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miércoles, 26 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap CXI, CXII, CXIII, CXIV, CXV y CXVI - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap CVII, CVIII, CIX y CX - Herman Melville"



Capítulo CXI

EL PACÍFICO

Cuando, pasando a lo largo de las islas Bashi, salimos al fin al gran mar del Sur, si no fuera por otras cosas, podría haber saludado a mi querido Pacífico con gracias incontables, pues ahora hallaba respuesta la larga súplica de mi juventud; ese sereno océano se extendía al este de mí en mil leguas de azul.

Hay, no se sabe qué, un dulce misterio en este mar, cuyos movimientos suaves y aterradores parecen hablar de alguna oculta alma de debajo; como esas legendarias ondulaciones del suelo de Efeso sobre el sepulcro del evangelista san Juan. Y justo es que sobre estos pastos marinos, estas praderas acuáticas de anchos oleajes, estos campos de alfarero de los cuatro continentes, las olas se levanten y caigan, y avancen y refluyan constantemente; pues aquí yacen, sofiando y soñando en silencio, millones de sombras y siluetas mezcladas, sueños ahogados, sonambulismos, ensueños, todo lo que llamamos vidas y almas, agitándose las olas, como durmientes con sueños en sus camas, sólo por la inquietud de todas esas cosas. Para cualquier meditativo vagabundo mágico, este sereno Pacífico, una vez observado, debe ser para siempre el mar de su adopción. Hace mecerse las aguas centrales del mundo, ya que el océano índico y el Atlántico son sólo sus brazos. Las mismas olas bañan los muelles de las ciudades de California recién construidas, plantadas ayer mismo por la más reciente raza de los hombres, y mojan las borrosas, pero aún espléndidas faldas de países asiáticos más viejos que Abraham; mientras que, por en medio, flotan vías lácteas de islas de coral, y archipiélagos bajos, inacabables, desconocidos, y japonés impenetrables. Así este misterioso y divino Pacífico ciñe toda la mole del mundo, hace que todas las costas sean bahía suya, y parece el corazón de la tierra, latiendo en mareas. Elevados por esas eternas hinchazones, por fuerza debéis confesar al seductor dios, inclinando vuestra cabeza ante Pan. Pero pocos pensamientos sobre Pan agitaban el cerebro de Ahab, plantado como una estatua de hierro en su acostumbrado lugar junto a los obenques de mesana, y con un agujero de la nariz aspirando sin pensar el dulce almizcle de las islas Bashi (en cuyos placenteros bosques debían pasear dulces amantes), mientras con el otro inhalaba, dándose cuenta, el aliento salado del mar recién hallado, ese mar en que debía de estar nadando entonces la odiada ballena blanca. Lanzado al fin sobre esas aguas casi finales, y deslizándose hacia la zona pesquera del Japón, el propósito del viejo se intensificaba. Sus firmes labios se unían como los labios de un tornillo de carpintero; el delta de las venas de su frente se hinchaba como con torrentes rebosantes; en su mismo sueño, su grito vibrante atravesaba la bóveda del casco.

—¡Cía! ¡La ballena blanca chorrea sangre espesa!

Capítulo CXII

EL HERRERO


Aprovechando el tiempo suave, frescamente estival, que entonces reinaba en esas latitudes, y como preparación para los trabajos especialmente activos que se esperaban para pronto, Perth, el viejo herrero tiznado y encallecido, no se había vuelto a llevar la forja portátil a la bodega, tras de concluir su trabajo de contribución a la pierna de Ahab, sino que la seguía teniendo en cubierta, firmemente sujeta a unos cáncamos junto al palo trinquete, ya que ahora era casi incesantemente requerido por los jefes de lancha, arponeros y remeros de proa, para que les hiciera algún pequeño trabajo; alterando, reparando o dando nueva forma a sus diversas armas y adminículos de las lanchas. A menudo estaba rodeado por un círculo ansioso, todos en espera de que les sirvieran, sosteniendo azadas de lancha, puntas de pica, arpones, lanzas, y vigilando celosamente todos sus enhollinados movimientos mientras trabajaba. No obstante, el martillo de este hombre era un martillo paciente blandido por un brazo paciente. De él no salían murmullos, ni impaciencias, ni petulancias. Silencioso, lento y solemne, inclinando aún más su espalda de vez en cuando rota, seguía trabajando como si el trabajo fuera la vida misma, y el pesado golpear del martillo fuera el pesado golpear de su corazón. Y así era. ¡Qué desdichado!

Unos peculiares andares de este viejo ciertas guiñadas leves pero al parecer dolorosas, en su paso, habían excitado al principio la curiosidad de los marineros. Y por fin había cedido al importunar de sus insistentes preguntas, y así había llegado a ocurrir que todos conocían ya la vergonzosa historia de su mísero destino. Habiéndose retardado, y no de modo inocente, una dura noche de invierno, en el camino entre dos aldeas, el herrero, en semi-estupidez, había notado la mortal insensibilidad que le invadía, y había buscado refugio en un cobertizo torcido y echado a perder. El resultado fue la pérdida de los dedos de ambos pies. De esa revelación, poco a poco, salieron por fin los cuatro actos de alegría, y el quinto acto, largo, pero todavía sin catástrofe, del dolor del drama de su vida.

Era un viejo que, casi a la edad de sesenta años, había encontrado tardíamente eso que en la técnica de la tristeza se llama ruina. Había sido un artesano de afamada excelencia, y con mucho que hacer; había tenido casa y jardín; había abrazado a una esposa cariñosa y juvenil, que parecía su hija, y a tres niños alegres y sanos; todos los domingos iba a una iglesia de alegre aspecto, situada en un bosquecillo. Pero una noche, bajo la defensa de la oscuridad, y oculto también bajo astuto disfraz, un ladrón terrible se había deslizado en ese hogar feliz y se lo había robado todo. Y lo que es aún más triste de contar, el propio herrero, de modo ignorante, había llevado aquel ladrón al corazón de su familia. ¡Era el Brujo de la Botella! Al abrirse el tapón fatal, salió volando el enemigo, y arrasó la casa. Ahora: por prudentes, sabias y económicas razones, la tienda del herrero estaba en el piso bajo de su casa, pero con entrada separada, de modo que la joven, cariñosa y saludable esposa, escuchaba, no con nerviosismo desgraciado, sino con placer vigoroso, el fuerte son del martillo de su viejo marido de brazos jóvenes, cuyas repercusiones, veladas al pasar por suelos y paredes, subían hasta ella con dulzura, en el cuarto de los niños; y así, con la férrea nana del robusto trabajo, los niños del herrero se dormían arrullados. ¡Ah, desgracia sobre desgracia! ¡Ah, Muerte!, ¿por qué no puedes ser oportuna a veces? Si te hubieras llevado contigo al viejo herrero antes que cayese sobre él toda su ruina, entonces la joven viuda hubiera tenido un dolor con delicia, y los huérfanos hubieran tenido un progenitor verdaderamente venerable y legendario con que soñar en sus años venideros; y todos ellos, una herencia que matara los cuidados. Pero la Muerte se llevó a algún virtuoso hermano mayor, de cuyo trabajo diario, entre silbidos, pendían por completo las responsabilidades de alguna otra familia, y dejó en pie a aquel viejo, peor que inútil, hasta que la horrible putrefacción de la vida le hiciera más fácil de cosechar.

¿Para qué contarlo todo? Los golpes del martillo en el piso bajo se espaciaron cada día más, y, cada día, cada golpe se hacía más débil que el anterior: la esposa se sentó helada junto a la ventana, con ojos sin lágrimas, mirando refulgentes a las caras llorosas de los niños; el fuelle cayó: la forja se atragantó de cenizas; la casa se vendió; la madre se hundió en la larga hierba del camposanto; los hijos, en dos veces la siguieron allí; y el viejo, sin casa ni familia, se fue tambaleando, vagabundo enlutado; sin respeto para sus dolores, y con su cabeza encanecida hecha desprecio de los rizos de oro. La muerte parece la única consecuencia deseable para una carrera como ésta: pero la Muerte es sólo un lanzamiento a la región de lo extraño No-probado; es sólo el primer saludo a las posibilidades de lo inmensamente Remoto, lo Salvaje, lo Acuático, lo Sin Orillas; por tanto, para los ojos, ávidos de muerte, de tales hombres, que todavía tienen algún reparo interior contra el suicidio, el océano, que todo lo recibe y a que todo contribuye, extiende incitantemente toda su llanura de inimaginables terrores subyugadores, y maravillosas aventuras de nueva vida; y, desde los corazones de infinitos Pacíficos, las mil sirenas les cantan: «Ven aquí, tú, el de corazón destrozado; aquí hay otra vida sin la deuda del intermedio de la muerte: aquí hay maravillas sobrenaturales sin morir por ellas. ¡Ven acá!, sepúltate en una vida que, para tu mundo de tierra, igualmente aborrecido y aborrecedor, está más llena de olvido que la muerte. ¡Ven acá! Erige también tu lápida en el cementerio, y ¡ven acá, hasta que nos casemos contigo!».

Escuchando esas voces, al oeste y al este, al amanecer y al caer el sol, el alma del herrero respondió: «¡Sí, ya voy!». Y así Perth se fue a la caza de ballenas.

Capítulo CXIII

LA FORJA


Con barba enredada, y fajado en un hirsuto delantal de piel de tiburón, hacia mediodía, Perth estaba entre su forja y su yunque, éste situado en un tronco de palo-de-hierro, metiendo con una mano una punta de pica entre los carbones, y con la otra dándole al fuelle cuando llegó el capitán Ahab con una pequeña bolsa de cuero, de aspecto herrumbroso, en la mano. Todavía a breve distancia de la forja, el malhumorado Ahab se detuvo, hasta que por fin Perth retiró el hierro del fuego y empezó a martillarlo en el yunque, con la roja masa enviando las centellas en densos enjambres volantes, algunos de los cuales pasaban junto a Ahab.

—¿Son ésos tus pájaros de tormenta, Perth? Siempre vuelan en tu estela: pájaros de buen agüero, también, pero no para todos: mira, queman, pero tú..., tú vives entre ellos en una
chamuscadura.
—Porque estoy chamuscado entero, capitán Ahab —contestó Perth, apoyándose por un momento en el martillo—: estoy más allá de las chamusquinas, y no es fácil chamuscar una cicatriz.
—Bueno, bueno, basta. Tu voz encogida suena para mí de un modo demasiado tranquilo, sensatamente doloroso para mí. Yo, que no estoy en ningún paraíso, me impaciento de todas las desgracias en los demás que no estén locos. Tú deberías volverte loco, herrero; di, ¿por qué no te vuelves loco? ¿Cómo puedes aguantar sin volverte loco? ¿Te odian todavía los cielos, que no te pueden volver loco?... ¿Qué estabas haciendo ahí?
—Soldando una vieja punta de pica, capitán: tenía grietas y mellas.
—¿Y puedes volverla a dejar toda lisa, herrero, después de tan duro empleo como ha tenido?
—Creo que sí, capitán.
—Y supongo que puedes pulir otra vez, herrero, cualquier grieta o mella, por duro quesea el metal, ¿no, herrero?
—Sí, capitán, creo que puedo: todas las grietas y mellas, menos una.
—Mira, entonces —exclamó Ahab, avanzando apasionadamente y apoyándose con las dos manos en los hombros de Perth—, mira aquí..., aquí..., ¿puedes alisar una grieta como ésta, herrero? —pasándose una mano por la frente surcada—: Si pudieras, herrero, de buena gana pondría la cabeza en tu yunque, y sentiría tu martillo más pesado entre los ojos. ¡Contesta! ¿Puedes alisar esta grieta?
—¡Ah! ¿Es ésa, capitán? ¿No dije que todas las grietas y mellas menos una?
—Sí, herrero, ésa es; así, hombre, ésa no se puede alisar; pues aunque sólo la veas aquí, en mi carne, se ha metido hasta el hueso del cráneo..., ¡ése está todo arrugado! Pero basta de juegos de niños; basta por hoy de ganchos y picas. ¡Mira aquí! —agitando la bolsa de cuero, como si estuviera llena de monedas de oro—: Yo también quiero que me hagas un arpón; uno que no puedan partir mil yuntas de demonios, Perth; algo que se le pegue a la ballena como su propio hueso de la aleta. Este es el material — sacudiendo la bolsa sobre el yunque—. Mira, herrero, aquí he reunido pedazos de clavos de las herraduras de acero de caballos de carreras.
—¿Trozos de clavos de herraduras, capitán? Vaya, capitán Ahab, entonces tiene aquí el material mejor y más duro con que trabajamos jamás los herreros.
—Ya lo sé, viejo; estos trozos se soldarán como cola sacada de huesos fundidos de criminales. ¡Deprisa! Fórjame el arpón. Y fórjame primero doce puntas para el hierro y martilla juntas esas doce como las filásticas y cabos de guindaleza. ¡Deprisa! ¡Yo atizaré el fuego! Cuando por fin estuvieron hechas las doce varillas, Ahab las probó, una tras otras, curvándolas con su propia mano en torno a un largo y pesado perno de hierro.
—¡Un defecto! —dijo, rechazando la última—. Vuelve a trabajar ésta, Perth. Hecho esto, Perth se disponía a empezar a soldar las doces en una, cuando Ahab le sujetó la mano, y dijo que quería soldar su propio hierro. Mientras él, con jadeos regulares, martillaba en el yunque, Perth, pasándole las puntas candentes, una tras otra, con la atizada forja lanzando intensa llama vertical, el Parsi pasó silencioso, e inclinó la cabeza hacia el fuego, pareciendo invocar alguna maldición o alguna bendición sobre el trabajo. Pero, al levantar Ahab la mirada, se deslizó a un lado.
—¿Qué hace así esa pandilla de luciferes?—murmuró Stubb, mirando desde el castillo de proa—: Ese Parsi huele el fuego como una mecha, y él mismo huele a fuego como la cazoleta caliente de mosquete.

Por fin el hierro, en una sola tira completa, recibió el calor final; y Perth lo sumergió todosiseante en el barril de agua que tenía al lado, y el vapor abrasador se disparó a la cara inclinada de Ahab.

—¿Me quieres marcar, Perth? —dijo, echándose atrás un momento, de dolor—; entonces, ¿no he hecho más que forjar mi propio hierro de marcar?
—No lo quiera Dios, pero me temo algo, capitán Ahab. ¿No es este arpón para la ballena blanca?
—¡Para el demonio blanco! Pero ahora, el filo; tienes que hacerlo tú mismo, hombre. Aquí están mis navajas de afeitar: el mejor acero: toma, y haz el filo tan agudo como las agujas de la nevisca del mar de Hielo. Por un momento, el viejo herrero miró las navajas como si no tuviera deseos de usarlas. Tómalas, hombre, no me hacen falta: pues ahora ni me afeito, ni ceno, ni rezo hasta que..., pero ¡vamos!..., ¡al trabajo!

Configurado al fin en forma de flecha, y soldado por Perth al asta, el acero pronto remató el extremo del hierro, y el herrero, al ir a dar su calor final al filo, antes de templarlo, gritó a Ahab que le pusiera cerca el tonel de agua.

—¡No, no..., nada de agua para eso! Lo quiero de temple de auténtica muerte. ¡Eh, escuchad! ¡Tashtego, Queequeg, Daggoo! ¿Qué decís, paganos? ¿Me daréis bastante sangre como para cubrir este filo? —y lo levantó en alto.

Un montón de inclinaciones replicaron «Sí». Tres pinchazos se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca quedó entonces templado.

—Ego non baptizo te en nomine Patris, sed en nomine diaboli! —aulló Ahab en delirio, cuando el malévolo hierro devoró la sangre bautismal.

Entonces, trayendo de abajo las pértigas de repuesto, y seleccionando una de hickory, con la corteza todavía alrededor, Ahab adaptó el extremo al hueco del hierro. Se desenrolló entonces una aduja de cabo nuevo, se pasaron unas cuantas brazas de él en torno al molinete, y se estiraron con gran tensión. Apretando con el pie, hasta que al cabo vibró como una cuerda de arpa, luego inclinándose ávidamente sobre él, y no viendo rozaduras, Ahab exclamó:

—¡Bueno! Ahora, vamos a trincarlo.

Por un extremo, se destrenzó el cabo, y los cordones separados se trenzaron y tejieron en torno al hierro de arpón: luego se metió fuertemente el palo en el agujero del hierro; desde el extremo inferior, el cabo fue alineado hasta la mitad de la longitud del palo y firmemente sujeto así, con trenzado de hilo de vela. Hecho esto, palo, hierro y cabo —como las tres parcas— quedaron inseparables, y Ahab se marchó sobriamente a grandes zancadas con el arma; sonando a hueco en cada tabla el ruido de su pierna de marfil y el ruido del palo de hickory. Pero antes de que entrara en la cabina, se oyó un ruido ligero, poco natural, medio burlón, pero muy lamentable. ¡Ah, Pip, tu mísera risa, tus miradas ociosas, pero inquietas; todas tus extrañas mímicas se fundían, no sin significación, con la negra tragedia del melancólico barco y se burlaban de ella!

Capítulo CXIV

EL DORADOR

Penetrando cada vez más en el corazón de la zona pesquera del Japón, el Pequod estuvo pronto atareado por completo en la pesca. A menudo, en tiempo suave y placentero, y durante veinte horas seguidas, estaban ocupados en las lanchas, remando de firme, o navegando a vela o con los canaletes tras los cetáceos, o, en un interludio de sesenta o setenta minutos, esperando con calma su salida, aunque con poco éxito por su molestia.

En tales ocasiones, bajo un sol caído, tras de flotar todo el día por olas suaves que se hinchaban lentamente, en la lancha, ligera como una canoa de abedul, y mezclándose con tanta sociabilidad con las propias olas que, como gatos junto al fuego, ronronean contra la regala, ésos son momentos de quietud soñadora, en que, al observar la tranquila belleza y el brillo de la piel del océano uno olvida el corazón de tigre que jadea por debajo, y no querría recordar de buena gana que la zarpa de terciopelo esconde una garra inexorable.

Ésas son las ocasiones en que, en la ballenera, el vagabundo siente suavemente respecto al mar cierto sentimiento filial, confiado, como si fuera tierra, y lo considera como si fuera tierra florida, y el barco lejano que sólo muestra los topes de los palos, parece esforzarse en su avance, no a través de altas olas balanceantes, sino a través de la hierba de una pradera ondulante, igual que cuando los caballos de los emigrantes del Oeste muestran sólo las orejas aguzadas mientras que cuerpos ocultos vadean ampliamente a través del verdor desconcertante. En esos extensos valles vírgenes, en esas laderas suavemente azuladas, mientras por encima se desliza el zumbido, el susurro, casi juraríais que hay niños, cansados de jugar, tendidos a dormir en esas soledades, en algún alegre mayo, mientras buscaban las flores de los bosques. Y todo eso se mezcla con vuestro humor místico, de tal modo que realidad y fantasía, encontrándose a medio camino, se interpenetran y forman un conjunto inconsútil.

Tales escenas suavizadoras, por más que pasajeras, no dejaron de producir al fin un efecto igualmente pasajero sobre Ahab. Pero si las secretas llaves de oro parecieron abrir en él sus secretos tesoros de oro, su aliento sobre ellos se mostró empañador.

¡Ah, claros herbosos! ¡Ah, pasajes sin fin, siempre primaverales en el alma! En vosotros—aunque largamente agotados por la sequía cerrada de la vida terrenal— en vosotros, loshombres pueden aún revolverse, como potros jóvenes en los tréboles recientes del amanecer; y durante unos pocos momentos huidizos, sentir el fresco rocío de la vida inmortal sobre ellos. ¡Ojalá quisiera Dios que duraran estas calmas benditas! Pero los mezclados y enredados hilos de la vida se tejen en trama y urdimbre; calmas cruzadas por tormentas, una tormenta por cada calma. No hay avance constante y sin retroceso en esta vida; no avanzamos a través de gradaciones fijas, descansando en la última: a través del inconsciente hechizo de la infancia, de la despreocupada fe de la niñez, de la duda de la adolescencia (el destino común), luego el escepticismo, luego la incredulidad, para descansar por fin, con la virilidad, en el meditativo reposo del Si. Pero una vez atravesadotodo, volvemos a trazar el círculo; y eternamente somos niñitos, muchachos y hombres, y Si. ¿Dónde se encuentra el puerto final, de donde ya no soltaremos amarras? En ¿qué extático éter navega el mundo de que no se fatigará ni el más fatigado? ¿Dónde está escondido el padre del expósito? Nuestras almas son como esos huérfanos cuyas madres solteras murieron al parirles: el secreto de nuestra paternidad yace en su tumba, y tenemos que ir a ella para saberlo.

Y en ese mismo día, también mirando desde el costado en su lancha a ese mismo mardorado, Starbuck exclamó en voz baja:

—¡Delicia insondable, como ningún amador vio jamás en los ojos de su joven esposa! No me hables de tus tiburones con varias filas de dientes, y tus maneras canibalescas y secuestradoras. Que la fe expulse a los hechos; que la fantasía expulse a la memoria: yo miro a lo hondo y creo.

Y Stubb, como un pez de escamas centelleantes, saltó en la misma luz dorada:

—Soy Stubb, y Stubb tiene su historia; ¡pero ahora Stubb presta juramento de que siempre ha sido alegre!

Capítulo CXV

EL PEQUOD ENCUENTRA AL SOLTERO

Y bien alegres que fueron las visiones y sonidos que llegaron sobre el viento, unas semanas después de que estuviera forjado el arpón de Ahab.

Fue un barco de Nantucket, el Soltero, que acababa de estibar su último barril de aceite yempernar las escotillas a punto de reventar, y ahora, en alegre gala de vacación, navegabagozosamente, aunque con cierta vanagloria, haciendo una ronda entre los dispersos barcos de la zona, antes de poner proa al puerto. Los tres hombres de las cofas llevaban en los sombreros largos gallardetes de estrecha estameña roja: de la popa colgaba una lancha ballenera, del revés; y pendiendo cautiva del bauprés, se veía la larga mandíbula inferior de la última ballena que habían matado. Señales, pabellones y torrotitos de todos los colores volaban desde su, jarcias, por todas partes. Amarrados de lado, en cada una de sus tres cofas revestidas de cestería, había dos barriles de aceite de esperma sobre los cuales, en sus canes de mastelero, se veían pequeños recipientes de ese mismo precioso fluido y clavada a la galleta del palo mayor había una lámpara de bronce.

Como luego supimos, el Soltero había encontrado el más sorprendente éxito: cosa másadmirable dado que mientras tanto, navegando por esos mismos mares, otros numerosos barcos habían pasado meses enteros sin capturar un solo pez. No sólo se habían cedido barriles de carne y pan para dejar sitio al más valioso aceite de esperma, sino que se habían obtenido a cambio barriles suplementarios en adición, de los barcos que encontraron; y estos barriles se encontraban estibado a lo largo de la cubierta, y en las habitaciones del capitán y los oficiales. Hasta la mesa de la cabina se había partido
como astillas para la destilería; y los comensales de la cabina comían en la ancha tapa de un barril de aceite sujeto al suelo corno mueble central. En el castillo de proa, los marineros habían llegado a calafatear y embrear sus cofres, para llenarlos. Se añadía humorísticamente que el cocinero había encajado una tapa en su olla más grande y la había llenado; que el mayordomo había agujereado su cafetera de repuesto y la había llenado; que los arponeros habían tapado los huecos de sus hierros para llenarlos; y que todo, en efecto, estaba lleno de aceite de esperma, excepto los bolsillos de los pantalones del capitán, que éste reservaba para meterse las manos en ufano testimonio de su entera satisfacción.

Cuando este alegre barco de buena suerte se acercó al huraño Pequod, el bárbaro son de enormes tambores llegó desde su castillo de proa; y al acercarse más, se vio un grupo de sus hombres en torno a sus marmitas de destilería que, cubiertas con el poke, o apergaminada piel ventral de la ballena negra, lanzaban un sonoro estampido a cada golpe de los tripulantes con los puños apretados. En el alcázar, los oficiales y los arponeros danzaban con las muchachas aceitunadas que se habían escapado con ellos de las islas polinesias, en tanto que, colgados de un bote ornamental, firmemente izado entre el palo trinquete y el mayor, tres negros de Long Island, con centelleantes arcos de violín de marfil de ballena, presidían la alegre jiga. Mientras tanto, otros de la tripulación del barco estaban tumultuosamente atareados en la albañilería de la destilería, de donde se habían quitado las grandes marmitas. Casi habríais creído que estaban derribando la maldita Bastilla, de tan salvajes gritos como daban al tirar al mar los ladrillos y el mortero ya inútiles.

Dueño y señor, sobre toda esta escena, el capitán estaba erguido en el elevado alcázar del barco, de modo que todo el regocijante dramatismo quedaba por completo ante él, y parecía simplemente organizado para su diversión personal.

Y Ahab también estaba en su alcázar, hirsuto y negro, con terca melancolía; y al cruzar los dos barcos sus estelas —el uno, todo júbilo por lo pasado, el otro, todo presentimiento de lo futuro— y sus dos capitanes, en sí mismos, personificaban todo el impresionante contraste de la escena.

—¡Venid a bordo, venid a bordo! —exclamó el —¿Has visto a la ballena blanca? —gritó Ahab en respuesta.
—No, sólo he oído hablar de ella, pero no creo en ella en absoluto —dijo el otro, de buenhumor: ¡A bordo!
—Estás demasiado condenadamente alegre. Sigue tu rumbo. ¿Has perdido algún hombre?
—No que valga la pena hablar..., dos de las islas, eso es todo..., pero ven a bordo, viejo
compadre. Pronto te quitaré la negrura de la frente. Ven, ea (la fiesta está alegre): un barco lleno, y a casa.
—¡Qué sorprendentes familiaridades se toma un tonto! —murmuró Ahab; y luego, envoz alta—: Dices que eres un barco lleno y rumbo a casa; bueno, llámame barco vacío yen viaje de ida. Así que vete por tu lado, y yo iré por el mío. ¡Adelante vosotros! Desplegad las velas, y ¡viento en popa!

Y así, mientras un barco seguía alegremente viento en popa, el otro luchaba tercamente con la brisa; y de ese modo se separaron dos barcos: la tripulación del Pequod mirando con ojeadas graves y demoradas al Soltero que se alejaba; mientras que los hombres del, Soltero no prestaban atención a esas miradas, con el vivaz festejo en que estaban. Y Ahab, apoyándose en el coronamiento, observó al barco que volvía al puerto, sacó del bolsillo un frasquito de arena y luego alternó sus miradas entre el barco y el frasquito, pareciendo así reunir dos remotos recuerdos, pues ese frasquito estaba lleno de arena de sondeos de Nantucket.

Capítulo CXVI

LA BALLENA AGONIZANTE

No raras veces, en esta vida, cuando, a nuestra derecha, nos adelantan los favoritos de la fortuna navegando junto a nosotros, aunque antes estábamos inmóviles, recibimos un poco de la brisa de ese avance y sentimos gozosamente llenarse nuestras velas deshinchadas. Así pareció ocurrir con el Pequod. Pues al día siguiente de encontrar el alegre Soltero, se vieron ballenas y se mataron cuatro, y una de ellas la mató Ahab.

Era a la tarde bien avanzada, y cuando acabaron todas las lanzadas del rojo combate, y, flotando en el delicioso mar y cielo del poniente, el sol y el pez murieron sosegadamente a la vez; entonces, en ese aire rosado se elevaron, rizándose, tal dulzura y tal quejumbre, tales oraciones entrelazadas, que casi pareció como si, desde muy lejos, desde los profundos y verdes  valles conventuales de las islas de Manila, la brisa de tierra española, hecha marinera por extravagancia, se hubiera hecho a la mar, cargada de esos himnos de vísperas.

Ablandado otra vez, pero sólo ablandado para mayor tristeza, Ahab, que se había apartado del cetáceo, se sentó a observar atentamente su extinción desde la lancha ya tranquila. Pues ese extraño espectáculo que se observa en todos los cachalotes agonizantes —volver la cabeza hacia el sol, y expirar así—, ese extraño espectáculo, observando en tan plácido atardecer, le imponía a Ahab, sin saberse cómo, una sensación de prodigio hasta entonces desconocida. «Se vuelve y vuelve hacia el sol —qué lentamente, pero qué firmeza—, su frente homenajeadota e invocadora, con sus últimos ademanes de agonía. Él también adora el fuego; ¡fidelísimo, amplio, baronial vasallo del sol! ¡Ah, que estos ojos míos, demasiado favorecedores, hayan de ver estas visiones demasiado favorecedoras! ¡Mira! que, muy recluida en medio de las aguas; más allá de todo bien o mal humano; en esos mares tan sinceros e imparciales; donde ni tradiciones ni rocas ofrecen tablas escritas; donde, durante largas eras chinas, las olas se han mecido sin hablar y sin que les hablaran, como estrellas que brillan sobre la desconocida fuente del Níger; aquí, también, la vida muere vuelta hacia el sol, llena de fe; pero mira, apenas muerta, la muerte gira en torno al cadáver y lo orienta de algún otro modo.

»Ah, tú, oscura mitad india de la naturaleza, que con huesos de ahogados has construido, no se sabe dónde, tu trono apartado en el corazón de estos mares sin vegetación; tú eres una descreída, oh, reina, y me hablas con excesiva veracidad en el tifón ampliamente matador, y en el callado funeral de la calma que le sucede. Y no sin lección para mí ha vuelto esta agonizante ballena la cabeza hacia el sol, luego ha dado otra vuelta.

»¡Ah, caldera de energía, tres veces rodeada de aros de metal y soldada! ¡Ah, chorro irisado de alta aspiración! Aquélla la esfuerzas, éste lo lanzas en vano. En vano, oh ballena, buscas intercesiones de aquel sol que todo lo vivifica, que sólo da lugar a la vida, pero no la vuelve a producir. Y sin embargo, tú, mitad más oscura, me meces con una fe más orgullosa, aunque más sombría. Todas tus innombrables mixturas flotan aquí debajo de mí; me hacen flotar hálitos de cosas antaño vivas, exhalados como aire, pero que ahora son agua.

»Entonces, ¡salve, para siempre salve, oh, mar, en cuyos eternos zarandeos encuentra su único reposo el ave salvaje! Nacido yo de la tierra, pero amamantado por el mar: aunque montaña y valle me parieron, ¡vosotras, olas, sois mis hermanas adoptivas!»



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