Capítulo CXI
EL PACÍFICO
Cuando,
pasando a lo largo de las islas Bashi, salimos al fin al gran mar del Sur, si
no fuera por otras cosas, podría haber saludado a mi querido Pacífico con
gracias incontables, pues ahora hallaba respuesta la larga súplica de mi
juventud; ese sereno océano se extendía al este de mí en mil leguas de azul.
Hay, no se
sabe qué, un dulce misterio en este mar, cuyos movimientos suaves y aterradores
parecen hablar de alguna oculta alma de debajo; como esas legendarias
ondulaciones del suelo de Efeso sobre el sepulcro del evangelista san Juan. Y
justo es que sobre estos pastos marinos, estas praderas acuáticas de anchos
oleajes, estos campos de alfarero de los cuatro continentes, las olas se
levanten y caigan, y avancen y refluyan constantemente; pues aquí yacen,
sofiando y soñando en silencio, millones de sombras y siluetas mezcladas,
sueños ahogados, sonambulismos, ensueños, todo lo que llamamos vidas y almas,
agitándose las olas, como durmientes con sueños en sus camas, sólo por la
inquietud de todas esas cosas. Para cualquier meditativo vagabundo mágico, este
sereno Pacífico, una vez observado, debe ser para siempre el mar de su
adopción. Hace mecerse las aguas centrales del mundo, ya que el océano índico y
el Atlántico son sólo sus brazos. Las mismas olas bañan los muelles de las
ciudades de California recién construidas, plantadas ayer mismo por la más
reciente raza de los hombres, y mojan las borrosas, pero aún espléndidas faldas
de países asiáticos más viejos que Abraham; mientras que, por en medio, flotan
vías lácteas de islas de coral, y archipiélagos bajos, inacabables,
desconocidos, y japonés impenetrables. Así este misterioso y divino Pacífico
ciñe toda la mole del mundo, hace que todas las costas sean bahía suya, y
parece el corazón de la tierra, latiendo en mareas. Elevados por esas eternas
hinchazones, por fuerza debéis confesar al seductor dios, inclinando vuestra
cabeza ante Pan. Pero pocos pensamientos sobre Pan agitaban el cerebro de Ahab,
plantado como una estatua de hierro en su acostumbrado lugar junto a los
obenques de mesana, y con un agujero de la nariz aspirando sin pensar el dulce
almizcle de las islas Bashi (en cuyos placenteros bosques debían pasear dulces
amantes), mientras con el otro inhalaba, dándose cuenta, el aliento salado del mar
recién hallado, ese mar en que debía de estar nadando entonces la odiada
ballena blanca. Lanzado al fin sobre esas aguas casi finales, y deslizándose
hacia la zona pesquera del Japón, el propósito del viejo se intensificaba. Sus
firmes labios se unían como los labios de un tornillo de carpintero; el delta
de las venas de su frente se hinchaba como con torrentes rebosantes; en su
mismo sueño, su grito vibrante atravesaba la bóveda del casco.
—¡Cía! ¡La
ballena blanca chorrea sangre espesa!
Capítulo CXII
EL HERRERO
Aprovechando
el tiempo suave, frescamente estival, que entonces reinaba en esas latitudes, y
como preparación para los trabajos especialmente activos que se esperaban para
pronto, Perth, el viejo herrero tiznado y encallecido, no se había vuelto a
llevar la forja portátil a la bodega, tras de concluir su trabajo de
contribución a la pierna de Ahab, sino que la seguía teniendo en cubierta,
firmemente sujeta a unos cáncamos junto al palo trinquete, ya que ahora era
casi incesantemente requerido por los jefes de lancha, arponeros y remeros de
proa, para que les hiciera algún pequeño trabajo; alterando, reparando o dando
nueva forma a sus diversas armas y adminículos de las lanchas. A menudo estaba
rodeado por un círculo ansioso, todos en espera de que les sirvieran,
sosteniendo azadas de lancha, puntas de pica, arpones, lanzas, y vigilando
celosamente todos sus enhollinados movimientos mientras trabajaba. No obstante,
el martillo de este hombre era un martillo paciente blandido por un brazo
paciente. De él no salían murmullos, ni impaciencias, ni petulancias.
Silencioso, lento y solemne, inclinando aún más su espalda de vez en cuando
rota, seguía trabajando como si el trabajo fuera la vida misma, y el pesado
golpear del martillo fuera el pesado golpear de su corazón. Y así era. ¡Qué
desdichado!
Unos
peculiares andares de este viejo ciertas guiñadas leves pero al parecer
dolorosas, en su paso, habían excitado al principio la curiosidad de los
marineros. Y por fin había cedido al importunar de sus insistentes preguntas, y
así había llegado a ocurrir que todos conocían ya la vergonzosa historia de su
mísero destino. Habiéndose retardado, y no de modo inocente, una dura noche de
invierno, en el camino entre dos aldeas, el herrero, en semi-estupidez, había notado
la mortal insensibilidad que le invadía, y había buscado refugio en un
cobertizo torcido y echado a perder. El resultado fue la pérdida de los dedos
de ambos pies. De esa revelación, poco a poco, salieron por fin los cuatro
actos de alegría, y el quinto acto, largo, pero todavía sin catástrofe, del
dolor del drama de su vida.
Era un viejo
que, casi a la edad de sesenta años, había encontrado tardíamente eso que en la
técnica de la tristeza se llama ruina. Había sido un artesano de afamada
excelencia, y con mucho que hacer; había tenido casa y jardín; había abrazado a
una esposa cariñosa y juvenil, que parecía su hija, y a tres niños alegres y
sanos; todos los domingos iba a una iglesia de alegre aspecto, situada en un
bosquecillo. Pero una noche, bajo la defensa de la oscuridad, y oculto también
bajo astuto disfraz, un ladrón terrible se había deslizado en ese hogar feliz y
se lo había robado todo. Y lo que es aún más triste de contar, el propio
herrero, de modo ignorante, había llevado aquel ladrón al corazón de su
familia. ¡Era el Brujo de la Botella! Al abrirse el tapón fatal, salió volando
el enemigo, y arrasó la casa. Ahora: por prudentes, sabias y económicas
razones, la tienda del herrero estaba en el piso bajo de su casa, pero con
entrada separada, de modo que la joven, cariñosa y saludable esposa, escuchaba,
no con nerviosismo desgraciado, sino con placer vigoroso, el fuerte son del
martillo de su viejo marido de brazos jóvenes, cuyas repercusiones, veladas al
pasar por suelos y paredes, subían hasta ella con dulzura, en el cuarto de los
niños; y así, con la férrea nana del robusto trabajo, los niños del herrero se
dormían arrullados. ¡Ah, desgracia sobre desgracia! ¡Ah, Muerte!, ¿por qué no
puedes ser oportuna a veces? Si te hubieras llevado contigo al viejo herrero
antes que cayese sobre él toda su ruina, entonces la joven viuda hubiera tenido
un dolor con delicia, y los huérfanos hubieran tenido un progenitor
verdaderamente venerable y legendario con que soñar en sus años venideros; y
todos ellos, una herencia que matara los cuidados. Pero la Muerte se llevó a
algún virtuoso hermano mayor, de cuyo trabajo diario, entre silbidos, pendían
por completo las responsabilidades de alguna otra familia, y dejó en pie a
aquel viejo, peor que inútil, hasta que la horrible putrefacción de la vida le
hiciera más fácil de cosechar.
¿Para qué
contarlo todo? Los golpes del martillo en el piso bajo se espaciaron cada día
más, y, cada día, cada golpe se hacía más débil que el anterior: la esposa se
sentó helada junto a la ventana, con ojos sin lágrimas, mirando refulgentes a
las caras llorosas de los niños; el fuelle cayó: la forja se atragantó de
cenizas; la casa se vendió; la madre se hundió en la larga hierba del
camposanto; los hijos, en dos veces la siguieron allí; y el viejo, sin casa ni
familia, se fue tambaleando, vagabundo enlutado; sin respeto para sus dolores,
y con su cabeza encanecida hecha desprecio de los rizos de oro. La muerte
parece la única consecuencia deseable para una carrera como ésta: pero la
Muerte es sólo un lanzamiento a la región de lo extraño No-probado; es sólo el
primer saludo a las posibilidades de lo inmensamente Remoto, lo Salvaje, lo
Acuático, lo Sin Orillas; por tanto, para los ojos, ávidos de muerte, de tales
hombres, que todavía tienen algún reparo interior contra el suicidio, el
océano, que todo lo recibe y a que todo contribuye, extiende incitantemente
toda su llanura de inimaginables terrores subyugadores, y maravillosas
aventuras de nueva vida; y, desde los corazones de infinitos Pacíficos, las mil
sirenas les cantan: «Ven aquí, tú, el de corazón destrozado; aquí hay otra vida
sin la deuda del intermedio de la muerte: aquí hay maravillas sobrenaturales
sin morir por ellas. ¡Ven acá!, sepúltate en una vida que, para tu mundo de
tierra, igualmente aborrecido y aborrecedor, está más llena de olvido que la
muerte. ¡Ven acá! Erige también tu lápida en el cementerio, y ¡ven acá, hasta
que nos casemos contigo!».
Escuchando
esas voces, al oeste y al este, al amanecer y al caer el sol, el alma del
herrero respondió: «¡Sí, ya voy!». Y así Perth se fue a la caza de ballenas.
Capítulo CXIII
LA FORJA
Con barba
enredada, y fajado en un hirsuto delantal de piel de tiburón, hacia mediodía, Perth estaba
entre su forja y su yunque, éste situado en un tronco de palo-de-hierro,
metiendo con una mano una punta de pica entre los carbones, y con la otra
dándole al fuelle cuando llegó el capitán Ahab con una pequeña bolsa de cuero,
de aspecto herrumbroso, en la mano. Todavía a breve distancia de la forja, el
malhumorado Ahab se detuvo, hasta que por fin Perth retiró el hierro del fuego
y empezó a martillarlo en el yunque, con la roja masa enviando las centellas en
densos enjambres volantes, algunos de los cuales pasaban junto a Ahab.
—¿Son ésos
tus pájaros de tormenta, Perth? Siempre vuelan en tu estela: pájaros de buen
agüero, también, pero no para todos: mira, queman, pero tú..., tú vives entre
ellos en una
chamuscadura.
—Porque
estoy chamuscado entero, capitán Ahab —contestó Perth, apoyándose por un
momento en el martillo—: estoy más allá de las chamusquinas, y no es fácil
chamuscar una cicatriz.
—Bueno,
bueno, basta. Tu voz encogida suena para mí de un modo demasiado tranquilo,
sensatamente doloroso para mí. Yo, que no estoy en ningún paraíso, me
impaciento de todas las desgracias en los demás que no estén locos. Tú deberías
volverte loco, herrero; di, ¿por qué no te vuelves loco? ¿Cómo puedes aguantar
sin volverte loco? ¿Te odian todavía los cielos, que no te pueden volver
loco?... ¿Qué estabas haciendo ahí?
—Soldando
una vieja punta de pica, capitán: tenía grietas y mellas.
—¿Y puedes
volverla a dejar toda lisa, herrero, después de tan duro empleo como ha tenido?
—Creo que
sí, capitán.
—Y supongo
que puedes pulir otra vez, herrero, cualquier grieta o mella, por duro quesea el
metal, ¿no, herrero?
—Sí,
capitán, creo que puedo: todas las grietas y mellas, menos una.
—Mira,
entonces —exclamó Ahab, avanzando apasionadamente y apoyándose con las dos
manos en los hombros de Perth—, mira aquí..., aquí..., ¿puedes alisar una
grieta como ésta, herrero? —pasándose una mano por la frente surcada—: Si
pudieras, herrero, de buena gana pondría la cabeza en tu yunque, y sentiría tu
martillo más pesado entre los ojos. ¡Contesta! ¿Puedes alisar esta grieta?
—¡Ah! ¿Es
ésa, capitán? ¿No dije que todas las grietas y mellas menos una?
—Sí,
herrero, ésa es; así, hombre, ésa no se puede alisar; pues aunque sólo la veas
aquí, en mi carne, se ha metido hasta el hueso del cráneo..., ¡ése está todo
arrugado! Pero basta de juegos de niños; basta por hoy de ganchos y picas.
¡Mira aquí! —agitando la bolsa de cuero, como si estuviera llena de monedas de
oro—: Yo también quiero que me hagas un arpón; uno que no puedan partir mil
yuntas de demonios, Perth; algo que se le pegue a la ballena como su propio
hueso de la aleta. Este es el material — sacudiendo la bolsa sobre el yunque—.
Mira, herrero, aquí he reunido pedazos de clavos de las herraduras de acero de
caballos de carreras.
—¿Trozos de
clavos de herraduras, capitán? Vaya, capitán Ahab, entonces tiene aquí el
material mejor y más duro con que trabajamos jamás los herreros.
—Ya lo sé,
viejo; estos trozos se soldarán como cola sacada de huesos fundidos de
criminales. ¡Deprisa! Fórjame el arpón. Y fórjame primero doce puntas para el
hierro y martilla juntas esas doce como las filásticas y cabos de guindaleza.
¡Deprisa! ¡Yo atizaré el fuego! Cuando por fin estuvieron hechas las doce
varillas, Ahab las probó, una tras otras, curvándolas con su propia mano en
torno a un largo y pesado perno de hierro.
—¡Un
defecto! —dijo, rechazando la última—. Vuelve a trabajar ésta, Perth. Hecho
esto, Perth se disponía a empezar a soldar las doces en una, cuando Ahab le
sujetó la mano, y dijo que quería soldar su propio hierro. Mientras él, con
jadeos regulares, martillaba en el yunque, Perth, pasándole las puntas
candentes, una tras otra, con la atizada forja lanzando intensa llama vertical,
el Parsi pasó silencioso, e inclinó la cabeza hacia el fuego, pareciendo
invocar alguna maldición o alguna bendición sobre el trabajo. Pero, al levantar
Ahab la mirada, se deslizó a un lado.
—¿Qué hace
así esa pandilla de luciferes?—murmuró Stubb, mirando desde el castillo de
proa—: Ese Parsi huele el fuego como una mecha, y él mismo huele a fuego como
la cazoleta caliente de mosquete.
Por fin el
hierro, en una sola tira completa, recibió el calor final; y Perth lo sumergió
todosiseante en
el barril de agua que tenía al lado, y el vapor abrasador se disparó a la cara
inclinada de Ahab.
—¿Me quieres
marcar, Perth? —dijo, echándose atrás un momento, de dolor—; entonces, ¿no he
hecho más que forjar mi propio hierro de marcar?
—No lo
quiera Dios, pero me temo algo, capitán Ahab. ¿No es este arpón para la ballena
blanca?
—¡Para el
demonio blanco! Pero ahora, el filo; tienes que hacerlo tú mismo, hombre. Aquí
están mis navajas de afeitar: el mejor acero: toma, y haz el filo tan agudo
como las agujas de la nevisca del mar de Hielo. Por un momento, el viejo
herrero miró las navajas como si no tuviera deseos de usarlas. Tómalas, hombre,
no me hacen falta: pues ahora ni me afeito, ni ceno, ni rezo hasta que..., pero
¡vamos!..., ¡al trabajo!
Configurado
al fin en forma de flecha, y soldado por Perth al asta, el acero pronto remató
el extremo del hierro, y el herrero, al ir a dar su calor final al filo, antes
de templarlo, gritó a Ahab que le pusiera cerca el tonel de agua.
—¡No, no...,
nada de agua para eso! Lo quiero de temple de auténtica muerte. ¡Eh, escuchad!
¡Tashtego, Queequeg, Daggoo! ¿Qué decís, paganos? ¿Me daréis bastante sangre
como para cubrir este filo? —y lo levantó en alto.
Un montón de
inclinaciones replicaron «Sí». Tres pinchazos se dieron en la carne pagana, y
el filo para la ballena blanca quedó entonces templado.
—Ego non
baptizo te en nomine Patris, sed en nomine diaboli! —aulló Ahab en delirio,
cuando el malévolo hierro devoró la sangre bautismal.
Entonces,
trayendo de abajo las pértigas de repuesto, y seleccionando una de hickory, con
la corteza todavía alrededor, Ahab adaptó el extremo al hueco del hierro. Se
desenrolló entonces una aduja de cabo nuevo, se pasaron unas cuantas brazas de
él en torno al molinete, y se estiraron con gran tensión. Apretando con el pie,
hasta que al cabo vibró como una cuerda de arpa, luego inclinándose ávidamente
sobre él, y no viendo rozaduras, Ahab exclamó:
—¡Bueno!
Ahora, vamos a trincarlo.
Por un
extremo, se destrenzó el cabo, y los cordones separados se trenzaron y tejieron
en torno al hierro de arpón: luego se metió fuertemente el palo en el agujero
del hierro; desde el extremo inferior, el cabo fue alineado hasta la mitad de
la longitud del palo y firmemente sujeto así, con trenzado de hilo de vela.
Hecho esto, palo, hierro y cabo —como las tres parcas— quedaron inseparables, y
Ahab se marchó sobriamente a grandes zancadas con el arma; sonando a hueco en
cada tabla el ruido de su pierna de marfil y el ruido del palo de hickory. Pero
antes de que entrara en la cabina, se oyó un ruido ligero, poco natural, medio
burlón, pero muy lamentable. ¡Ah, Pip, tu mísera risa, tus miradas ociosas,
pero inquietas; todas tus extrañas mímicas se fundían, no sin significación, con
la negra tragedia del melancólico barco y se burlaban de ella!
Capítulo CXIV
EL DORADOR
Penetrando
cada vez más en el corazón de la zona pesquera del Japón, el Pequod estuvo pronto
atareado por completo en la pesca. A menudo, en tiempo suave y placentero, y
durante veinte horas seguidas, estaban ocupados en las lanchas, remando de
firme, o navegando a vela o con los canaletes tras los cetáceos, o, en un
interludio de sesenta o setenta minutos, esperando con calma su salida, aunque
con poco éxito por su molestia.
En tales
ocasiones, bajo un sol caído, tras de flotar todo el día por olas suaves que se
hinchaban lentamente, en la lancha, ligera como una canoa de abedul, y
mezclándose con tanta sociabilidad con las propias olas que, como gatos junto
al fuego, ronronean contra la regala, ésos son momentos de quietud soñadora, en
que, al observar la tranquila belleza y el brillo de la piel del océano uno
olvida el corazón de tigre que jadea por debajo, y no querría recordar de buena
gana que la zarpa de terciopelo esconde una garra inexorable.
Ésas son las
ocasiones en que, en la ballenera, el vagabundo siente suavemente respecto al
mar cierto sentimiento filial, confiado, como si fuera tierra, y lo considera
como si fuera tierra florida, y el barco lejano que sólo muestra los topes de
los palos, parece esforzarse en su avance, no a través de altas olas
balanceantes, sino a través de la hierba de una pradera ondulante, igual que
cuando los caballos de los emigrantes del Oeste muestran sólo las orejas
aguzadas mientras que cuerpos ocultos vadean ampliamente a través del verdor
desconcertante. En esos extensos valles vírgenes, en esas laderas suavemente
azuladas, mientras por encima se desliza el zumbido, el susurro, casi juraríais
que hay niños, cansados de jugar, tendidos a dormir en esas soledades, en algún
alegre mayo, mientras buscaban las flores de los bosques. Y todo eso se mezcla
con vuestro humor místico, de tal modo que realidad y fantasía, encontrándose a
medio camino, se interpenetran y forman un conjunto inconsútil.
Tales
escenas suavizadoras, por más que pasajeras, no dejaron de producir al fin un
efecto igualmente pasajero sobre Ahab. Pero si las secretas llaves de oro
parecieron abrir en él sus secretos tesoros de oro, su aliento sobre ellos se
mostró empañador.
¡Ah, claros
herbosos! ¡Ah, pasajes sin fin, siempre primaverales en el alma! En vosotros—aunque
largamente agotados por la sequía cerrada de la vida terrenal— en vosotros, loshombres
pueden aún revolverse, como potros jóvenes en los tréboles recientes del
amanecer; y durante unos pocos momentos huidizos, sentir el fresco rocío de la
vida inmortal sobre ellos. ¡Ojalá quisiera Dios que duraran estas calmas
benditas! Pero los mezclados y enredados hilos de la vida se tejen en trama y
urdimbre; calmas cruzadas por tormentas, una tormenta por cada calma. No hay
avance constante y sin retroceso en esta vida; no avanzamos a través de
gradaciones fijas, descansando en la última: a través del inconsciente hechizo
de la infancia, de la despreocupada fe de la niñez, de la duda de la
adolescencia (el destino común), luego el escepticismo, luego la incredulidad,
para descansar por fin, con la virilidad, en el meditativo reposo del Si. Pero
una vez atravesadotodo,
volvemos a trazar el círculo; y eternamente somos niñitos, muchachos y hombres,
y Si. ¿Dónde se encuentra el puerto final, de donde ya no soltaremos amarras?
En ¿qué extático éter navega el mundo de que no se fatigará ni el más fatigado?
¿Dónde está escondido el padre del expósito? Nuestras almas son como esos
huérfanos cuyas madres solteras murieron al parirles: el secreto de nuestra
paternidad yace en su tumba, y tenemos que ir a ella para saberlo.
Y en ese
mismo día, también mirando desde el costado en su lancha a ese mismo mardorado,
Starbuck exclamó en voz baja:
—¡Delicia
insondable, como ningún amador vio jamás en los ojos de su joven esposa! No me
hables de tus tiburones con varias filas de dientes, y tus maneras canibalescas
y secuestradoras. Que la fe expulse a los hechos; que la fantasía expulse a la
memoria: yo miro a lo hondo y creo.
Y Stubb,
como un pez de escamas centelleantes, saltó en la misma luz dorada:
—Soy Stubb,
y Stubb tiene su historia; ¡pero ahora Stubb presta juramento de que siempre ha
sido alegre!
Capítulo CXV
EL PEQUOD ENCUENTRA AL SOLTERO
Y bien
alegres que fueron las visiones y sonidos que llegaron sobre el viento, unas
semanas después de que estuviera forjado el arpón de Ahab.
Fue un barco
de Nantucket, el Soltero, que acababa de estibar su último barril de aceite yempernar las
escotillas a punto de reventar, y ahora, en alegre gala de vacación, navegabagozosamente,
aunque con cierta vanagloria, haciendo una ronda entre los dispersos barcos de
la zona, antes de poner proa al puerto. Los tres hombres de las cofas llevaban
en los sombreros largos gallardetes de estrecha estameña roja: de la popa
colgaba una lancha ballenera, del revés; y pendiendo cautiva del bauprés, se
veía la larga mandíbula inferior de la última ballena que habían matado.
Señales, pabellones y torrotitos de todos los colores volaban desde su,
jarcias, por todas partes. Amarrados de lado, en cada una de sus tres cofas
revestidas de cestería, había dos barriles de aceite de esperma sobre los
cuales, en sus canes de mastelero, se veían pequeños recipientes de ese mismo
precioso fluido y clavada a la galleta del palo mayor había una lámpara de
bronce.
Como luego
supimos, el Soltero había encontrado el más sorprendente éxito: cosa másadmirable
dado que mientras tanto, navegando por esos mismos mares, otros numerosos barcos
habían pasado meses enteros sin capturar un solo pez. No sólo se habían cedido
barriles de carne y pan para dejar sitio al más valioso aceite de esperma, sino
que se habían obtenido a cambio barriles suplementarios en adición, de los
barcos que encontraron; y estos barriles se encontraban estibado a lo largo de
la cubierta, y en las habitaciones del capitán y los oficiales. Hasta la mesa
de la cabina se había partido
como
astillas para la destilería; y los comensales de la cabina comían en la ancha
tapa de un barril
de aceite sujeto al suelo corno mueble central. En el castillo de proa, los
marineros habían llegado a calafatear y embrear sus cofres, para llenarlos. Se
añadía humorísticamente que el cocinero había encajado una tapa en su olla más
grande y la había llenado; que el mayordomo había agujereado su cafetera de
repuesto y la había llenado; que los arponeros habían tapado los huecos de sus
hierros para llenarlos; y que todo, en efecto, estaba lleno de aceite de esperma,
excepto los bolsillos de los pantalones del capitán, que éste reservaba para
meterse las manos en ufano testimonio de su entera satisfacción.
Cuando este
alegre barco de buena suerte se acercó al huraño Pequod, el bárbaro son de enormes
tambores llegó desde su castillo de proa; y al acercarse más, se vio un grupo
de sus hombres
en torno a sus marmitas de destilería que, cubiertas con el poke, o
apergaminada piel ventral de la ballena negra, lanzaban un sonoro estampido a
cada golpe de los tripulantes con los puños apretados. En el alcázar, los
oficiales y los arponeros danzaban con las muchachas aceitunadas que se habían
escapado con ellos de las islas polinesias, en tanto que, colgados de un bote
ornamental, firmemente izado entre el palo trinquete y el mayor, tres negros de
Long Island, con centelleantes arcos de violín de marfil de ballena, presidían
la alegre jiga. Mientras tanto, otros de la tripulación del barco estaban
tumultuosamente atareados en la albañilería de la destilería, de donde se
habían quitado las grandes marmitas. Casi habríais creído que estaban
derribando la maldita Bastilla, de tan salvajes gritos como daban al tirar al
mar los ladrillos y el mortero ya inútiles.
Dueño y
señor, sobre toda esta escena, el capitán estaba erguido en el elevado alcázar
del barco, de modo que todo el regocijante dramatismo quedaba por completo ante
él, y parecía simplemente organizado para su diversión personal.
Y Ahab
también estaba en su alcázar, hirsuto y negro, con terca melancolía; y al
cruzar los dos
barcos sus estelas —el uno, todo júbilo por lo pasado, el otro, todo
presentimiento de lo futuro— y sus dos capitanes, en sí mismos, personificaban
todo el impresionante contraste de la escena.
—¡Venid a
bordo, venid a bordo! —exclamó el —¿Has visto a la ballena blanca? —gritó Ahab en
respuesta.
—No, sólo he
oído hablar de ella, pero no creo en ella en absoluto —dijo el otro, de buenhumor: ¡A
bordo!
—Estás
demasiado condenadamente alegre. Sigue tu rumbo. ¿Has perdido algún hombre?
—No que
valga la pena hablar..., dos de las islas, eso es todo..., pero ven a bordo,
viejo
compadre.
Pronto te quitaré la negrura de la frente. Ven, ea (la fiesta está alegre): un
barco lleno, y a casa.
—¡Qué
sorprendentes familiaridades se toma un tonto! —murmuró Ahab; y luego, envoz alta—:
Dices que eres un barco lleno y rumbo a casa; bueno, llámame barco vacío yen viaje de
ida. Así que vete por tu lado, y yo iré por el mío. ¡Adelante vosotros!
Desplegad las velas, y ¡viento en popa!
Y así,
mientras un barco seguía alegremente viento en popa, el otro luchaba tercamente con la
brisa; y de ese modo se separaron dos barcos: la tripulación del Pequod mirando
con ojeadas graves y demoradas al Soltero que se alejaba; mientras que los
hombres del, Soltero no prestaban atención a esas miradas, con el vivaz festejo
en que estaban. Y Ahab, apoyándose en el coronamiento, observó al barco que
volvía al puerto, sacó del bolsillo un frasquito de arena y luego alternó sus
miradas entre el barco y el frasquito, pareciendo así reunir dos remotos
recuerdos, pues ese frasquito estaba lleno de arena de sondeos de Nantucket.
Capítulo CXVI
LA BALLENA AGONIZANTE
No raras
veces, en esta vida, cuando, a nuestra derecha, nos adelantan los favoritos de
la fortuna navegando junto a nosotros, aunque antes estábamos inmóviles,
recibimos un poco de la brisa de ese avance y sentimos gozosamente llenarse
nuestras velas deshinchadas. Así pareció ocurrir con el Pequod. Pues al día
siguiente de encontrar el alegre Soltero, se vieron ballenas y se mataron
cuatro, y una de ellas la mató Ahab.
Era a la
tarde bien avanzada, y cuando acabaron todas las lanzadas del rojo combate, y, flotando en
el delicioso mar y cielo del poniente, el sol y el pez murieron sosegadamente a
la vez; entonces, en ese aire rosado se elevaron, rizándose, tal dulzura y tal
quejumbre, tales oraciones entrelazadas, que casi pareció como si, desde muy
lejos, desde los profundos y verdes
valles conventuales de las islas de Manila, la brisa de tierra española,
hecha marinera por extravagancia, se hubiera hecho a la mar, cargada de esos
himnos de vísperas.
Ablandado
otra vez, pero sólo ablandado para mayor tristeza, Ahab, que se había apartado
del cetáceo, se sentó a observar atentamente su extinción desde la lancha ya
tranquila. Pues ese extraño espectáculo que se observa en todos los cachalotes
agonizantes —volver la cabeza hacia el sol, y expirar así—, ese extraño
espectáculo, observando
en tan plácido atardecer, le imponía a Ahab, sin saberse cómo, una sensación de prodigio
hasta entonces desconocida. «Se vuelve y vuelve hacia el sol —qué lentamente,
pero qué firmeza—, su frente homenajeadota e invocadora, con sus últimos
ademanes de agonía. Él también adora el fuego; ¡fidelísimo, amplio, baronial
vasallo del sol! ¡Ah, que estos ojos míos, demasiado favorecedores, hayan de
ver estas visiones demasiado favorecedoras! ¡Mira! que, muy recluida en medio
de las aguas; más allá de todo bien o mal humano; en esos mares tan sinceros e
imparciales; donde ni tradiciones ni rocas ofrecen tablas escritas; donde,
durante largas eras chinas, las olas se han mecido sin hablar y sin que les
hablaran, como estrellas que brillan sobre la desconocida fuente del Níger;
aquí, también, la vida muere vuelta hacia el sol, llena de fe; pero mira,
apenas muerta, la
muerte gira en torno al cadáver y lo orienta de algún otro modo.
»Ah, tú,
oscura mitad india de la naturaleza, que con huesos de ahogados has construido, no se sabe
dónde, tu trono apartado en el corazón de estos mares sin vegetación; tú eres una
descreída, oh, reina, y me hablas con excesiva veracidad en el tifón
ampliamente matador, y en el callado funeral de la calma que le sucede. Y no
sin lección para mí ha vuelto esta agonizante ballena la cabeza hacia el sol,
luego ha dado otra vuelta.
»¡Ah,
caldera de energía, tres veces rodeada de aros de metal y soldada! ¡Ah, chorro
irisado de alta aspiración! Aquélla la esfuerzas, éste lo lanzas en vano. En
vano, oh ballena, buscas intercesiones de aquel sol que todo lo vivifica, que
sólo da lugar a la vida, pero no la vuelve a producir. Y sin embargo, tú, mitad
más oscura, me meces con una fe más orgullosa, aunque más sombría. Todas tus
innombrables mixturas flotan aquí debajo de mí; me hacen flotar hálitos de
cosas antaño vivas, exhalados como aire, pero que ahora son agua.
»Entonces,
¡salve, para siempre salve, oh, mar, en cuyos eternos zarandeos encuentra su único reposo
el ave salvaje! Nacido yo de la tierra, pero amamantado por el mar: aunque montaña y
valle me parieron, ¡vosotras, olas, sois mis hermanas adoptivas!»
Continúa leyendo esta historia en "Moby Dick - CXVII, CXVIII, CXIX, CXX, CXXI, CXXII y CXXIII - Herman Melville"
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