Capítulo CIV
LA BALLENA FÓSIL
Por su mole
poderosa, la ballena ofrece un tema muy adecuado para extenderse en él,
amplificarlo, y, en general, demorarse. Aunque quisierais, no podríais
comprimirlo. En buen derecho, sólo debería tratarse en un infolio imperial.
Para no repetir una vez más los estadios que mide desde el agujero del chorro a
la cola, y las yardas que tiene de cintura, pensad sólo en las gigantescas
circunvoluciones de sus intestinos, que yacen en ella como grandes cables y
guindalezas guardados en adujas en el subterráneo sollado de un barco de
guerra.
Puesto que
me he propuesto manejar yo solo a este leviatán, me es preciso mostrarme
exhaustivamente omnisciente en la empresa, sin olvidar los más menudos gérmenes
seminales de su sangre, y desenrollándolo hasta el último rollo de sus tripas.
Habiéndole ya descrito en la mayor parte de sus peculiaridades habitatorias y
anatómicas, queda ahora ensalzarle desde un punto de vista arqueológico,
fosilífero y antediluviano. Aplicados a cualquier otro animal que el leviatán
—a una hormiga o una pulga— tan colosales términos podrían considerarse con
justicia como inmerecidamente grandilocuentes. Pero cuando el texto trata del
leviatán, la cosa cambia. Estoy contento de acercarme tambaleante a esta
empresa bajo las palabras más pesadas del diccionario. Y aquí ha de decirse que
siempre que ha sido conveniente consultar un diccionario en el curso de estas
disertaciones, he usado sin falta una enorme edición en cuarto del de Johnson,
comprado adrede para este propósito, porque el insólito tamaño personal de ese
famoso lexicógrafo le hacía más que capaz de redactar un diccionario para ser
usado por un autor ballenero como yo. A menudo, uno oye hablar de escritores
que se elevan y se hinchan con su tema, aunque éste parezca sólo ordinario. ¡Cómo,
entonces, me pasará a mí, escribiendo sobre este leviatán! Inconscientemente,
mi caligrafía se expansiona en mayúsculas de cartel. ¡Dadme una pluma de
cóndor! ¡Dadme el cráter del Vesubio como tintero! ¡Amigos, sostenedme los
brazos! Pues en el simple acto de movimiento, como para abarcar todo el círculo
de las ciencias, y toda la generación de las ballenas, y los hombres, y los
mastodontes, pasados, presentes y futuros, con todos los panoramas giratorios
de imperios en la tierra, y a través del universo entero, sin excluir sus
suburbios. ¡Tal, y tan magnificadora es la virtud de un tema amplio y liberal!
Nos expansionamos hasta su tamaño. Para producir un libro poderoso, hay que
elegir un tema poderoso. No se puede jamás escribir un volumen grande y duradero
sobre la pulga,
aunque haya
muchos que lo han intentado.
Antes de
entrar en mi tema de las ballenas fósiles presento mis credenciales como
geólogo, declarando que en mis tiempos misceláneos he sido albañil, y también
gran excavador de zanjas, canales y fuentes, bodegas de vino, sótanos y
cisternas de todas clases. Igualmente, por vía preliminar, deseo recordar al
lector que, mientras en los estratos geológicos primitivos se encuentran los
fósiles de monstruos ahora casi por completo extinguidos, los restos sucesivos,
descubiertos en lo que se llaman las formaciones terciarias, parecen ser los
eslabones conectadores, o al menos interpuestos, entre las criaturas
antecrónicas, y aquellas cuya remota posteridad se dice que entró en el Arca;
todas las ballenas fósiles hasta ahora descubiertas pertenecen al período
terciario, que es el último que precede a las formaciones superficiales. Y
aunque ninguna de ellas responde exactamente a ninguna especie conocida de los
tiempos presentes, sin embargo, todas son lo bastante afines a éstas, en
aspectos generales, para justificar que tomen el rango de cetáceos fósiles.
Fósiles rotos y dispersos de ballenas preadamíticas, fragmentos de sus huesos y
esqueletos, se han encontrado en los pasados treinta años, con intervalos
diversos, en la base de los Alpes, en Lombardía, Francia, Inglaterra, Escocia,
y en los Estados de Louisiana, Mississippi y Alabama. Entre los más curiosos de
tales restos está parte de un cráneo, que el año 1779 se desenterró en la rue
Dauphiné, de París, una breve calle que sale casi enfrente del Palacio de las
Tullerías, y unos huesos desenterrados al excavar los grandes muelles de
Amberes, en tiempos de Napoleón. Cuvier declaró que esos fragmentos
pertenecieron a alguna especie leviatánica absolutamente desconocida.
Pero el
hallazgo más prodigioso, con mucho, de restos de cetáceos, fue el enorme
esqueleto, casi completo, de un monstruo extinguido, hallado el año 1842, en la
plantación del juez Creagh, en Alabama. Los crédulos y aterrados esclavos de
las cercanías lo tomaron por los huesos de uno de los ángeles caídos. Los
médicos de Alabama dijeron que era de un enorme reptil, y le concedieron el
nombre de basilosauro.
Pero al
llevar algunos huesos suyos de muestra, al otro lado del océano, a Owen, el
anatomista inglés, resultó que el presunto reptil era una ballena, aunque de
especie desaparecida: significativa ilustración del hecho, repetido una vez y
otra en este libro, de que el esqueleto de la ballena proporciona escasas
claves sobre la forma de su cuerpo totalmente revestido. Así, Owen volvió a
bautizar al monstruo como Zeuglodon, y en su estudio leído ante la Sociedad
Geológica de Londres, afirmó que era, en sustancia, una de las criaturas más
extraordinarias que las mutaciones del globo han borrado de la existencia.
Cuando me
pongo entre estos poderosos esqueletos leviatánicos, cráneos, colmillos,
mandíbulas, costillas y vértebras, todos ellos caracterizados por sus parciales
semejanzas con los géneros existentes de monstruos marinos, pero al mismo
tiempo mostrando por otra parte afinidades semejantes con los aniquilados
leviatanes antecrónicos, sus incalculables antecesores, me siento llevado por
una inundación a aquel prodigioso período antes de que se pudiera decir que
había empezado el tiempo mismo, pues el tiempo empezó con el hombre. Aquí, el
caos gris de Saturno rueda sobre mí, y obtengo vagos y estremecedores atisbos
de esas eternidades polares, cuando bastiones de hielo, como cuñas, apretaban
lo que ahora son los trópicos, y en todas las 25.000 millas de la
circunferencia de este mundo, no era visible ni un palmo de tierra habitable.
Entonces el mundo entero era de la ballena, y, reina de la creación, dejaba su
estela a lo largo de las actuales líneas de los Andes y del Himalaya. ¿Quién
puede mostrar un pedigrí como leviatán? El arpón de Ahab había derramado sangre
más antigua que la de los faraones. Matusalén parece un niño de escuela. Miro a
mí alrededor para estrechar la mano de Sem. Me abruma de terror esta
existencia, antemosaica y sin fuentes, de los inexpresables terrores de la
ballena, que, habiendo existido antes de todos los tiempos, por fuerza deberá
existir después que pasen todas las eras humanas.
Pero este
leviatán no sólo ha dejado sus huellas preadamíticas en las planchas
estereotípicas de la naturaleza y ha perpetuado en piedra caliza y greda su
antiguo busto; sino que en tabletas egipcias, cuya antigüedad parece reclamar
para ellas un carácter casi fosilífero, encontramos la inconfundible huella de
su aleta. En una sala del gran templo de Denderah, hace unos cincuenta años, se
descubrió en el techo granítico un planisferio esculpido y pintado, abundante
en centauros, grifos y delfines semejante a las grotescas figuras en la esfera
celeste de los modernos. Deslizándose entre ellos, el viejo leviatán nadaba
como antaño; allí nadaba en ese planisferio, siglos antes de que Salomón fuera
mecido en la cuna.
Y tampoco
debe omitirse aquí otro extraño testimonio sobre la antigüedad de la ballena,
en su propia realidad ósea posdiluviana, según establece el venerable Juan Leo,
el antiguo viajero de Berberla.
«No lejos de
la orilla del mar, tienen un templo, cuyas vigas y travesaños están hechos de
huesos de ballena, pues a menudo se arrojan muertas a la orilla ballenas de
tamaño monstruoso. La gente vulgar imagina que, por un secreto poder otorgado
al templo por Dios, ninguna ballena puede pasar ante él sin muerte inmediata.
Pero la verdad del asunto es que, a ambos lados del templo, hay rocas que se
meten dos millas en el mar y hieren a las ballenas cuando se posan en ellas.
Tienen como cosa milagrosa una costilla de ballena de increíble longitud, que,
tendida en el suelo con su parte convexa hacia arriba, forma un arco, cuya cima
no puede alcanzar un hombre a lomo de camello. Esa costilla (escribe Juan Leo)
se dice que llevaba allí cien años antes que la viera yo. Sus historiadores
afirman que un profeta que profetizó sobre Mahoma, salió de este templo, y
algunos no rehúsan afirmar que el profeta Jonás fue arrojado por la ballena en la
base del templo.»
En ese
templo africano de la ballena te dejo, oh lector, y si eres de Nantucket, y
ballenero, adorarás ahí en silencio.
Capítulo CV
¿DISMINUYE EL TAMAÑO DE LA BALLENA? ¿VA A DESAPARECER?
Así, pues,
en cuanto que este leviatán desciende tropezando sobre nosotros como desde los
manantiales de la Eternidad, podrá preguntarse pertinentemente, si, en el largo
transcurso de las generaciones, no ha degenerado desde el primitivo tamaño de
sus progenitores. Pero al investigar encontramos que, no sólo las ballenas de
los días actuales son superiores en magnitud a aquellas cuyos restos fósiles se
encuentran en el sistema terciario (abarcando un definido período geológico
anterior al hombre), sino que de las ballenas encontradas en este sistema terciario,
las que pertenecen a las formaciones posteriores superan en tamaño a las de los
anteriores. De todas las ballenas preadamíticas exhumadas hasta ahora, la
mayor, con mucho, es la de Alabama que se mencionó en el último capítulo, y
tenía menos de setenta pies de longitud de esqueleto; en tanto que ya hemos
visto que la cinta métrica da setenta y dos pies para el esqueleto de una
ballena moderna de gran tamaño. Y he oído decir, según autoridad de balleneros,
que se han capturado cachalotes de cerca de cien pies de largo en el momento de
la captura.
Pero ¿no
podría ser que, mientras las ballenas de la hora presente aventajan en magnitud
a las de todos los períodos geológicos anteriores, no podría ser, repito, que
hubieran degenerado desde la época de Adán?
Con
seguridad hemos de concluir eso, si hemos de dar crédito a las noticias de
caballeros tales como Plinio y los naturalistas antiguos en general. Pues
Plinio nos cuenta de ballenas que abarcaban acres enteros de mole viviente, y
Aldrovando, de otras que medían ochocientos pies de longitud: ¡Avenidas de
Cabullería y túneles del Támesis de ballenas! E incluso en los días de Banks y
Solander, naturalistas de Cook, encontramos un miembro danés de la Academia de
Ciencias que anota ciertas ballenas de Islandia (reydan-siskur, o panzas
arrugadas) de ciento veinte yardas, esto es, trescientos sesenta pies. Y
Lacépède, el naturalista francés, en su detallada historia de las ballenas, al
mismo comienzo de su obra (página 3) evalúa la ballena de Groenlandia en cien metros,
trescientos veintiocho pies. Y esa obra se ha publicado recientemente, en el
año 1825 del
Señor.
Pero ¿creerá
esas historias ningún ballenero? No. La ballena de hoy es tan grande como sus
antepasados de tiempos de Plinio. Y si alguna vez voy a donde está Plinio, yo,
que soy más ballenero que él, tendré el valor de decírselo. Porque no puedo
entender cómo es que mientras que las momias egipcias que se enterraron miles
de años antes que naciera Plinio no miden tanto con sus ataúdes como un
kentuckiano actual sin zapatos; y mientras que el ganado vacuno y los demás
animales tallados en las más antiguas tablillas de Egipto y Nínive, conforme a
las proporciones relativas en que se han trazado, demuestran, con la misma
claridad, que el actual ganado premiado en Smithfield, bien criado y alimentado
en el establo, no sólo iguala sino que excede con mucho en tamaño a las más
gordas de las vacas gordas de los faraones; a la vista de todo eso, no he de
admitir que, entre todos los animales, solamente la ballena haya degenerado.
Pero todavía
queda otro interrogante, a menudo removido por los más recónditos
investigadores de Nantucket. Bien sea debido a los casi omniscientes vigías en
la cofa de los balleneros, que ahora penetran incluso por el estrecho de
Behring, y hasta los más remotos cajones y compartimientos secretos del mundo,
o bien debido a los mil arpones y lanzas que se disparan a lo largo de todas
las costas continentales, el punto a discutir es si Leviatán podrá aguantar
mucho tiempo semejante persecución, y semejante agitación inexorable; y si no
acabará por ser exterminado de las aguas, y la última ballena, como el último
hombre, fumará su última pipa y luego se evaporará en la bocanada final.
Comparando
los jibosos rebaños de ballenas con los jibosos rebaños de búfalos que, no hace
cuarenta años, se extendían en decenas de millares por las praderas de Illinois
y Missouri, y agitaban sus férreas melenas y miraban hurañamente con sus
frentes cuajadas de truenos los asentamientos de las populosas ciudades
fluviales, donde ahora el cortés agente os vende tierra a dólar la pulgada, tal
comparación parecería ofrecer un argumento irresistible para mostrar que la
perseguida ballena ya no puede escapar a su rápida destrucción. Pero hay que
mirar este asunto bajo todas las luces. Aunque haga tan breve período —ni una
larga vida de hombre— que el censo de búfalos de Illinois excedía al censo de
hombres que hay ahora en Londres, y aunque en el día presente no quede de ellos
ni un cuerno ni una pezuña en toda esa región, y aunque la causa de esta
prodigiosa exterminación haya sido la lanza del hombre, sin embargo, la
naturaleza tan diversa de la caza de la ballena prohíbe perentoriamente un
final tan poco glorioso para el leviatán. Cuarenta hombres en un barco persiguiendo
al cachalote durante cuarenta y ocho meses creen que les ha ido enormemente
bien, y dan gracias a Dios, si al fin se llevan a casa el aceite de cuarenta
peces: mientras que, en los días de los viejos cazadores canadienses e indios y
los tramperos del Oeste, cuando el Far West (en cuyo poniente siguen
levantándose soles) era un desierto virgen, el mismo número de hombres con
mocasines, durante el mismo número de meses, montados a caballo en vez de
navegando en barcos, habrían matado, no cuarenta, sino más de cuarenta mil
búfalos; un hecho que, si fuera necesario, podría comprobarse estadísticamente.
Y, bien
mirado, tampoco parece un argumento a favor de la extinción gradual del
cachalote, que, por ejemplo, en los últimos años (la parte final del siglo
pasado, digamos) esos leviatanes, en pequeñas manadas, se encontrasen mucho más
a menudo que actualmente, y, en consecuencia, los cruceros no fueran tan
prolongados y fueran también mucho más remuneradores. Porque, como se ha hecho
notar en otro lugar, esas ballenas, influidas por consideraciones de seguridad,
ahora nadan por los mares en inmensas caravanas, de modo que, en buena medida,
los solitarios dispersos, las parejas, las pequeñas manadas y las «escuelas» de
otros tiempos ahora se han congregado en ejércitos infrecuentes, vastos pero
muy separados. Eso es todo. E igualmente falaz me parece la idea de que, porque
las llamadas ballenas de «barbas de ballena» ya no aparecen en muchas zonas de
pesca que en años anteriores abundaban en ellas, se deduzca de aquí que la
especie está también declinando. Pues sólo son expulsadas de promontorio en
promontorio, y si una costa ya no se anima con sus chorros, entonces es seguro
que alguna otra orilla más remota acaba de ser sorprendida por este espectáculo
insólito.
Además: en
cuanto a los mencionados leviatanes, tienen dos firmes fortalezas que, con toda
probabilidad humana, seguirán siendo siempre inexpugnables. Y así como, ante la
invasión de sus valles, los escarchados suizos se retiraron a sus montañas, igualmente,
expulsadas de las sabanas y páramos de los mares centrales, las ballenas de
«barbas de ballena» pueden recurrir al fin a sus ciudadelas polares, y
sumergiéndose allí bajo las últimas barreras y murallas cristalinas, emerger
entre campos y bancos de hielo, y, en un círculo encantado de perenne
diciembre, desafiar a toda persecución del hombre.
Pero como
quizá se arponean cincuenta de esas ballenas de «barbas de ballena» por cada
cachalote, algunos filósofos del castillo de proa han decidido que esta
resuelta matanza ya ha disminuido seriamente sus batallones. Sin embargo,
aunque durante hace algún tiempo se han matado un gran número de estas
ballenas, no menos de 13.000 al año, en la costa del noroeste, sólo por
americanos, hay consideraciones que hacen que incluso esta circunstancia tenga
poco o ninguna importancia como argumento en este asunto.
Aun siendo
natural una cierta incredulidad respecto a la populosidad de las más enormes
criaturas del globo, ¿qué diremos, sin embargo, a Harto, el historiador de Goa,
cuando nos dice que en una sola cacería el rey de Siam cobró 4.000 elefantes, y
que en esas regiones los elefantes son tan numerosos como las manadas de ganado
vacuno en los climas templados? Y no parece haber razón para dudar que si esos
elefantes, que ya hace miles de años que fueron perseguidos, por Semíramis,
Poro, Aníbal y todos los posteriores monarcas de Oriente, siguen sobreviviendo
allí en grandes números, mucho más sobrevivirá la gran ballena a toda
persecución, ya que tiene unos pastos en que extenderse que son exactamente el
doble de grandes que toda Asia, ambas Américas, Europa, África, Nueva Holanda y
todas las islas del mar reunidas.
Además: si
hemos de considerar que, por la gran longevidad que se supone en las ballenas,
probablemente alcanzan la edad de un siglo o más, por tanto, en cualquier
momento, deben ser coetáneas varias generaciones adultas. Y de lo que es eso,
podemos hacernos pronto alguna idea imaginando que todos los cementerios,
camposantos y panteones familiares de la creación entregasen los cuerpos vivos
de todos los hombres, mujeres y niños que vivían hace setenta y cinco años,
añadiendo esta incontable hueste a la actual población humana del globo. Por
tanto, para todas estas cosas, consideramos a la ballena como inmortal en
cuanto especie, por más que sea perecedera en su individualidad. Nadaba por los
mares antes que los continentes salieran a la superficie; nadaba antaño sobre
la sede actual de las Tullerías, del castillo de Windsor y del Kremlin. En el
diluvio de Noé, despreciaba el Arca de Noé, y si alguna vez el mundo ha de
inundarse otra vez, como los Países Bajos, para exterminar las ratas, entonces
la eterna ballena seguirá sobreviviendo, y alzándose sobre la cresta más alta
de la inundación en el ecuador, lanzará a los cielos el chorro de su desafío
espumeante.
Capítulo CVI
LA PIERNA DE AHAB
La manera
precipitada como el capitán Ahab había abandonado el Samuel Enderby de
Londres no
dejó de ir acompañada de alguna ligera violencia para su propia persona. Se
posó con tal empuje sobre una bancada de la lancha, que su pierna de marfil
recibió un choque que la dejó medio astillada. Y cuando, después de alcanzar su
cubierta, y su propio agujero de pivote en ella, giró vehementemente para dar
una orden urgente al timonel (como siempre, era algo sobre que no gobernaba con
la debida inflexibilidad), entonces el marfil ya transformado recibió de nuevo
tal contorsión y retorcimiento que, aunque siguió entero y, según todas las
apariencias, sólido, Ahab ya no lo juzgó del todo digno de confianza.
Y, en
efecto, no había mucho de que extrañarse si, con toda su loca indiferencia
general, Ahab a veces
concedía cuidadosa atención al hueso muerto sobre el cual se apoyaba en parte.
Pues no mucho antes de que el Pequod zarpase de Nantucket, le habían encontrado
una noche tendido en el suelo, sin sentido: por algún accidente desconocido,
inimaginable y al parecer inexplicable, su pierna de marfil se había desplazado
tan violentamente, que le había herido como empalándole y casi le había
perforado la ingle, y no sin grandes dificultades se curó por completo la
dolorosa herida.
Entonces no
dejó de metérsele en su monomaníaca cabeza que toda la angustia del sufrimiento
entonces presente era sólo el resultado directo de una desgracia anterior, y le
pareció ver con sobrada claridad que, del mismo modo que el más venenoso reptil
del pantano perpetúa su especie tan inevitablemente como el más dulce cantor
del bosque, así del mismo modo que las felicidades, todos los acontecimientos lamentables
engendran su semejanza por naturaleza. Sí, y aún más todavía, pensaba Ahab, ya
que, tanto los antecesores cuanto los descendientes del dolor llegan más lejos
que los antecesores y descendientes de la alegría. Pues, para no aludir a lo
que se puede inferir de ciertos escritos canónicos, que, mientras ciertos gozos
naturales de aquí no tendrán hijos que les nazcan para el otro mundo, sino que,
al contrario, han de ser seguidos Buidos por esa esterilidad de alegrías que
será toda la desesperación del infierno, en tanto que ciertas culpables
miserias mortales engendrarán con fecundidad una progenie eternamente
progresiva de dolores más allá de la tumba; para no aludir a esto en absoluto,
parece seguir habiendo cierta desigualdad en el análisis más profundo de la
cuestión. Pues, pensaba Ahab, mientras aun las más altas felicidades terrenas
tienen siempre una cierta mezquindad insignificante acechando en ellas, y en
cambio todos los dolores del corazón, en el fondo, tienen un significado
místico, y, en algunos hombres, una grandeza arcangélica, del mismo modo la
diligente averiguación de su ascendencia no desmiente esa deducción obvia.
Rastrear las genealogías de tan altas miserias mortales nos lleva al menos
hasta las primogenituras sin fuentes de los dioses; de modo que, frente a todos
los alegres soles cosechadores de heno, y frente a todas las lunas de suaves
címbalos y redondeadoras de las mieses, hemos de asentir a esto: que ni los
propios dioses están alegres para siempre. La señal de nacimiento, imborrable y
triste, en la frente del hombre, no es sino el sello de la tristeza que hay en
los señaladotes.
Incautamente,
se ha divulgado aquí un secreto, que quizá hubiera sido más adecuado revelarlo
antes como era debido. Con otros muchos detalles referentes a Ahab, siempre
siguió siendo un secreto para algunos que, durante cierto período, antes y
después de zarpar el Pequod, se había escondido con hermetismo de Gran Lama; y
que, durante ese intervalo había buscado refugio sin habla, por decirlo así,
entre el marmóreo senado de los muertos. La razón que el capitán Peleg divulgó
para este asunto no parecía en absoluto adecuada, aunque, ciertamente, en
cuanto se refiere a la parte más profunda de Ahab, cualquier revelación tenía
más de tiniebla significativa que de luz explanatoria. Pero, al final, todo
salió fuera: o al menos, esta cuestión. Esa desgracia atroz estaba en la base
de su reclusión temporal. Y no sólo esto, sino que para el disperso y cada vez
más reducido grupo de gente de tierra que, por cualquier razón, poseía el
privilegio de acercarse a él sin tantos impedimentos, para ese tímido círculo,
la desgracia antes aludida —al permanecer, como permaneció, malhumoradamente
inexplicada por Ahab—, se revistió de terrores que no dejaban de provenir hasta
cierto punto de la tierra de los espíritus y los gemidos. Así que, a causa de
su celo por él, todos ellos se habían conjurado a silenciar ante los demás, en
lo que de ellos dependiera, su conocimiento del asunto. Y por eso ocurrió que,
hasta que no transcurrió un considerable intervalo, no se difundió por la
cubierta del Pequod.
Pero sea
todo esto como sea; dejemos que el invisible y ambiguo sínodo del aire, y los
vengativos príncipes y potestades del fuego tengan que ver o no con el terrenal
Ahab: con todo, en la cuestión presente de su pierna, él tomó sencillas medidas
prácticas: llamó al carpintero. Y cuando se presentó ante él dicho funcionario,
le pidió que sin tardanza se pusiera a hacerle una nueva pierna, e instruyó a
los oficiales para que le hicieran proveer de todas las viguetas y tablillas de
marfil de mandíbula (del cachalote) que hasta entonces se habían acumulado en
el viaje, para que pudiera asegurarse una cuidadosa selección del material más
robusto y de grano más claro. Hecho esto, el carpintero recibió órdenes de que
la pierna estuviera terminada esa noche, y que proveyera todos los accesorios,
independientemente de los que pertenecían a la desacreditada pierna en uso.
Además, se ordenó que se izara la forja del barco, saliendo de su temporal
reposo en la sentina, y, para acelerar el asunto, se mandó al herrero que se
pusiera en seguida a forjar cuantos dispositivos de hierro se pudieran
necesitar.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - Cap CVII, CVIII, CIX y CX - Herman Melville"
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