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domingo, 2 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap LIX, LX, LXI y LXII - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap LV, LVI, LVII y LVIII - Herman Melville"



Capítulo LIX

EL PULPO

Vadeando lentamente a través de las praderas de brit, el Pequod mantenía su rumbo nordeste hacia la isla de Java, con un suave viento empujando su quilla, de modo que en la serenidad circundante sus tres altos mástiles puntiagudos se mecían dulcemente en aquella lánguida brisa como tres dulces palmeras en una llanura. Y todavía, con amplios intervalos, en la noche plateada, se veía el solitario chorro incitante.

Pero una transparente mañana azul, cuando una quietud casi preternatural se extendía sobre el mar, aunque sin ir acompañada por ninguna calma chicha; cuando la larga y bruñida franja de sol en las aguas parecía un dedo de oro extendido a través de ellas para imponer algún secreto; cuando las resbalosas olas susurraban juntas al pasar corriendo; en ese profundo acallamiento de la esfera visible, Daggoo vio un extraño espectro desde la cofa del palo mayor.

En la lejanía, se elevó perezosamente una gran masa blanca y, alzándose cada vez más alta y desprendiéndose de lo azul, por fin centelleó ante nuestra proa como un alud recién desprendido de las montañas. Brillando así por un momento, se desvaneció con la misma lentitud, y se sumergió. Luego volvió a subir una vez más, y brilló en silencio. No parecía una ballena, y sin embargo, « ¿es éste Moby Dick?», pensó Daggoo. Volvió a bajar el fantasma, pero cuando reapareció una vez más, el negro aulló con un grito como de estilete que sobresaltó a todos los hombres en su sopor:

—¡Ahí, ahí otra vez! ¡Ahí salta! ¡Ahí delante! ¡La ballena blanca, la ballena blanca!

Al oírlo, los marineros se precipitaron a los penoles, como en tiempo de enjambre las abejas se precipitan a las ramas. Con la cabeza descubierta bajo el sol abrasador, Ahab estaba en el bauprés y con una mano echada atrás, en preparación para señalar sus órdenes al timonel, lanzaba su ansiosa mirada en la dirección indicada desde lo alto por el extendido brazo inmóvil de Daggoo.

Fuera porque la presencia irregular de aquel chorro único y solitario hubiera hecho efecto gradualmente en Ahab, de modo que ahora estuviera preparado a relacionar las ideas de dulzura y reposo con la primera visión de esa determinada ballena que perseguía; por eso, o por que le traicionara su ansiedad, por lo que quiera que fuera, en cuanto percibió claramente la masa blanca, con rápida tensión dio orden al momento de arriar las lanchas. Las cuatro lanchas estuvieron pronto en el agua; la de Ahab por delante, y todas, ellas remando rápidamente hacia su presa. Pronto se hundió y mientras, con los remos en suspenso, esperábamos su reaparición, he ahí que volvió a surgir lentamente una vez más en el mismo lugar donde se había sumergido. Casi olvidando por el momento todos los pensamientos sobre Moby Dick, mirábamos ahora el más prodigioso fenómeno que los mares secretos han revelado hasta ahora a la humanidad. Una vasta masa pulposa, de estadios enteros de anchura y longitud, de un resplandeciente color crema, flotaba en el agua, con innumerables brazos largos irradiando desde su centro y retorciéndose y rizándose igual que un nido de anacondas, como para captar a ciegas cualquier desdichado objeto a su alcance. No tenía cara ni frente perceptible; no tenía signo concebible de sensación o instinto, sino que ondulaba allí en las olas una manifestación de vida sin forma, extraterrenal, azarosa.

Al desaparecer lentamente otra vez con un sordo ruido de succión, Starbuck exclamó con voz loca, sin dejar de mirar a las agitadas aguas donde se había hundido:

—¡Casi habría preferido ver a Moby Dick y luchar con él que haberte visto a ti, fantasma blanco!
—¿Qué era eso, señor Starbuck? —dijo Flask.
—El gran pulpo viviente, que, según dicen, pocos barcos balleneros han visto y han regresado al puerto para contarlo.

Pero Ahab no dijo nada; haciendo virar la lancha, volvió al barco, y los demás le siguieron igualmente callados.

Cualesquiera que sean las supersticiones que los cazadores de cachalotes en general tengan en relación con la visión de este objeto, lo cierto es que, como el poderlo entrever es tan insólito, esa circunstancia ha llegado a revestirlo de carácter portentoso. Tan raramente se observa que, aunque todos a una voz declaren que es la mayor cosa animada del océano, muy pocos de ellos tienen sino vaguísimas ideas respecto a su verdadera naturaleza y forma, a pesar de lo cual creen que proporciona al cachalote su único alimento. Pues aunque otras especies de ballenas encuentran su alimento sobre el agua, y pueden ser vistas por el hombre en el acto de alimentarse, el cachalote obtiene todo su alimento en zonas desconocidas bajo la superficie y sólo por inferencia puede alguien decir en qué consiste exactamente ese alimento. A veces, cuando se le persigue de cerca, vomita lo que se supone que son los brazos desprendidos del pulpo, y algunos de ellos, que así se muestran, exceden los veinte y treinta pies de longitud. Se les antoja que el monstruo a que originalmente pertenecieron suele agarrarse con ellos al fondo del océano, y que el cachalote, a diferencia de otras especies, está provisto de dientes para atacarlo y destrozarlo. Parece haber algún fundamento para imaginar que el gran Kraken del obispo Pontoppodan puede acabar por identificarse con el Pulpo.

El modo como lo describe el obispo, alternativamente subiendo y bajando, con algunos otros detalles que cuenta, hacen que se correspondan los dos en todo esto. Pero mucha rebaja es necesaria respecto al increíble tamaño que le asigna.

Algunos naturalistas que han oído vagos rumores sobre esta misteriosa criatura de que hablamos aquí, la incluyen entre la clase de las jibias, a la que en ciertos aspectos externos parecería que pertenece, aunque sólo como el Anak de la tribu.


Capítulo LX

LA ESTACHA


En referencia a la escena de caza de la ballena que dentro de poco se va a describir, así como para mejor comprensión de todas las escenas semejantes que se presenten en otro momento, debo hablar aquí de la mágica, y a veces horrible, estacha de la ballena.

La estacha usada originalmente en estas pesquerías era del mejor cáñamo, levemente ahumada de brea, pero sin impregnarse de ella, como en el caso de los cabos corrientes; pues mientras la brea, tal como ordinariamente se usa, hace el cáñamo más flexible para el cordelero, y también hace al propio cabo más conveniente para el marinero en el uso normal en el barco, sin embargo, la cantidad ordinaria de brea no sólo haría la estacha demasiado rígida para el apretado adujamiento a que debe someterse, sino que, como muchos navegantes empiezan a reconocer, la brea en general no aumenta en absoluto la duración y fuerza de un cabo, por más que lo haga compacto y reluciente. En los últimos años, el cabo de abacá ha sustituido casi enteramente en los pesqueros americanos al cáñamo como material para estacha de ballena; pues, aunque no tan duradero como el cáñamo, es más fuerte, y mucho más suave y elástico; y yo añadiré (puesto que hay una estética en todas las cosas) que es mucho más bonito y decente para la lancha que el cáñamo. El cáñamo es un tipo oscuro e hirsuto, una especie de indio, pero el cabo de abacá, para la vista, es una circasiana de pelo dorado.

La estacha de ballena sólo tiene dos tercios de pulgada de grosor. A primera vista, uno no la creería tan fuerte como realmente es. En experimento, cada una de sus cincuenta y una filásticas resiste un peso de ciento veinte libras, de modo que el conjunto del cabo aguanta una tensión casi igual a tres toneladas. En longitud, la estacha de cachalote usual mide algo más de doscientas brazas. Hacia la popa de la lancha, se aduja en espiral en su tina, pero no como el serpentín de un alambique, sino formando una masa redonda, en forma de queso, de «roldanas», o capas de espirales concéntricas, sin más hueco que el «corazón», el menudo tubo vertical formado en el eje del queso. Como el menor enredo o retorcimiento en la aduja, al desenrollarse, se le llevaría infaliblemente por delante a alguien el brazo, o la pierna, o el cuerpo entero, se tiene la mayor precaución al guardar la estacha en su tina. Algunos arponeros pasan casi una mañana entera en este asunto, subiendo la estacha a lo alto y luego laboreándola hacia abajo a través de un motón hasta la tina, para que, en el momento de adujarla, quede libre de todo posible pliegue y retorcimiento.

En las lanchas inglesas se usan dos tinas en vez de una, adujando la misma estacha de modo continuado en ambas tinas. Esto tiene cierta ventaja, porque estas tinas gemelas, al ser tan pequeñas, se adaptan más fácilmente a la lancha y no la fuerzan demasiado, mientras que la tina americana, casi de tres pies de diámetro y de profundidad proporcionada, resulta una carga bastante voluminosa para una embarcación cuyas tablas sólo tienen media pulgada de grosor; pues el fondo de la lancha ballenera es como el hielo en punto crítico, que soporta un peso considerable bien distribuido, pero no mucho peso concentrado. Cuando a la tina americana de la estacha se le echa encima la cubierta de lona pintada, parece que la lancha se aleja remando con un pastel de boda prodigiosamente grande, para obsequiar a las ballenas.

Los dos extremos de la estacha están al descubierto: el extremo inferior termina en una costura de ojo o anilla que sale del fondo junto al costado de la tina, y pende sobre su borde, completamente desembarazada de todo. Esta disposición del extremo inferior es necesaria por dos motivos. Primero: para facilitar el sujetarle otra estacha adicional de una lancha cercana, en el caso de que la ballena herida se sumergiera tan hondo que amenazara llevarse toda la estacha originalmente sujeta al arpón. En esos casos, a la ballena, desde luego, se la pasan de una lancha a otra como un jarro de cerveza, por decirlo así, aunque la primera lancha siempre permanece a mano para ayudar a su compañera. Segundo: esta disposición es indispensable en atención a la seguridad común, pues si el extremo inferior de la estacha estuviera sujeto a la lancha de algún modo, y si la ballena corriera la estacha hasta el final, como hace a veces, casi en un solo minuto humeante, no se detendría allí, sino que la malhadada lancha sería arrastrada infaliblemente tras ella a la profundidad del mar, y en ese caso no habría pregonero que la volviera a encontrar jamás.

Antes de arriar la lancha para la persecución, el extremo superior de la estacha se pasa a popa desde la tina, y, dándole la vuelta en torno al bolardo que hay allí, vuelve a llevarse adelante, a lo largo de toda la lancha, apoyándose, cruzada, en el guión o mango del remo de cada marinero, de modo que le toca en la muñeca cuando rema; y asimismo pasa entre los hombres, sentados en las bordas opuestas, hasta los tacos emplomados, con surcos, que hay en el extremo de la puntiaguda proa de la lancha, donde una clavija o punzón de madera, del tamaño de una pluma normal de escribir, impide qué se resbale y se salga. Desde esos tacos, pende en leve festón sobre la proa, y luego pasa otra vez dentro de la lancha, y después de adujarse unas diez o veinte brazas sobre la caja de proa (lo que se llama estacha de la caja), sigue su camino a la borda todavía un poco más a popa, y luego se amarra a la pernada, que es el cabo inmediatamente atado al arpón, pero antes de tal conexión, la pernada pasa por diversos enredos demasiado tediosos de detallar. Así, la estacha de la ballena envuelve a la lancha entera en sus complicados anillos, torciendo y retorciéndose alrededor de ella en casi todas las direcciones. Todos los remeros están envueltos en sus peligrosas contorsiones, de modo que, ante los tímidos ojos de la gente de tierra, parecen prestidigitadores indios, con las más mortíferas serpientes contorneándoles juguetonamente los miembros. Y ningún hijo de mujer mortal puede sentarse por primera vez entre esos enredos de cáñamo, y a la vez que tira todo lo posible del remo, pensar que en cualquier instante desconocido puede dispararse el arpón, y todos esos horribles retorcimientos pueden entrar en juego como relámpagos anillados; no puede, digo, encontrarse en tal circunstancia sin un estremecimiento que le haga temblar la misma médula de los huesos como una gelatina agitada. Sin embargo, la costumbre —¡extraña cosa!—, ¿qué no puede lograr la costumbre...? Jamás habréis oído sobre la caoba de vuestra mesa más alegres salidas, más jubiloso regocijo, mejores bromas y más brillantes réplicas que las que oiréis sobre esa media pulgada de cedro blanco de la lancha ballenera, al estar así suspendida en el nudo corredizo del verdugo; y, como los seis burgueses de Calais ante el rey Eduardo, los seis hombres que componen la tripulación avanzan hacia las fauces de la muerte con la soga al cuello, podríamos decir.

Quizá ahora os bastará pensarlo muy poco para explicaros esos frecuentes desastres de la pesca de la ballena —unos pocos de los cuales se anotan casualmente en las crónicas—, en que este o aquel hombre fue sacado de la lancha por la estacha y se perdió. Pues, cuando la estacha va disparada, estar sentado entonces en la lancha es como estar sentado en medio de los múltiples silbidos de una máquina de vapor a toda marcha, cuando os roza toda biela volante, todo eje y toda rueda. Es peor, pues no podéis estar sentados inmóviles en medio de estos peligros, porque la lancha se mece como una cuna, lanzándoos de un lado a otro, sin el menor aviso; y sólo por cierto equilibrio y simultaneidad de volición y acción podéis escapar de convertiros en un Mazeppa, y que os lleven corriendo a donde el sol que todo lo ve jamás podría sacaros de la hondura.

Además: así como la profunda calma que sólo aparentemente precede y profetiza la tempestad, quizá es más terrible que la propia tempestad —pues, en efecto, la calma no es sino la cubierta y el envoltorio de la tempestad y la contiene en sí misma, igual que el rifle al parecer inofensivo contiene la pólvora fatal, y la bala, y la explosión—, de ese modo el gracioso reposo de la estacha, serpenteando silenciosamente por los remeros antes de ponerse en juego efectivo, es una cosa que lleva consigo más terror que ningún otro aspecto de este peligroso asunto. Pero ¿por qué decir más? Todos los hombres viven envueltos en estachas de ballena. Todos nacen con la cuerda al cuello, pero sólo al ser arrebatados en el rápido y súbito remolino de la muerte, es cuando los mortales se dan cuenta de los peligros de la vida, callados, sutiles y omnipresentes. Y si uno es un filósofo, aunque esté sentado en una lancha ballenera no sentirá un ápice más de terror que sentado ante el fuego del anochecer, con un atizador y no un arpón al lado.


Capítulo LXI

STUBB MATA UN CACHALOTE

Si para Starbuck la aparición del pulpo fue cosa de portento, para Queequeg fue un objeto bien diverso.

—Cuando ver al pulpo —dijo el salvaje, afilando el arpón en la proa de su lancha colgada—, luego ver pronto al cachalote.

El siguiente día fue enormemente tranquilo y bochornoso, y, sin nada especial en qué ocuparse, la tripulación del Pequod difícilmente pudo resistir la incitación al sueño producida por un mar tan vacío. Pues esa parte del océano índico por donde viajábamos entonces no es lo que los balleneros llaman una zona viva; esto es, ofrece menos atisbos de marsopas, delfines, peces voladores y otros vivaces moradores de aguas movidas, que las zonas a lo largo del Río de la Plata o el litoral del Perú.

Me tocaba mi turno de vigía en la cofa del trinquete, y, con los hombros apoyados contra los aflojados obenques de sobrejuanete, me mecía de un lado para otro en lo que parecía un aire encantado. No había decisión que pudiera resistirlo; en ese soñador estado de ánimo, perdiendo toda conciencia, por fin mi alma salió de mi cuerpo, aunque mi cuerpo aún seguía meciéndose, como un péndulo mucho después que se retira la fuerza que empezó a moverlo. Antes de que me invadiera el olvido, me había dado cuenta de que los marineros en las cofas de mayor y mesana ya estaban adormilados. Así que, al fin, los tres pendimos sin vida de las vergas, y por cada oscilación que dábamos, había una cabezada, desde abajo, por parte del amodorrado timonel. Las olas también daban cabezadas con sus crestas indolentes; y a través del ancho éxtasis del mar, el este inclinaba la cabeza hacia el oeste, y el sol por encima de todo.

De repente, parecieron reventar burbujas bajo mis ojos cerrados; mis manos, como tornillos de carpintero, se agarraron a los obenques; algún poder invisible y misericordioso me salvó; volví a la vida con una sacudida. Y he ahí que muy cerca de nosotros, a sotavento, a menos de cuarenta brazas, un gigantesco cachalote se mecía en el agua como el casco volcado de una fragata, con su ancho lomo reluciente, de tinte etiópico, brillando a los rayos del sol como un espejo. Pero ondulado perezosamente en la artesa del mar, y lanzando de vez en cuando tranquilamente su chorro vaporoso, el cetáceo parecía un obeso burgués que fuma su pipa una tarde de calor. Pero esa pipa, mi pobre cachalote, era su última pipa. Como golpeado por la varita de algún encantador, el soñoliento buque, con todos sus durmientes, de repente se sobresaltó en vigilia, y más de una veintena de voces, desde todas partes del barco, a la vez que las tres notas desde la altura, lanzaron el acostumbrado grito, mientras el gran pez, con lenta regularidad, chorreaba la centelleante agua del mar por el aire.

—¡Soltad los botes! ¡Orza! —grito Ahab.

Y obedeciendo su propia orden, dio al timón a sotavento antes que el timonel pudiera mover las cabillas.

La repentina exclamación de los tripulantes debía haber alarmado al cetáceo, y, antes que las lanchas estuvieran abajo, se dio la vuelta majestuosamente, y se alejó nadando a sotavento, pero con tan sólida tranquilidad, y haciendo tan pocas ondulaciones al nadar, que, pensando que, después de todo, quizá no estaría aún alarmado, Ahab dio órdenes de que no se usara ni un remo, y nadie hablara sino en susurros. Así, sentados como indios de Ontario en las bordas de las lanchas, usamos los canaletes con rapidez, pero calladamente, porque la calma no permitía que se izaran las silenciosas velas. Al fin, al deslizarnos así en su persecución, el monstruo agitó la cola verticalmente en el aire a unos cuarenta pies y luego se sumergió, perdiéndose de vista.

—¡Ahí va una cola! —fue el grito; anuncio a que inmediatamente siguió que Stubb sacó el fósforo y encendió la pipa, pues ahora se concedía un intervalo. Después que transcurrió todo el intervalo de la zambullida, el cetáceo volvió a subir, y como ahora estaba delante de la lancha del fumador, Stubb se hizo cargo del honor de la captura. Ahora era obvio que el cetáceo, por fin, se había dado cuenta de sus perseguidores. Por consiguiente, era inútil ya todo silencio de precaución. Se dejaron los canaletes y se pusieron ruidosamente en acción los remos. Y sin dejar de dar chupadas a la pipa, Stubb gritó a su tripulación para lanzarse al asalto.

Sí, en el pez había ahora un enorme cambio. Sintiendo todo el riesgo, marchaba «cabeza fuera», sobresaliendo esa parte oblicuamente entre la loca fermentación que agitaba.

—¡Adelante, adelante, muchachos! No os deis prisa; tomadlo con tiempo; pero ¡adelante, adelante como truenos, eso es todo! —gritaba Stubb, lanzando bocanadas de humo al hablar—. ¡Adelante, vamos; da la palada larga y fuerte, Tashtego! Dale bien, Tashtego, muchacho; adelante todos, pero sin acalorarse, fresquitos... como pepinos, eso es... tranquilos, tranquilos..., pero adelante como la condenada muerte, como diablos haciendo muecas, y sacando derechos de sus tumbas a los muertos enterrados, muchachos... eso es todo. ¡Adelante!
—¡Uuu...jú! ¡Ua...jí! —chilló en respuesta el Gay-Head, elevando hasta los cielos un viejo grito de guerra, y todos los remeros en la tensa lancha saltaron involuntariamente adelante con el único y tremendo golpe de guía que dio el ansioso indio.

Pero sus salvajes chillidos fueron contestados por otros de modo igualmente salvaje.

—¡Ki...jí! ¡Kú...lú! —gritó Daggoo, tendiéndose adelante y atrás en su asiento, como un tigre que da vueltas en su jaula.
—¡Ka...lá! ¡Ku...lú! —aulló Queequeg, como relamiéndose los labios con un bocado de chuleta de granadero.

Y así, con remos y aullidos, las quillas cortaban el mar. Mientras tanto, Stubb, conservando su lugar de mando, seguía estimulando a sus hombres al ataque, sin dejar de soplar el humo por la boca. Como desesperados se tendían y esforzaban, hasta que se oyó el grito bienvenido:

—¡De pie, Tashtego!, ¡dale con ello!

Se lanzó el arpón.

—¡Atrás!

Los remeros ciaron; en ese mismo momento, algo caliente y zumbador pasó por las muñecas de cada cual. Era la mágica estacha. Un instante antes, Stubb había dado dos vueltas adicionales con ella al bolardo, donde, a causa de su giro con rapidez aumentada, se elevaba ahora un humo azul de cáñamo, mezclándose con la constante humareda de su pipa. Al pasar dando vueltas al bolardo, antes mismo de llegar a ese punto, atravesaba, levantando ampollas, las manos de Stubb, de las que habían caído accidentalmente los «guantes», esos cuadrados de lona acolchada que a veces se llevan en esas ocasiones. Era como sujetar por el fijo la tajante espada de doble filo de un enemigo, mientras éste se esforzara todo el tiempo por arrancarla de vuestra sujeción.

—¡Moja la estacha, moja la estacha! —gritó Stubb al remero de tina (el sentado junto a la tina), quien, quitándose el gorro, empezó a echar agua en ella. Se dieron más vueltas, con lo que la estacha empezó a mantenerse en su sitio. La lancha ahora volaba por el agua hirviente como un tiburón todo aletas. Stubb y Tashtego cambiaron entonces de sitio, de popa a proa; un asunto verdaderamente tambaleante en aquella conmoción tan agitada.

Por las vibraciones de la estacha que se extendía a todo lo largo de la parte superior de la lancha, y por estar ahora tan tensa como una cuerda de arpa, se habría pensado que la embarcación tenía dos quillas, una surcando el mar, y la otra el aire, mientras la lancha seguía avanzando a golpes a través de ambos elementos a la vez. Una cascada continua se abría en la proa; un incesante torbellino arremolinado en su estela; y, al más leve movimiento desde dentro, aunque fuera de un meñique, la vibrante y crujiente embarcación se escoraba espasmódicamente por la borda hacia el mar. Así se precipitaban, cada cual aferrándose con todas sus fuerzas a su bancada, para evitar ser lanzado a la espuma, mientras la alta figura de Tashtego, en el remo de gobernalle, se agachaba casi hasta doblarse para bajar su centro de gravedad. Enteros Atlánticos y Pacíficos parecían pasar mientras ellos avanzaban disparados, hasta que por fin el cetáceo aflojó algo su huida.

¡Templa, templa! —gritó Stubb al de proa, y, dando cara al cetáceo, todos los hombres empezaron a acercar la lancha a él, todavía a remolque. Pronto, al llegar a la altura de su costado, Stubb plantó firmemente la rodilla en la castañuela, y disparó lanza tras lanza, alternativamente; retrocedía fuera del alcance de la horrible contorsión del monstruo, y luego se ponía a tiro para otro golpe.

La inundación roja brotaba de todos los costados del monstruo como los arroyuelos por una montaña. Su cuerpo atormentado no flotaba en agua, sino en sangre, que burbujeaba y hervía a estadios enteros por detrás de su estela. El sol oblicuo, al jugar sobre ese estanque carmesí en el mar, devolvía su reflejo a todas las caras, de modo que todos refulgían unos ante otros como pieles rojas. Y mientras tanto, chorro tras chorro de humo blanco se disparaba en agonía por el respiradero del cetáceo, y bocanada tras bocanada, con vehemencia, de la boca del excitado jefe de lancha, mientras a cada lanzada, tirando su arma torcida (mediante la estacha unida a ella), Stubb la volvía a enderezar una vez y otra con unos cuantos golpes rápidos contra la borda, para lanzarla luego una vez y otra al cetáceo.

—¡Hala, hala! —gritó luego al de proa, cuando el cachalote, desmayando, disminuyó su cólera—. ¡Hala, más cerca! —y la lancha llegó al lado del costado del pez.

Entonces, asomándose mucho sobre la proa, Stubb metió lentamente su larga y aguda lanza en el pez y la sujetó allí, removiéndola cuidadosamente como si buscara a tientas con precaución algún reloj de oro que el cachalote se hubiera tragado, y que él tuviera miedo de romper antes de poderlo sacar enganchado. Pero ese reloj de oro que buscara era la más entrañable vida del pez. Y ahora quedó alcanzada; pues, sobresaltándose de su trance, con esa cosa inexpresable que llaman su «convulsión», el monstruo se agitó horriblemente en su sangre, se envolvió en impenetrable espuma, loca e hirviente, de modo que la amenazada embarcación, cayendo repentinamente a popa, tuvo que luchar casi a ciegas para salir desde ese frenético crepúsculo al aire claro del día. Y disminuyendo entonces su convulsión, el cetáceo volvió a salir a la luz, agitándose de lado a lado, y dilatando y contrayendo espasmódicamente su agujero del chorro, con inspiraciones bruscas, quebradas y agonizantes. Por fin, se dispararon al aire asustado borbotones tras borbotones de rojos sangrujos cuajados, como si fueran las purpúreas heces del vino tinto; y volviendo a caer, corrieron por sus inmóviles flancos hasta bajar al mar. ¡Había reventado su corazón!

—Está muerto, señor Stubb —dijo Daggoo.
—Sí; las dos pipas han dejado de echar humo.

Y, retirando la suya de la boca, Stubb esparció por el agua las cenizas muertas, y, por un momento, se quedó contemplando pensativo el enorme cadáver que había hecho.



Capítulo LXII

EL ARPONEO


  Una palabra en relación con un episodio del último capítulo.

Conforme a la costumbre invariable de la pesca de la ballena, la lancha se aparta del barco con el jefe, el que mata la ballena, como timonel interino, mientras el arponero, el que hace presa en la ballena, va en el remo de proa, el llamado remo del arponero. Ahora, se necesita un brazo fuerte y nervudo para disparar el primer hierro clavándoselo al pez, pues a menudo, en lo que se llama un disparo largo, el pesado instrumento ha de ser lanzado a la distancia de veinte o treinta pies. Pero, por prolongada y agotadora que sea la persecución, el arponero tiene que tirar mientras tanto del remo con todas sus fuerzas; más aún, se espera que dé a los demás un ejemplo de actividad sobrehumana, no sólo remando de modo increíble, sino con repetidas exclamaciones, sonoras e intrépidas; y lo que es eso de seguir gritando hasta el tope de la capacidad propia, mientras los demás músculos están tensos y medio sacudidos, lo que es eso, no lo saben sino los que lo han probado. Por mi parte, yo no puedo gritar con toda mi alma y al mismo tiempo trabajar de modo inexorable. Así, en esa situación tensa y aullante, de espaldas al pez, de repente el exhausto arponero oye el grito excitante: «¡De pie, y dale!».

Entonces tiene que dejar y asegurar el remo, dar media vuelta sobre su base, sacar el arpón de su horquilla, y con la escasa fuerza que le quede, tratar de clavarlo de algún modo en la ballena. No es extraño entonces que, tomando en su totalidad la flota entera de balleneros, de cada cincuenta ocasiones de arponeo no tengan éxito cinco; no es extraño que tantos malhadados arponeros sean locamente maldecidos y degradados; no es extraño que algunos de ellos se rompan efectivamente las venas en la lancha; no es extraño que algunos cazadores de cachalotes estén ausentes cuatro años para cuatro barriles; no es extraño que, para muchos armadores, la pesca de la ballena sea un negocio en pérdida, pues es del arponero de quien depende el resultado de la expedición, y si le quitáis el aliento del cuerpo, ¿cómo podéis esperar encontrarlo en él cuando más falta hace? Además, si el arponeo tiene éxito, luego, en el segundo momento crítico, esto es, cuando la ballena echa a correr, el jefe de lancha y el arponero empiezan también a correr a la vez a proa y a popa con inminente riesgo propio y de todos los demás. Entonces es cuando cambian de sitio; y el jefe de bote, principal oficial de la pequeña embarcación, toma su puesto adecuado en la proa de la lancha.

Ahora, no me importa quien mantenga lo contrario, pero todo esto es tan loco como innecesario. El jefe debía quedarse en la proa desde el principio al final; él debería disparar tanto el arpón como la lanza, sin que se esperara de él que remara en absoluto, salvo en circunstancias obvias para cualquier pescador. Sé que esto a veces implicaría una ligera pérdida de velocidad en la persecución, pero una larga experiencia en diversos barcos balleneros de más de una nación me ha convencido de que, en la gran mayoría de fracasos en la pesca, lo que los ha causado no ha sido tanto la velocidad de la ballena cuanto el agotamiento antes descrito del arponero.

Para asegurar la mayor eficacia en el arponeo, todos los arponeros del mundo deberían ponerse de pie saliendo del ocio, y no de la fatiga.




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