la parte muscular. ¡Está haciendo una terrible
llamarada
roja!
—Sí, señor;
tiene que ponerlo al rojo blanco para esa clase de trabajo delicado.
—Hum... Sí
que tiene. Me parece, ahora, una cosa muy significativa que ese antiguo griego,
Prometeo, el que hizo los hombres, según dicen, fuera un herrero, y les animara
con fuego, pues lo que está hecho en fuego debe pertenecer propiamente al
fuego; así que el infierno no es probable. ¡Cómo vuela el hollín! Esto debe de
ser el resto con que el griego hizo a los africanos. Carpintero, cuando ése
acabe con la hebilla, dile que forje un par de hombreras de acero; tenemos a
bordo un vendedor ambulante con una carga abrumadora.
—¿Capitán?
—Espera, ya
que Prometeo anda en ello, le encargaré un hombre completo según un modelo
deseable. Ante todo, de cincuenta pies del alto, sin zapatos; luego, el pecho
modelado conforme al túnel del Támesis; luego, piernas con raíces, para
quedarse en el mismo sitio; luego, brazos de tres pies a través de la muñeca;
sin corazón en absoluto, la frente de bronce, y cerca de un cuarto de acre de
buenos sesos; y vamos a ver..., ¿encargaré unos ojos que miren hacia fuera? No,
pero ponle una claraboya en lo alto de la cabeza para iluminar el interior. Ea,
recibe el encargo y vete.
—Pero ¿de
qué habla, y a quién habla? Me gustaría saberlo. ¿He de seguir aquí quieto?
(Aparte.)
—Es una
arquitectura muy mediocre hacer una cúpula ciega; aquí hay una. No, no, no;
hace falta una linterna.
—¡Ah, ah!
¿Es eso, entonces? Aquí hay dos, capitan; me basta una.
—¿Para qué
me metes en la cara este atrapa ladrones, hombre? Apuntar con una luz es peor
que apuntar con una pistola.
—Creía,
capitan, que hablaba al carpintero.
—¿Al
carpintero? Bueno, eso es..., pero no; es un asunto muy elegante y, podría
decir, extremadamente señorial el que traes entre manos, carpintero...; ¿o
preferirías trabajar en arcilla?
—¿Capitán?
¿Arcilla, arcilla, capitán? Eso es fango; dejemos la arcilla a los cavadores de
zanjas,
capitán.
—¡Ese
compadre es muy irreverente! ¿De qué estornudas?
—El hueso es
bastante polvoriento, capitán.
—Entiende
entonces la alusión, y cuando estés muerto, no te entierres jamás debajo de las
narices de la gente viva.
—¿Eh,
capitán? ¡Ah, sí! Ya supongo... Sí...¡Ah, caramba!
—Mira,
carpintero; supongo que te consideras un artesano hábil como es menester, ¿eh?
Bueno, entonces, hablará mucho a favor de tu trabajo si, cuando me ponga encima
de la pierna que me haces, siento, no obstante, otra pierna en el mismísimo
sitio que ella; esto es, carpintero, mi antigua pierna perdida; la de carne y
hueso, quiero decir. ¿No puedes expulsar a ese viejo Adán?
—La verdad,
capitán, ahora empiezo a comprender algo. Sí, he oído decir algo curioso por
ese lado, capitán: cómo un hombre desarbolado nunca pierde por completo la
sensación de su vieja percha, sino que a veces le sigue picando. ¿Puedo
preguntarle humildemente si es de verdad, capitán?
—Sí, lo es,
hombre. Mira, pon tu pierna viva aquí, en el sitio donde estaba la mía; así,
ahora hay sólo una pierna visible para los ojos, pero dos para el alma. Donde
siente la vida hormigueante, ahí, exactamente ahí, por un pelo, yo la siento
también. ¿Es una adivinanza?
—Yo lo
llamaría humildemente un rompecabezas, capitán.
—Oye,
entonces. ¿Cómo sabes tú que una cosa entera, viva, pensante, no puede estar de
modo visible y sin interpretación precisamente donde estabas tú ahora, sí, y
que no esté ahí a pesar tuyo? En tus horas más solitarias, entonces, ¿no temes
que alguien esté escuchando? ¡Alto, no hables! Y si siento todavía el escozor
de mi pierna aplastada, aunque ya hace tanto que se ha disuelto, entonces, ¿por
qué ahora tú, carpintero, no puedes sentir las feroces penas del infierno para
siempre, y sin cuerpo? ¡Ah!
—¡Dios mío!
La verdad, señor, si vamos a eso, tengo que volver a calcular; creo que no
tenía una cifra corta, capitán.
—Mira, los
imbéciles no deben nunca hacer suposiciones. ¿Cuánto tardará en estar hecha la
pierna?
—Quizá una
hora, capitán.
—¡Date prisa
con ella, entonces, y tráemela! (Se vuelve para marcharse.) ¡Ah, Vida! ¡Aquí
estoy yo, orgulloso como un dios griego, y sin embargo quedo deudor a este
estúpido de un hueso en que erguirme! ¡Maldito sea ese endeudamiento recíproco
que no deja prescindir de libros mayores! Querría ser tan libre como el aire, y
estoy apuntado en los libros del mundo entero. Soy tan rico que podría haber
rivalizado con los más ricos pretorianos en la subasta del Imperio romano (que
fue la del mundo), y sin embargo debo la carne de la lengua con que presumo.
¡Por los Cielos! Tomaré un crisol y me meteré en él, y me disolveré en una sola
pequeña vértebra compendiadora. Eso.
CARPINTERO
(continuando su trabajo).
— ¡Bueno,
bueno, bueno! Stubb le conoce mejor que nadie, y Stubb siempre dice que es
raro; no dice nada sino esa palabrita suficiente: «raro», es raro, dice Stubb;
es raro..., raro, raro; y no deja de machacárselo al señor Starbuck todo el
tiempo...; raro, sí, señor..., raro, raro, muy raro. ¡Y aquí está su pierna!
Sí, ahora que lo pienso, aquí está su compañera de cama: ¡tiene un bastón de
mandíbula de ballena por esposa! Y ésta es su pierna: sobre ella se erguirá.
¿Qué era aquello de una sola pierna que estaba en tres sitios, y los tres
sitios estaban en un solo infierno...; cómo era eso? ¡Ah, no me extraña que me
mirara con tanto desprecio! A veces tengo ideas extrañas, dicen; pero eso es
sólo por azar. Luego, un tipo viejo, bajo, pequeño, como yo, no debería nunca
meterse a vadear en aguas profundas con capitanes altos como avutardas, el agua
le llega a uno en seguida a la barbilla, y se arma un griterío pidiendo lanchas
de salvamento. ¡Y aquí está mi pierna de avutarda! ¡Larga y esbelta, cómo no!
Ahora a la mayor parte de la gente, un par de piernas les dura toda la vida, y
eso debe de ser porque las usan con cuidado, como una anciana de corazón tierno
usa a sus viejos y bien comidos caballos de tiro. Pero Ahab, ¡ah!, es un
cochero muy duro. Mira, ha conducido una pierna a la muerte, y la otra la ha
estropeado de por vida, y ahora gasta las piernas de hueso por cestos. ¡Ea,
vamos, Smut! Echa una mano aquí con esos tornillos, y vamos a terminar antes
que el tío de la resurrección venga con su trompeta a llamar a todas las
piernas, verdaderas o postizas, igual que los hombres de la cervecería van por
ahí recogiendo los barriles viejos de cerveza para volverlos a llenar. ¡Qué
pierna es ésta! Parece una pierna viva de verdad, limada hasta el mismo núcleo;
él se apoyará mañana en ella; tomará posiciones sobre ella. ¡Hola! Casi me
olvidaba la plaquita ovalada de marfil pulido donde calcula la latitud. ¡Ea,
ea; cincel, lima y papel de lija, vamos!
Capítulo CIX
AHAB Y STARBUCK EN LA CABINA
Según la
costumbre, a la mañana siguiente estaban achicando el barco con las bombas,
cuando he aquí que salió no poco aceite con el agua: los toneles de abajo
debían de perder bastante. Se notó mucha preocupación, y Starbuck bajó a la
cabina a informar de ese asunto desfavorable.
Ahora, desde
el suroeste, el Pequod se acercaba a Formosa y a las islas Bashi, entre las
cuales se abre uno de los pasos tropicales desde los mares de China al
Pacífico. Y así, Starbuck encontró a Ahab con una carta general de los
archipiélagos orientales extendida ante él, y otra parte mostraba las largas costas
orientales de las islas japonesas, Niphon, Matsmai y Sikoke. Con su nívea
pierna nueva de marfil apoyada contra la pata atornillada de la mesa, y con una
larga navaja, en forma de gancho jardinero, en la mano, el portentoso viejo,
con la espalda hacia la porta, arrugaba la frente y volvía a trazar antiguos
recorridos.
—¿Quién está
ahí? —dijo al oír los pasos en la puerta, pero sin volverse—. ¡A cubierta!
¡Fuera!
—El capitán
Ahab se equivoca; soy yo. El aceite en la sentina se está saliendo, capitán.
Tenemos que
izar los Burtons, y desestibar.
—¿Izar los
Burtons y desestibar? ¿Ahora que nos acercamos al Japón, ponernos al pairo una
semana para lañar un montón de barriles viejos?
—O hacemos
eso, capitán, o perdemos en un solo día más aceite que el que podamos ganar en
un año. Lo que hemos navegado veinte mil millas para conseguir, vale la pena
conservarlo, capitán.
—Eso es, eso
es; si llegamos a conseguirlo.
—Hablaba del
aceite en la sentina, capitán.
—Y yo no
hablaba de eso en absoluto. ¡Fuera! Deja que se pierda. Yo mismo estoy
perdiendo todo. ¡Sí!, pérdidas en pérdidas; no sólo lleno de barriles que
pierden, sino que esos barriles que pierden están en un barco que pierde; y ésa
es una situación mucho peor que la del Pequod, hombre. Pero no me paro a tapar
la vía de agua; pues ¿quién la puede encontrar en un casco tan cargado, o cómo
esperar taparla, aunque la encuentre, en la galerna aullante de esta vida?
¡Starbuck! No voy a izar los Burtons.
—¿Qué dirán
los propietarios, capitán?
—Que los
propietarios se pongan en la playa de Nantucket a gritar más que los tifones.
¿Qué le importa a Ahab? ¿Propietarios, propietarios? Siempre me estás
fastidiando, Starbuck, con esos tacaños de propietarios, como si los
propietarios fueran mi conciencia. Pero mira, el único propietario verdadero de
algo es su jefe; y escucha, mi conciencia está en la quilla de este barco. ¡A
cubierta!
—Capitán
Ahab —dijo el oficial, enrojeciendo y entrando más en la cabina, con una osadía
tan extrañamente respetuosa y cauta que no sólo parecía casi tratar de evitar
la más leve manifestación externa, sino que también parecía más que a medias
desconfiada de sí misma— : un hombre mejor que yo podría perdonarle lo que le
ofendería en seguida en un hombre más joven; sí, o en un hombre más feliz,
capitán Ahab.
—¡Demonios!
Entonces, ¿te atreves a pensar críticas contra mí? ¡A cubierta!
—No,
capitán, todavía no; se lo ruego. Me atrevo, capitán... a perdonar. ¿No vamos a
entendernos mejor que hasta ahora, capitán Ahab?
Ahab agarró
un mosquete cargado del armero (que forma parte del mobiliario de cabina en la
mayor parte de los barcos del mar del Sur) y apuntando con él a Starbuck,
exclamó:
—¡Hay un
solo Dios que sea Señor de la tierra, y un solo capitán que sea señor del
Pequod! ¡A cubierta!
Durante un
momento, por los ojos centelleantes del oficial y sus mejillas encendidas se
habría creído casi que realmente había recibido el estampido del tubo que le
apuntaba. Pero, dominando su emoción, se levantó casi tranquilo y, al abandonar
la cabina, se detuvo un momento y dijo:
—¡Me ha
ultrajado, no me ha ofendido, capitán! Pero no le pido que se cuide de
Starbuck; se reiría; sino que Ahab se cuide de Ahab; cuidado consigo mismo,
viejo.
—Se pone
valiente, pero obedece sin embargo, ¡una valentía muy cuidadosa ésa! —murmuró
Ahab, cuando Starbuck desaparecía—. ¿Qué es lo que ha dicho: que Ahab se cuide
de Ahab? ¡Debe de haber algo ahí!
Entonces,
usando sin darse cuenta el mosquete como bastón, con ceño de hierro dio vueltas
de un lado para otro por la pequeña cabina, pero al fin los gruesos pliegues de
la frente se ablandaron y, devolviendo el mosquete al armero, salió a cubierta.
—Eres un
muchacho demasiado bueno, Starbuck —dijo en voz baja al oficial; y luego
levantó la voz hacia los tripulantes—: ¡Aferrar juanetes, rizar gavias y
velachos; braza mayor; arriba los Burtons, y a desestibar la bodega! Quizá
sería vano preguntarse por qué exactamente actuó así Ahab, respetando a
Starbuck.
Quizá habría
sido por un destello de honradez en él; o por mera política de prudencia, que,
en esas circunstancias, prohibía imperiosamente el más leve síntoma de
desafecto, aunque fuera pasajero, en alguien tan importante como el primer
oficial de su barco. Como quiera que fuese, se ejecutaron las órdenes y se
izaron los Burtons.
Capítulo CX
Queequeg en su ataúd
Después de
un examen se observó que los últimos barriles estibados estaban totalmente
indemnes y que el escape debía de estar más abajo. De manera que, estando el
tiempo en calma, se siguió el trabajo de reconocimiento, perturbando el
descanso de los enormes envases alineados e izando aquellas moles enormes desde
la penumbra de media noche a la luz del día, arriba. Tan hondos se hallaban, y
tan corroídos, mohosos y antiguos parecían los barriles de las filas inferiores,
que al verlos casi se tenía la idea de alguna mocheta que contuviera monedas
del capitán Noé, con carteles, previniendo, aunque en vano, del diluvio al
mundo antiguo. Fueron izadas también, unas tras otras, las barricas de pan,
agua y carne, las duelas sueltas de barril y los líos de zunchos, hasta que se
hizo complicado el conseguir andar por cubierta, y el casco hueco resonaba bajo
las pisadas como si anduviera sobre catacumbas vacías, y cabeceaba y se mecía
en el mar como una damajuana llena de aire. Al buque le pesaba la calabaza,
como a un famélico estudiante con la cabeza llena de Aristóteles. Menos mal que
por entonces no nos visitó ningún tifón.
Pero he aquí
que fue entonces cuando mi pobre camarada infiel y amigo del alma, Queequeg,
cogió unas fiebres que le pusieron al borde de la tumba.
Es necesario
hacer constar que en esta profesión de ballenero no existen las sinecuras. La
dignidad y el peligro van de la mano hasta que se llega a capitán, y cuanto más
alto el grado, más dura la faena. Esto ocurría con el pobre Queequeg, quien no
sólo tenía que hacer frente a la furia de la ballena viva, sino, como ya hemos
visto antes, descender finalmente sobre su lomo muerto en un mar agitado, y
bajar a la penumbra de la cala para sudar amargamente todo el día, manejando y
estibando los más pesados barriles. Para abreviar, a los arponeros se les
llama, entre balleneros, los “asideros”.
¡Pobre
Queequeg! Deberíais haberos asomado por la escotilla para verle, allí abajo,
mientras el barco estaba medio destripado: sin otra ropa que sus calzones, el
tatuado salvaje se arrastraba entre el fango y la humedad, como un gran lagarto
verde y con pintas, en el fondo de un pozo. Y un pozo, más bien una fresquera,
resultó ser para él, no se sabe cómo, pobre pagano; pues allí, por extraño que
parezca, a pesar de todo el calor de sus sudores, le entró un terrible
enfriamiento que se convirtió en fiebre, y por fin, después de sufrir varios
días, le hizo caer en su hamaca, cerca del umbral de la puerta de la muerte. ¡Cómo
se consumió, cada vez más, en aquellos pocos días lentos, hasta que pareció
quedar de él poco más que su esqueleto y su tatuaje! Pero todo lo demás en él
se adelgazó, y sus mandíbulas se pusieron más salientes, aunque sus ojos
parecían volverse cada vez más llenos: adquirieron una extraña suavidad y
lustre, y, con benevolencia, a la vez que con profundidad, se asomaban a
miraros desde su enfermedad, prodigioso testimonio de esa salud inmortal en él,
que no podía morir o debilitarse. Y como círculos en el agua, que se
expansionan al debilitarse, así sus ojos parecían extenderse en redondo como
los anillos de la Eternidad. Un horror que no puede nombrarse os invadía al
sentaros al lado de aquel salvaje que se extinguía, y veíais tantas cosas
extrañas en su cara como las que pudieron observar los que estaban al lado de
Zoroastro cuando murió. Pues cuanto es de veras prodigioso y temible en el
hombre, jamás se ha puesto aún en palabras o libros. Y el acercamiento de la
muerte, que nivela a todos por igual, igualmente infunde en todos una última
revelación que sólo podría contar adecuadamente un escritor de entre los
muertos. Así que —digámoslo una vez más— ningún caldeo o griego agonizante tuvo
pensamientos más altos y sagrados que aquellos cuyas misteriosas sombras veíais
deslizarse sobre la cara del pobre Queequeg, tendido tranquilamente en su
hamaca oscilante, mientras el mar agitado parecía mecerle suavemente para su
reposo final, y la invisible marea desbordada del océano le elevaba cada vez
más hacia su destino celestial. No hubo marinero en la tripulación que no le
diese por perdido, y, en cuanto al pobre Queequeg, lo que pensaba de su
situación se manifestó de modo impresionante por un curioso favor que pidió.
Llamó a uno, en el grisáceo cuarto de guardia de alba, y aferrándole por la
mano, dijo que cuando estaba en Nantucket había visto por casualidad ciertas
pequeñas canoas de madera oscura, como la lujosa madera de guerra de su isla
nativa; y, al preguntar, había sabido que a todos los balleneros que morían en
Nantucket les ponían en esas canoas oscuras, y le había gustado mucho la idea
de ser sepultado así, pues no se diferenciaba mucho de la costumbre de los de
su propia raza, que, después de embalsamar a un guerrero muerto, le tendían en
su canoa, y le dejaban así derivar flotando hacia los archipiélagos de las
estrellas, pues no sólo creen que las estrellas son islas, sino que más allá de
todos los horizontes visibles, sus propios mares benévolos y sin límites
afluyen a los cielos azules, y así forman las blancas rompientes de la Vía
Láctea. Añadió que se estremecía a la idea de ser sepultado en su hamaca,
conforme a la habitual costumbre marinera, lanzado, como algo vil, a los
tiburones devoradores de la muerte. No: él deseaba una canoa como las de Nantucket,
tanto más adecuadas para él, como ballenero, porque, igual que las lanchas
balleneras, esas canoas ataúdes no tenían quilla, aunque ello implicaba un
rumbo incierto y mucha deriva por las eras de tiniebla.
Ahora,
cuando se hizo saber a popa esta extraña circunstancia, el carpintero recibió
orden en seguida de cumplir la petición de Queequeg, implicara lo que
implicara. Había a bordo alguna vieja madera exótica, de color ataúd, que, en
un largo viaje anterior, se había cortado de los bosques aborígenes de las
islas Laquedivas, y se recomendó que se hiciera el ataúd con esas oscuras
tablas. Tan pronto como el carpintero conoció la orden, tomó la regla y, con la
indiferente prontitud de su temperamento, marchó al castillo de proa y tomó
medidas a Queequeg con gran exactitud, marcando sistemáticamente con tiza la
persona de Queequeg cuando trasladaba la regla.
—¡Ah, pobre
muchacho! Ahora se tendrá que morir — exclamó el marinero de Long Island.
Al volver a
su banco de los tornillos, el carpintero, para su comodidad y para referencia
general, trasladó a él la medida de la longitud exacta que había de tener el
ataúd, y luego hizo permanente el traslado cortando dos muescas en sus
extremos. Hecho esto, requirió las tablas y las herramientas y se puso al
trabajo.
Una vez
clavado el último clavo, y debidamente alisada y encajada la tapa, se echó
ligeramente a hombros el ataúd y marchó a proa con él, preguntando si estaban
preparados ya para él en aquella parte.
Dándose
cuenta de los gritos indignados, pero casi jocosos, con que la gente de
cubierta empezó a rechazar el ataúd, Queequeg, con consternación de todos,
mandó que le trajeran al momento aquel objeto, y no cupo negárselo, visto que,
de todos los mortales, ciertos agonizantes son los más tiránicos; y la verdad
es que, puesto que dentro de poco nos molestarán tan poco para siempre, hay que
tener indulgencia con esos pobres hombres.
Asomándose
desde la hamaca, Queequeg observó largamente el ataúd con ojos atentos. Luego
pidió el arpón, hizo que le sacaran el palo y que pusieran la parte de hierro
en el ataúd, junto con uno de los canaletes de la lancha. También a petición
suya, se pusieron galletas dentro, alrededor de los costados; en la cabecera se
colocó un frasco de agua dulce, y una bolsita de tierra leñosa rascada en el
fondo de la sentina; y, enrollado en un trozo de lona de vela a modo de
almohada, Queequeg pidió que le subieran a su lecho final, para poder probar
sus comodidades, si es que las tenía. Estuvo tendido unos minutos sin moverse,
y luego dijo a uno que fuera a su bolsa y le trajera su diosecillo Yojo.
Después, cruzando los brazos sobre el pecho, con Yojo en medio, pidió la tapa
del ataúd (la escotilla, la llamó) para que se la pusieran. La parte de la
cabeza se doblaba con un gozne de cuero, y allí quedó Queequeg en su ataúd,
dejando a la vista poco más que su rostro sereno.
—Rarmai
(«sirve, es cómodo») —murmuró por fin, e hizo una señal de que le volvieran a
poner en su hamaca.
Pero antes
que se hiciera esto, Pip, que había andado dando vueltas furtivamente por allí
cerca durante todo este tiempo, se aproximó adonde estaba tendido, y, con
suaves sollozos, le tomó de la mano, sosteniendo en la otra su pandereta.
—¡Pobre
vagabundo! ¿Nunca habrás acabado todo ese fatigoso vagabundeo? ¿Adónde vas
ahora? Pero si las corrientes no te llevan a esas dulces Antillas cuyas aguas
sólo están batidas por lirios de agua, ¿me harás un recadito? Busca a un tal
Pip, que se ha perdido hace mucho; creo que está en esas Antillas lejanas. Si
le encuentras, consuélale, pues debe de estar muy triste, porque, ¡mira!, se ha
dejado olvidada la pandereta: y la he encontrado. ¡Tan, tan, tarantán! Ea,
Queequeg, muérete; y yo te tocaré la marcha fúnebre.
—He oído
decir —murmuró Starbuck, mirando por el portillo— que, en fiebres violentas,
hombres muy ignorantes han hablado en lenguas antiguas, y que, cuando se
examina ese misterio, resulta siempre que en su niñez, completamente olvidada,
esas antiguas lenguas las hablaban realmente algunos elevados sabios al alcance
de sus oídos. Así, mi confianza más amorosa es que Pip, en esta extraña dulzura
de su demencia, nos ofrece celestes garantías de todos nuestros hogares
celestes. ¿Dónde ha aprendido esto, si no allí? ¡Oíd! Vuelve a hablar, pero
ahora más agitado.
—¡Formad de
dos en fondo! ¡Hagámosle general! ¡Eh!, ¿dónde está su arpón? Ponedlo aquí
cruzado. ¡Tan, tan, tarantán! ¡Hurra! ¡Ah, si un gallo de pelea se le posara
ahora en la cabeza y cantara! ¡Queequeg muere como un valiente! Fijaos en esto:
¡Queequeg muere como un valiente! Atentos a esto: ¡Queequeg muere como un
valiente! Eso digo: ¡valiente, valiente, valiente! ¡Pero el vil del pequeño Pip
murió como un cobarde, murió todo temblando! ¡Fuera con Pip! Oíd, si encontráis
a Pip, decid a todas las Antillas que es un desertor; ¡un cobarde, un cobarde,
un cobarde! ¡Decidles que saltó de una ballenera! Nunca tocaría yo la pandereta
por el vil Pip, ni le saludaría como general, si se muriera otra vez aquí. ¡No,
no! Vergüenza para todos los cobardes: ¡vergüenza para ellos! Que se ahoguen
como Pip, que saltó de una ballenera. ¡Vergüenza, vergüenza!
Durante todo
esto, Queequeg seguía tendido con los ojos cerrados, como si soñara. Se
llevaron a Pip, y volvieron a poner al enfermo en su hamaca.
Pero ahora
que al parecer había hecho todos los preparativos para la muerte; ahora que se
había visto que el ataúd le venía bien, Queequeg de repente mejoró; pronto
pareció no haber necesidad de la caja del carpintero; y por tanto, cuando
algunos expresaron su complacida sorpresa, él dijo, en sustancia, que la causa
de su súbita convalecencia era ésta: en un momento crítico, se había acordado
de una pequeña obligación en tierra que dejaba sin cumplir; y por tanto, había
cambiado de intención en cuanto a morir: no se podía morir todavía, aseguró. Le
preguntaron si vivir o morir era asunto de su propio albedrío y gusto soberano.
Contestó que ciertamente. En resumen, Queequeg se imaginaba que si un hombre se
decidía a vivir, la mera enfermedad no podía matarle; nada sino una ballena, o
una galerna, o algún destructor violento, ingobernable e ininteligente de este
tipo.
Ahora, hay
esta notable diferencia entre el salvaje y el civilizado: que mientras un
hombre civilizado enfermo puede pasar seis meses convaleciente, hablando en
general, un salvaje enfermo se pone casi bien en un día. Así, en poco tiempo mi
Queequeg recobró fuerza, y por fin, después de estar sentado en el molinete
durante unos pocos días de indolencia (pero comiendo con apetito vigoroso), se
puso de pie de repente, extendió los brazos y las piernas, se estiró bien,
bostezó un poco y luego, saltando a la proa de su lancha izada y blandiendo un
arpón, se declaró capaz de pelea.
Con salvaje
extravagancia, ahora usó el ataúd como cofre marinero, y vaciando la ropa de su
saco, la puso en orden allí. Pasó muchas horas de ocio tallando la tapa con
toda clase de figuras y dibujos grotescos, y pareció que con eso intentaba
copiar, a su tosca manera, partes del retorcido tatuaje de su cuerpo. Y ese
tatuaje había sido obra de un difunto profeta y vidente de su isla, que, con
esos signos jeroglíficos, había escrito en su cuerpo una completa teoría de los
cielos y la tierra, y un tratado místico sobre el arte de alcanzar la verdad; de
modo que Queequeg, en su misma persona, era un enigma por resolver; una
prodigiosa obra en un solo volumen; pero cuyos misterios no sabía leer él
mismo, aunque su propio corazón vivo latiera contra ellos; y esos misterios,
por tanto, estaban destinados a disiparse con el pergamino vivo en que estaban
inscritos, y quedar así sin resolver en definitiva. Y esta idea debió ser lo
que sugirió a Ahab aquella salvaje exclamación suya, una mañana, al volverse de
espaldas después de inspeccionar al pobre Queequeg:
—¡Ah,
diabólico suplicio de Tántalo de los dioses!
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - CXI, CXII, CXIII, CXIV, CXV y CXVI - Herman Melville"
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