Capítulo CXVII
LA GUARDIA A LA BALLENA
Los cuatro
cetáceos muertos aquella tarde habían muerto muy alejados: uno, muy a
barlovento; otro, menos distante, a sotavento, uno, a proa; otro, a popa. Estos
tres últimos se arrimaron al costado antes de que cayera la noche, pero el de
barlovento no pudo alcanzarse hasta por la mañana, y la lancha que lo había
matado quedó a su lado toda la noche; y esa lancha era la de Ahab.
El palo de
marcado se había metido derecho en el agujero del chorro de la ballena, y el farol que
colgaba de lo alto de él lanzaba un turbado fulgor tembloroso sobre el negro y brillante
lomo, y, a lo lejos, sobre las olas de medianoche, que golpeaban suavemente el
ancho flanco de la ballena, como suaves oleadas en una playa.
Ahab y todos
los tripulantes de su lancha parecían dormidos, menos el Parsi; quien,
acurrucado junto a la proa, permanecía observando a los tiburones que jugaban
espectralmente en torno a la ballena y daban leves golpes con las colas en las
ligeras tablas de cedro. Por el aire corrió, en escalofrío, un sonido como los
gemidos en escuadrones, sobre el Asfaltites, de fantasmas condenados de
Gomorra.
Sobresaltado
de su sopor, Ahab, cara a cara, vio al Parsi; y con el aro, a su alrededor, de la tiniebla
nocturna, ambos parecían los últimos hombres en un mundo inundado.
—Lo he
vuelto a soñar otra vez —dijo aquél.
—¿Los coches
fúnebres? ¿No te he dicho, viejo, que para ti no puede haber coche fúnebre ni
ataúd?
—¿Y quién
que muera en el mar puede tener coche fúnebre?
—Pero dije,
viejo, que antes que puedas morir, debe haber tres á que vean claramente dos coches
fúnebres en el mar: el primero no hecho por manos mortales; el segundo, de una
madera visible que haya crecido en América.
—¡Sí, sí!
Extraña visión ésa, Parsi; un coche fúnebre y sus plumas flotando por el océano,
con las olas como portadoras. ¡Ah! No veremos pronto tal espectáculo.
—Lo creas o
no, no puedes morir hasta que se vea, viejo.
—¿Y qué era
eso que decías de ti?
—Aunque sea
al fin, yo todavía iré por delante, como tu piloto.
—Y cuando te
hayas ido por delante..., si ocurre eso jamás..., entonces, antes que te pueda
seguir, ¿debes aparecérteme para seguirme pilotando? ¿No era eso? Bueno,
¡entonces, si yo creyese todo lo que dices, oh, mi piloto! Tengo aquí dos
prendas de que todavía mataré a Moby Dick y sobreviviré.
—Toma otra
prenda, viejo —dijo el Parsi, mientras sus ojos se encendían como luciérnagas
en la tiniebla—: Sólo te puede matar el cáñamo.
—La horca,
quieres decir: entonces, soy inmortal, por tierra y por mar —gritó Ahab, con una
carcajada de burla—: ¡Inmortal por tierra y por mar!
Ambos
quedaron otra vez callados, como un solo hombre. Llegó alba gris; la
tripulación soñolienta
se levantó del fondo de la lana, y antes de mediodía, la ballena muerta quedaba junto al
barco.
Capítulo CXVIII
EL CUADRANTE
Por fin se
acercaba la temporada de pesca del ecuador, y todos los días, cuando Ahab salía
de su cabina y levantaba los ojos arriba, vigilante timonel movía
ostentosamente las cabillas del timón, y ávidos marineros corrían rápidamente a
las brazas, y se quedaran allí con los ojos concéntricamente fijos en el doblón
clavado; impacientes de la orden de poner proa al barco hacia el ecuador. En su
momento, llegó la orden. Era casi mediodía, y Ahab, sentado en la proa de su
lancha izada bien alto, se puso a tomar su usual observación diaria del sol
para determinar su latitud.
Ahora, en
ese mar del Japón, los días de verano son como torrentes de refulgencias. Ese sol del
Japón, vivido sin pestañear, parece el foco ardiente de la inconmensurable lente
del océano brillante. El cielo parece lacado; no hay nubes; el horizonte se
difama, y su desnudez de radiosidad sin alivio es como los insufribles
esplendores del trono de Dios. Suerte que el cuadrante de Ahab estuviera
provisto de cristales de color, a través de los cuales observar ese fuego
solar. Así, balanceando su figura sentada con el vaivén de la nave, y con su
instrumento, como de astrólogo, colocado ante el ojo, se quedó en esa postura
unos momentos necesarios para captar el preciso instante en que el sol
alcanzara su meridiano exacto. Mientras que toda su atenuación estaba
absorbida, el Parsi se arrodillaba abajo, en la cubierta del barco y, con la
cara vuelta hacia arriba, como la de Ahab, observaba el mismo sol con él, sólo
que los párpados de sus ojos medio recubrían sus órbitas, y su salvaje rostro
estaba sometido a un desapasionamiento terrestre. Por fin se tomó la
observación deseada; y con el lápiz en su pierna de marfil, pronto calculó Ahab
cuál debía ser su latitud en ese momento exacto. Entonces, cayendo en un rato
de ensueño, volvió a levantar la mirada al sol, y murmuró para sí: « ¡Necio
juguete! ¡Diversión pueril de altaneros almirantes, comodoros y capitanes! El
mundo se jacta de ti, de tu astucia y poder; pero, después de todo, ¿qué puedes
tú sino decir el pobre punto lastimoso donde tú mismo te encuentras por
casualidad sobre este ancho planeta, y donde está la mano que te sostiene? ¡No,
ni una jota más! No puedes decir dónde estará mañana al mediodía una gota de
agua o un solo grano de arena; ¡y sin embargo, con toda tu impotencia, insultas
al sol! ¡La ciencia! Maldito seas, juguete vano; y malditas sean todas las
cosas que elevan los ojos del hombre arriba, hacia el cielo. ¡Maldito seas,
cuadrante! —lanzándolo
a cubierta—; así te pisoteo, objeto vil que débilmente señalas a, lo alto; ¡así
te parto y destrozo!»
Mientras el
frenético viejo hablaba así, pisoteando con su pie viejo y su pie muerto, una mueca de
triunfo que parecía referirse a Ahab, y una desesperación fatalista que parecía
referirse a él mismo, pasaron por la silenciosa e inmóvil cara del Parsi. Sin
ser observado, se levantó y se deslizó fuera, mientras, abrumados de terror por
el aspecto de su capitán, los marineros se agolparon en el castillo de proa,
hasta que Ahab, andando agitado por la cubierta, gritó:
—¡A las
brazas! ¡Caña a barlovento! En un momento, las vergas giraron, y al girar el
barco casi sobre sí mismo, sus tres graciosos palos, firmemente asentados y
equilibradamente verticales sobre su largo casco acostillado, parecieron los
tres Horacios haciendo una pirueta en un solo corcel suficiente para los tres.
Situado
entre los «apóstoles», Starbuck observaba la tumultuosa ruta del Pequod, y
también la de Ahab, que iba tambaleándose por cubierta.
—Me he
sentado ante un denso fuego de carbón y lo he visto refulgente, lleno de su atormentada
vida llameante; y lo he visto al fin desvanecerse, bajando, bajando hasta el
más mudo polvo. ¡Viejo de los océanos! De toda esta tu vida impetuosa, ¡qué
quedará por fin sino un montoncito de cenizas!
—Eso es
—gritó Stubb—, pero cenizas de carbón de mar, no lo olvide, señor Starbuck; carbón de
mar, no el vulgar carbón de leña. Bueno, bueno; he oído murmurar a Ahab:
«Ahora, alguien me ha puesto estas cartas en mis viejas manos, y ha jurado que
debo ser yo quien las juegue, y no otro». Y ¡maldito sea yo, Ahab, si no haces
bien! ¡Vive en el juego, y muere en juego!
Capítulo CXIX
LAS CANDELAS
Los climas
más cálidos ocultan las más crueles garras: el tigre de Bengala se esconde en perfumados
bosquecillos de verdor incesante. Los cielos más refulgentes no son sino un cesto de los
más letales truenos; la espléndida Cuba conoce ciclones que jamás barren los mansos
países norteños. Así también ocurre que en esos resplandecientes mares del
Japón el navegante encuentra la más terrible de todas las tormentas, el tifón.
A veces estalla desde ese cielo sin nubes, como una bomba que estalla sobre una
ciudad deslumbrada y soñolienta. Hacia la caída de la tarde de ese día, el
Pequod tenía desgarrado el velamen, y quedó a palo seco para combatir contra un
tifón que le había golpeado directamente de cara. Cuando llegó la tiniebla, el
cielo y el mar rugían y se partían de truenos, y destellaban de rayos que
mostraban los palos inutilizados, ondeando acá y allá los jirones que la
primera furia de la tempestad había dejado para divertirse después.
Agarrado a
un obenque, Starbuck estaba en el alcázar, y a cada, destello de los rayos
miraba arriba para ver qué nuevo desastre podría haber ocurrido entre los
intrincados aparejos de allá, mientras Stubb y Flask dirigían a los marineros
que izaban más alto y amarraban más firme las lanchas. Pero todos sus trabajos
parecían inútiles. Aunque elevada hasta el extremo de sus pescantes, la lancha
de popa a sotavento (la de Ahab) no se salvó. Una gran ola levantada,
lanzándose desde muy alto contra el elevado costado del barco tambaleante,
destrozó el fondo de la lancha por la popa, y la dejó luego toda goteante como
un cedazo.
—¡Mal
trabajo, mal trabajo! Señor Starbuck —dijo Stubb, contemplando la ruina—: el
mar se saldrá con la suya. Stubb, por su parte, no puede pelear con él. Ya ve,
señor Starbuck, una ola tiene mucha carrerilla tomada antes de saltar; corre
alrededor del mundo entero, ¡y luego viene el salto! En cambio por mi parte,
toda la carrerilla que puedo tomar contra ella es sólo a lo largo de esta
cubierta. Pero no importa: todo es en broma: así dice la vieja canción (canta):
Oh, qué
alegre es la tormenta;
la ballena
está contenta
su gran cola
al agitar:
qué
gracioso, hermoso
gozoso,
mimoso, cariñoso
es el mar,
es el mar, es el mar.
El nublado
va volando,
con un solo
golpe blando
tanta espuma
al levantar:
qué
gracioso, hermoso,
gozoso,
mimoso, cariñoso
es el mar,
es el mar, es el mar.
El trueno
parte la nave:
se relame y
bien le sabe
al probar
ese manjar:
qué
gracioso, hermoso,
gozoso,
mimoso, cariñoso
es el mar,
es el mar, es el mar.
—Basta,
Stubb —gritó Starbuck—: que cante el tifón, y que toque el arpa en nuestras
jarcias, pero usted, si es hombre valiente, estése callado.
—Pero yo no
soy valiente; nunca he dicho que fuera valiente: soy cobarde, y canto para no
perder el ánimo. Y le diré lo que pasa, señor Starbuck: no hay modo de parar mi
canción en este mundo, sino cortándome el cuello. Y una vez hecho eso, apuesto
diez a uno que le cantaré de remate un himno de acción de gracias.
—¡Loco! Mire
por mis ojos, si no los tiene usted.
—¡Qué! ¿Cómo
puede, en una noche oscura, ver mejor que otro, por tonto que sea?
—¡Eso!
—gritó Starbuck, agarrando a Stubb por el hombro, y señalando con la mano a
proa hacia barlovento—: ¿no ve que la galerna viene del este, el mismo rumbo
que tiene que recorrer Ahab hacia Moby Dick?, ¿el mismo rumbo que tomó hoy a
mediodía? Ahora fíjese en esta lancha: ¿dónde está desfondada? En las planchas
de popa: donde él suele ponerse... ¡Su punto de apoyo se ha desfondado, hombre!
Ahora, ¡salte por la borda y échelo en canciones, si puede!
—No lo
entiendo ni a medias: ¿qué hay en el viento?
—Sí, sí,
doblando el cabo de Buena Esperanza es el camino más corto a Nantucket — monologó de
repente Starbuck, sin atender a la pregunta de Stubb—: La galerna que ahora nos
martilla para desfondarnos, la podemos convertir en un viento propicio que nos
llevará a casa. Allá, a barlovento, todo es negrura de condenación; pero a
sotavento, hacia casa..., veo que por allí aclara, y no con relámpagos.
En este
momento, en uno de los intervalos de profunda oscuridad que seguían a los
rayos, se oyó una
voz a su lado, y casi en el mismo instante resonó en lo alto una salva de
truenos.
—¿Quien va?
—¡El viejo
Trueno! —dijo Ahab, avanzando a tientas por las bacayolas hasta su agujero de pivote,
pero de repente encontró que le hacían visible el camino bifurcadas lanzas de
fuego.
Ahora, así
como en tierra firme un pararrayos en una torre está destinado a desviar al suelo el
peligroso fluido, igualmente la varilla semejante que llevan algunos barcos en
cada palo está destinada a llevarlo al agua. Pero como este conductor debe
bajar a considerable profundidad para que su extremo evite todo contacto con el
casco, y además, si se llevara continuamente a remolque daría lugar a muchas
desgracias, aparte de interferir no poco con parte de las jarcias y estorbar
más o menos el avance del barco por el agua, por todo ello, las partes
inferiores de los pararrayos de un barco no siempre están dispuestas en largas
cadenas de eslabones delgados para ser más rápidamente haladas a los cadenotes
de fuera, o echadas al mar, según lo
requiera la ocasión.
—¡Los
pararrayos, los pararrayos! —gritó Starbuck a los tripulantes, repentinamente
requerido a la vigilancia por la vívida exhalación que acababa de disparar antorchas
para alumbrar hasta su sitio a Ahab
— ¿Están a
bordo? Fondeadlos, a popa y a proa. ¡Deprisa! ¡Alto! —gritó Ahab—: vamos aquí a
jugar limpio, aunque estemos en el lado más débil. Sin embargo, contribuiré
para que se pongan pararrayos en el Himalaya y en los Andes, para que todo el mundo quede a salvo, pero ¡nada
de privilegios! Déjalos estar.
—¡Mire allá
arriba! —gritó Starbuck—. ¡El fuego de san Telmo!
Todos los
penoles tenían puntas de un pálido fuego, y, tocados en cada uno de los
extremos trifurcados de los pararrayos por tres puntiagudas llamas blancas, los
tres mástiles ardían silenciosamente en ese aire sulfuroso, como tres
gigantescos cirios de cera ante un altar.
—¡Condenada
lancha!, ¡que se vaya! — gritó Stubb en ese momento, mientras una destructora
oleada se levantaba debajo mismo de su pequeña embarcación, de tal modo que la
regala le golpeó violentamente en la mano, mientras él le pasaba una trinca—
¡Maldita sea! —pero al resbalar hacia atrás por la cubierta, sus ojos alzados
vieron las llamas, y cambiando inmediatamente de tono, exclamó—: ¡Que san Telmo
tenga misericordia de todos nosotros!
Para los
marineros, las maldiciones son palabras domésticas; juran en el éxtasis de la
calma, y en las fauces de la tempestad; imprecan maldiciones desde los penoles
de gavia, cuando más se balancean sobre un mar furioso; pero, en todos mis
viajes, raramente he oído un juramento vulgar cuando el ardiente dedo de Dios
se posa en el barco, y su «Mane, Tecel, Fare» se entreteje en los obenques y la
cabullería. Mientras arriba ardía ese
pálido fuego, se oyeron pocas palabras entre la hechizada tripulación, que, en
un solo grupo apretado, estaba en el castillo de proa, con todos los ojos
centelleantes en esa pálida fosforescencia, como una remota constelación.
Recortado contra la espectral luz, el gigantesco negro de azabache, Daggoo, se
elevaba hasta el triple de su estatura verdadera, y parecía la nube negra de
que había salido el trueno. La boca entreabierta de Tashtego mostraba sus
dientes blancos de tiburón que destellaban extrañamente, como si también
tuvieran fuegos de san Telmo en las puntas; en tanto que, iluminado por la
luz sobrenatural, el tatuaje de Queequeg
ardía como satánicas llamas azules en su cuerpo.
La escena se
desvaneció al fin con la pálida luz de arriba, y una vez más, el Pequod y todas
las almas en cubierta quedaron envueltos en un sudario. Pasaron unos momentos,
y Starbuck, al ir a proa, tropezó con alguien. Era Stubb.
—¿Qué piensa
ahora, hombre? He oído el grito: no era lo mismo que en la canción.
—No, no lo
era. Dije que san Telmo tenga misericordia de todos nosotros, y espero que la
tendrá. Pero ¿tiene misericordia solamente de las caras largas? ¿No tiene
tripas para reír? Y mire, señor Starbuck... Pero está demasiado oscuro para
mirar. Óigame, entonces: considero que esa llama que hemos visto en los palos
es una señal de buena suerte, pues esos palos están arraigados en una sentina
que va a estar rebosante de aceite de esperma, ya ve; y así, todo ese aceite se
subirá por los palos, como la savia en un árbol. Sí, nuestros tres palos serán
como tres candelas de aceite de esperma: ésa es la buena promesa que hemos
visto.
En ese
momento Starbuck distinguió la cara de Stubb, que lentamente empezaba a
entreverse con luz. Mirando arriba, gritó:
—¡Ved, ved!
Y una vez
más, las altas llamas puntiagudas se observaron con lo que parecía redoblada
sobrenaturalidad
en su palidez.
—San Telmo
tenga misericordia de todos nosotros —volvió a gritar Stubb.
En la base
del palo mayor, debajo mismo del doblón y la llama, el Parsi estaba arrodillado
delante de Ahab, pero con la cara desviada de él; mientras que cerca, desde los
arqueados y colgantes obenques donde acababan de ocuparse en aferrar una jarcia
que colgaba, un grupo de marineros, inmovilizados por el fulgor, se habían
reunido y colgaban pendularmente, como un enjambre de avispas ateridas en la
rama inclinada de un frutal. En variadas actitudes hechizadas, como los
esqueletos de Herculanum, de pie, marchando o corriendo, otros habían quedado
enraizados a la cubierta, pero todos con los ojos en lo alto.
—¡Eso, eso,
muchachos! —gritó Ahab—. ¡Levantad los ojos, miradlo bien! ¡La llama blanca no
hace más que alumbrar el camino hacia la ballena blanca! Dadme esa cadena del
palo mayor: querría tomarle el pulso y hacer que el mío latiera contra ella:
¡sangre contra fuego! Así.
Luego se
volvió, con el último eslabón bien sujeto en la mano, puso el pie sobre el
Parsi, y, con los ojos fijos en lo alto y el brazo derecho extendido hacia
arriba, quedó erguido ante la elevada trinidad trifurcada de llamas.
—¡Ah tú,
claro espíritu del claro fuego, a quien en estos mares yo adoré antaño como persa, hasta
que me quemaste tanto en el acto sacramental que sigo llevando ahora la
cicatriz! Te conozco, y ahora conozco que tu auténtica adoración es el desafío.
No has de ser propicio ni al amor ni a la reverencia; e incluso al odio, no
puedes sino matarlo, y todos ellos son matados. No hay necio sin miedo que
ahora te haga frente. Yo confieso tu poder mudo y sin lugar, pero hasta el
último hálito de mi terremoto, la vida disputará el señorío incondicional e
integral sobre mí. En medio de lo impersonal personificado, aquí hay una
personalidad.
Aunque sólo
un punto, como máximo: de donde quiera que haya venido; a donde quiera que
vaya; pero mientras vivo terrenalmente, esa personalidad, como una reina, vive
en mí, y siente sus reales derechos. Pero la guerra es dolor, y el odio es
sufrimiento. Ven a tu más baja forma de amor, y me arrodillaré ante ti y te
besaré; pero en tu punto más alto, ven como mero poder de arriba; y aunque
lances armadas de mundos cargados hasta los topes, hay algo aquí que sigue
indiferente. Ah tú, claro espíritu, de tu fuego me hiciste, y, como auténtico
hijo del fuego, te lo devuelvo en mi aliento. (Súbitos, repetidos destellos de
rayos; las nueve llamas se alzan a lo largo hasta tres veces su anterior
altura; Ahab, con los demás, cierra los ojos, y se los aprieta fuertemente con la
mano derecha.)
—Confieso tu
poder sin lenguaje ni lugar; ¿no lo he dicho así? Y eso no se me arrancó a la
fuerza, ni ahora suelto estos eslabones. Puedes cegar, pero entonces puedo
andar a tientas. Puedes consumir, pero entonces puedo ser cenizas. Recibe el
homenaje de estos pobres ojos, y estas manos que los cubren. Yo no lo
recibiría. Los rayos destellan a través de mi cráneo; mis ojos me duelen cada
vez más; todo mi sacudido cerebro parece como degollado, y balanceándose sobre
un terreno que lo aturde. ¡Ah, ah! Pero aun cegado, te seguiré hablando. Aunque
seas luz, saltas saliendo de la tiniebla; ¡pero yo soy tiniebla que sale de la
luz, que salta de ti! Cesan esas jabalinas; abríos, ojos; ¿veis o no? ¡Ahí
arden las llamas! ¡Ah, magnánimo! Ahora me glorio de mi genealogía. Pero tú
eres sólo mi padre feroz: a mi dulce madre no la conozco. ¡Ah, cruel!, ¿qué has
hecho de ella? Ahí está mi enigma: pero el tuyo es mayor. Tú no sabes cómo has
nacido, y por ello te llamas inengendrado;
ciertamente no conoces tu comienzo, y por ello te llamas incomenzado. Yo
conozco de mí lo que tú no conoces de ti mismo, oh tú, omnipotente. Hay algo
que no se difunde más allá de ti, oh tú, claro espíritu, para quien toda tu
eternidad no es sino tiempo, y toda tu creatividad es mecánica. A través de ti,
de tu ser llameante, mis ojos abrasados te ven confusamente. Ah tú, fuego
expósito, ermitaño inmemorial, tú también tienes tu enigma incomunicable, tu
dolor sin participación. Otra vez aquí con mi altiva agonía, leo a mi progenitor.
¡Salta, salta y lame el cielo! Yo salto contigo; ardo contigo; querría soldarme
contigo; ¡te adoro en desafío!
—¡La lancha,
la lancha! —gritó Starbuck—:¡mira tu lancha, viejo!
El arpón de
Ahab, el forjado en el fuego de Perth, permanecía firmemente amarrado en su visible
horquilla, de modo que salía más allá de la proa de su lancha, pero el mar que
la había desfondado había hecho que se le cayera la floja vaina de cuero, y del
agudo filo de acero ahora salía una llama horizontal de pálido fuego bifurcado.
Mientras el silencioso arpón ardía allí como una lengua de serpiente, Starbuck
agarró a Ahab por el brazo:
—¡Dios, Dios
está contra ti, viejo! ¡Abandona! ¡Es un mal viaje! ¡Mal empezado, mal
continuado! ¡Déjame bracear las vergas, mientras podemos, viejo, y convertir
esto en un buen viento de regreso, para hacer mejor viaje que éste!
Al escuchar
a Starbuck, la tripulación aterrorizada corrió al momento a las vergas; aunque
no se izó una sola vela. Por un momento, todos los pensamientos del
horrorizado oficial parecieron suyos, y
levantaron una gritería casi de motín. Pero Ahab, tirando a cubierta las
chasqueantes cadenas, y agarrando el arpón ardiente, lo blandió como una
antorcha entre ellos, jurando que atravesaría al primer marinero que largara la
punta de un cabo. Petrificados por su aspecto, y aún más aterrorizados por el
feroz dardo que sostenía, los hombres se echaron atrás con consternación, y
Ahab volvió a hablar:
—Todos
vuestros juramentos de perseguir a la ballena blanca son tan obligatorios como
el mío; y, en corazón, alma, cuerpo, pulmones y vida, el viejo Ahab está
comprometido. Y para que podáis saber a qué compás late este corazón, mirad
aquí: así apago de un soplo el último temor.
Y de un solo
aliento, extinguió la llama. Como, bajo el huracán que barre la llanura, los
hombres huyen de la vecindad de algún
gigantesco olmo solitario, cuya misma altura y robustez lo
hacen mucho más inseguro, como mejor blanco para los rayos, así, ante estas últimas
palabras de Ahab, muchos de los marineros huyeron de él corriendo en pánico
consternado.
Capítulo CXX
LA CUBIERTA, HACIA EL FINAL DEL PRIMER CUARTO DE GUARDIA DENOCHE
AHAB, de pie
junto al timón. STARBUCK, acercándose a él
—Capitán,
debemos arriar la verga de gavia. La faja de rizos se está soltando, y el
amantillo de sotavento está medio deshecho, ¿la arrío?
—No arríes
nada; amárralo. Si tuviera espigas de mastelerillo de sosobre, las guindaría ahora.
—¡Capitán!
¡En nombre de Dios, capitán!
—¿Qué pasa?
—Las anclas
ceden, capitán. ¿Las izo a bordo?
—No arríes
nada, no muevas nada, sino amárralo todo. El viento se levanta, pero todavía no ha llegado
a mis mesetas. Rápido, y ocúpate de eso. ¡Por mástiles y quillas! Me toma por el
patrón jorobado de algún pesquero de cabotaje. ¡Arriar la verga de gavia! ¡Vaya
pegotes! Los palos de galleta más alta se han hecho para los vientos más
salvajes, y la galleta de mis sesos ahora avanza navegando entre el nublado.
¿Voy a arriarla? Ah, solamente los cobardes arrían las vergas de los sesos en
tiempo de tempestad. ¡Qué estrépito hay allí arriba! Lo tomaría por sublime, si
no supiera que el cólico es una enfermedad ruidosa. ¡Ah, toma medicina, toma
medicina!
Capítulo CXXI
MEDIANOCHE. LAS ALMURADAS DEL CASTILLO DE PROA
STUBB y
FLASK, en lo alto, reforzando amarras a las anclas allí pendientes
—No, Stubb,
podrá golpear ese nudo todo lo que le plazca, pero jamás me hará entrar a golpes lo
que acaba de decir. ¿Y cuánto tiempo hace que ha dicho exactamente lo
contrario? ¿No decía una vez que el barco en que navegue Ahab tendría que pagar
algo extra de póliza de seguro, como si estuviera cargado de barriles de
pólvora a popa y cajas de fósforos a proa? Vamos a ver; ¿no decía eso?
—Bueno,
supongamos que sí. ¿Y qué? En parte, he cambiado de carne desde entonces: ¿por
qué no de pensamiento? Además, suponiendo que estemos cargados de barriles de pólvora a
popa y cajas de fósforos a proa, ¿cómo diablos iban a prenderse los fósforos en esta lluvia
que nos cala? Vea, amiguito, usted, con su bonito pelo rojo, no podría ahora
prenderse fuego. Sacúdase, Flask; es Acuario, el Aguador: podría llenar
cántaros en el cuello del capote. ¿No ve, entonces, que para esos peligros
extra, las compañías de seguros marítimos tienen garantías extra? Aquí están
las bocas de agua, Flask. Pero escuche, otra vez, y le contestaré a lo otro.
Pero primero quite la pierna de esa cruz de ancla, para que pueda pasar el
cabo; y ahora escuche. ¿Cuál es la gran diferencia entre levantar en la
tormenta un pararrayos de mástil, o estar en una tormenta al lado de un mástil que
no tiene en absoluto pararrayos? ¿No ve, cabeza de leño, que no le puede pasar nada al que
sostiene el pararrayos, si antes no cae el rayo en el mástil? ¿De qué habla
entonces? Ni un barco de cada cien lleva pararrayos, y Ahab —sí, hombre, y
todos nosotros— no estábamos en mayor peligro, en mi pobre opinión, que todos
los tripulantes de diez mil barcos que ahora navegan por el mar. Vaya,
«Puntal», supongo que usted haría que todos en el mundo fueran por ahí con un
pequeño pararrayos saliendo del pico del sombrero, como esa pluma de asador de
un oficial de la milicia, y con el cable arrastrando atrás como la banda. ¿Por
qué no es sensato, Flask? Es fácil ser sensato; ¿por qué no
lo es, entonces? Cualquier hombre con medio ojo puede ser sensato.
—No lo sé,
Stubb. A veces a usted le resulta bastante difícil.
—Sí, cuando
uno está calado hasta los huesos, es difícil ser sensato, eso es cierto. Y yo estoy calado
con esta lluvia. No importa; doble el cabo ahí, páselo. Me parece que estamos
amarrando estas anclas como si no se fueran a usar nunca jamás. Atar estas dos
anclas aquí, Flask, parece como atarle a un hombre las manos a la espalda. Y
¡qué manos tan generosas y grandes, desde luego! Son sus puños de hierro, ¿eh?
¡Qué cabida tienen, también! Me pregunto, Flask, si el mundo estará anclado a
algo; pero si lo está, tiene un cable extraordinariamente largo. Ea, golpee ese
nudo, y hemos terminado. Eso es: después de tocar tierra, lo más satisfactorio
es pisar la cubierta. Oiga, ¿quiere retorcerme los faldones
del chaquetón? Gracias. Se ríen mucho de los trajes de tierra, Flask, pero me parece
que en el mar debía llevarse en las tormentas un frac de colas largas. Las
colas, menguando
así al bajar, sirven para desviar el agua, ya ve. Y lo mismo con los sombreros
de tres picos: los picos forman canalones y gárgolas, Flask. Yo ya no quiero
más chaquetones ni suestes: tengo que ponerme unas colas de golondrina y
encasquetarme un sombrero de copa: eso. ¡Hola, eh! Ahí sale por la borda mi
sueste: ¡Señor, Señor! ¡Que los vientos que vienen del cielo sean tan groseros!
Es una noche asquerosa, muchacho.
Capítulo CXXII
MEDIANOCHE; ARRIBA. TRUENOS Y RAYOS
La verga de
gavia. TASHTEGO le pasa alrededor nuevas trincas
—¡Pon, pon,
pon! ¡Basta de truenos! Demasiado trueno hay aquí arriba. ¿Para qué sirven los
truenos? Pon, pon, pon. No queremos truenos; queremos ron; dadnos un vaso de
ron. ¡Pon, pon,
pon!
Capítulo CXXIII
EL MOSQUETE
Durante las
más violentas sacudidas del tifón, el marinero con la caña de mandíbula del Pequod había
sido lanzado varias veces tambaleante a la cubierta por sus movimientos
espasmódicos, aunque se había sujetado preventivamente la caña con aparejos,
porque no se habían tensado, siendo indispensable un poco de juego en el timón.
En una
galerna fuerte como ésta, mientras el barco no es más que un volante zarandeado por el
huracán, no es nada raro ver que las agujas de las brújulas, de vez en cuando,
dan vueltas y vueltas. Eso le pasó al Pequod: casi a cada sacudida, el timonel
no había dejado de observar la velocidad de torbellino con que giraban en la
rosa: es un espectáculo que difícilmente puede observar nadie sin alguna suerte
de emoción insólita.
Unas horas
después de medianoche, el tifón disminuyó tanto, que, con los robustos
esfuerzos de Starbuck y Stubb —el uno ocupado a proa, el otro a popa— los
desgarrados restos del foque, de la vela de trinquete y de las gavias se
cortaron de las vergas, a la deriva, y salieron en remolino a sotavento, como
las plumas de un albatros, que a veces se lanzan a los vientos en el vuelo de
ese pájaro tan sacudido por las tormentas.
Las tres
velas nuevas correspondientes se envergaron y rizaron y se puso más a proa una cangreja de
capa, de modo que pronto el barco volvió a nadar por el agua con cierta precisión,
y se dio una vez más al timonel el rumbo —por el momento, Este-Sud-Este— que
debía tomar si era posible. Pues, durante la violencia de la galerna, había
gobernado conforme a sus vicisitudes. Pero ahora, mientras ponía el barco tan
próximo a su rumbo como era posible, mirando al mismo tiempo la brújula, he
aquí, ¡buena señal!, que el viento pareció venir de popa: ¡sí, el viento
contrario se volvió propicio! Al momento se bracearon en cruz las vergas, al
vivo canto de ¡Ah, el buen viento; ah, ah, fuerza, marineros!, con los
tripulantes cantando de alegría de que tan prometedor acontecimiento hubiera
desmentido tan pronto los malos prodigios que lo precedieron.
De acuerdo
con la orden constante del capitán —informar inmediatamente, en cualquiera de las veinticuatro
horas, sobre cualquier cambio importante en los asuntos de cubierta—, Starbuck,
en cuanto orientó las vergas a la brisa —por más que de modo reluctante y
sombrío— bajó maquinalmente a dar noticias al capitán Ahab sobre el hecho.
Antes de
llamar a la puerta de la cabina, se detuvo involuntariamente un momento ante ella. La
lámpara de la cabina —balanceándose largamente a un lado y a otro— ardía de
modo irregular, lanzando sombras irregulares sobre la cerrada puerta del viejo,
puerta delgada, con postigos cerrados, en lugar de paneles superiores. El
aislamiento subterráneo de la cabina hacía que allí reinara cierto silencio
zumbador, aunque estaba cercado alrededor por todo el rugido de los elementos.
Los mosquetes cargados, en el armero, resaltaban de modo refulgente, erguidos
verticalmente contra el mamparo de proa. Starbuck era un hombre honrado y
recto, pero, en el momento en que vio los mosquetes, brotó
extrañamente del corazón de Starbuck un mal pensamiento, aunque tan mezclado
con sus acompañamientos neutrales o buenos, que por el momento apenas lo
reconoció como tal.
—Una vez él
me iba a disparar — murmuró—; sí, ahí está el mismo mosquete con que me
apuntó, el de la culata claveteada; voy a tocarlo... a levantarlo. Es extraño
que yo, que he manejado tantas lanzas mortales; es extraño que tiemble ahora
así. ¿Cargado? Debo ver. Eso, eso; y pólvora en la cazoleta... eso no está
bien. ¿Mejor verterla?... Espera. Me curaré de esto. Agarraré firme el mosquete
mientras pienso. Vengo a informarle de un viento propicio. Pero propicio ¿cómo?
Propicio para la muerte y la condenación..., eso es propicio para Moby Dick.
Viento propicio es el que sólo es propicio para ese pez maldito... El mismo
cañón con que me apuntó... el mismísimo, ése... lo tengo aquí; él me iba a
matar con lo mismo que tengo ahora... Sí, y le gustaría matar a toda su
tripulación. ¿No dice que no arriará las vergas contra ninguna galerna? ¿No ha
tirado su cuadrante celeste? Y en estos mismos mares peligrosos ¿no recorre su
camino a tientas por la simple estima de la corredera, tan abundante en
errores? Y en este mismo tifón, ¿no juró que no quería tener pararrayos? Pero
¿se consentirá mansamente que este viejo loco arrastre consigo a la condenación
de todos los tripulantes de un barco? Sí, eso le haría el terco asesino de
treinta y tantos hombres, si este barco sufre daño mortal; y mi alma jura que
este barco sufrirá daño mortal si Ahab se sale con la suya. Entonces, si
en este instante, él fuera... echado a un lado, ese delito no sería suyo. ¡Ah!
¿está murmurando en su sueño? Sí, ahí mismo... ahí, está durmiendo. ¿Durmiendo?
Sí, pero todavía vivo, y pronto volverá a despertar. No te puedo soportar,
entonces, viejo. Ni razonamientos, ni protestas, ni amenazas quieres escuchar;
todo eso lo desprecias. Obediencia absoluta a tus mandatos absolutos, es todo
lo que respiras. Sí, y dices que los marineros han jurado tu juramento: dices
que todos nosotros somos Ahabs. ¡No lo quiera el gran Dios! Pero ¿no hay otro
modo? ¿No hay modo legal? ¿Hacerle prisionero para llevarle al puerto? ¡Qué!
¿tienes esperanzas de arrancar la fuerza viva de este viejo de entre sus
propias manos vivas? Sólo un loco lo intentaría. Supongamos que estuviera en grillos;
ligado todo él con cabos y estachas; encadenado a cáncamos en el suelo de la
cabina: sería entonces más horrible que un tigre enjaulado. No podría yo
aguantar ese espectáculo: toda comodidad, el mismo sueño, la inapreciable
cordura me abandonarían en el largo e intolerable viaje, ¿Qué queda entonces?
La tierra está a centenares de leguas, y la más cercana es el cerrado Japón.
Estoy aquí solo en un mar abierto, con dos océanos y un continente entero entre
la ley y yo. Eso, eso, así es. ¿Es el cielo un asesino cuando su rayo hiere en
la cama a uno que intenta ser un asesino, haciendo cenizas a la vez las sábanas
y la piel? ¿Y sería yo un criminal, entonces, si...?
Y de modo
lento y furtivo, y mirando de medio lado, apoyó contra la puerta el mosquete cargado.
—A esta
altura pende ahí dentro la hamaca de Ahab; su cabeza está en esta dirección. Un toque, y
Starbuck sobrevivirá para abrazar otra vez a su mujer y su hijo. ¡Ah, Mary,
Mary; niño, niño, niño! Pero si no te despierto a la muerte, viejo, ¿quién
puede decir a qué insondadas profundidades se hundirá el cuerpo de Starbuck en
la próxima semana, con toda la tripulación? Gran Dios ¿dónde estás? ¿Lo haré,
lo haré...? el viento ha caído y ha saltado, capitán; se han erizado y cazado
la vela de trinquete y las gavias; el barco sigue el rumbo.
—¡Cía! ¡Ah,
Moby Dick, por fin estrecho tu corazón!
Tales fueron
los sonidos que ahora salieron violentamente del atormentado sueño del viejo,
como si la voz de Starbuck hubiera hecho hablar al sueño largamente mudo.
El mosquete,
todavía apuntado, se agitó contra el mamparo como el brazo de un borracho;
Starbuck pareció luchar con un ángel; pero, separándose de la puerta, puso en
el armero el tubo mortal y abandonó el sitio.
—Señor
Stubb, está demasiado dormido; baje a decírselo usted. Yo debo ocuparme aquí de la
cubierta. Usted sabe qué decir.
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - CXXIV, CXXV, CXXVI, CXXVII y CXXVIII - Herman Melville"
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