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jueves, 13 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap LXXVI, LXXVII, LXXVIII y LXXIX - Herman Melville

Viene de "Moby Dick - Cap LXXIII, LXXIV y LXXV - Herman Melville"

 Capítulo LXXVI

EL ARIETE


Antes de abandonar, por ahora, la cabeza del cachalote, querría que, simplemente como fisiólogos sensatos, observaseis con detalle su aspecto frontal, en toda su compacta concentración. Querría que lo investigarais ahora con la única intención de formaros un concepto inteligente y sin exageración de cualquier poder de ariete que pueda residir allí. Este es un punto vital; pues, o bien debéis arreglar satisfactoriamente este punto con vosotros mismos, o permanecer para siempre incrédulos ante uno de los acontecimientos más horribles, pero no menos verdaderos, que se pueda encontrar en cualquier, punto de toda la historia anotada. Observais que, en la ordinaria posición natatoria del cachalote, la frente de su cabeza presenta un plano casi totalmente vertical al agua; observáis que la parte inferior de esa frente tiene considerable inclinación hacia atrás, como para dejar más entrante al alvéolo a la mandíbula inferior, parecida a un botalón; observáis que la boca queda enteramente bajo la cabeza, de modo muy parecido, en efecto, a como si vuestra boca quedara enteramente bajo vuestra barbilla. Además, observáis que el cachalote no tiene nariz externa; y lo que tiene de nariz —su agujero del chorro— está en lo alto de la cabeza: observáis que sus ojos y oídos están a los lados de la cabeza, casi a un tercio de su longitud total desde delante. Por consiguiente, ya os debéis haber dado cuenta de que la frente del cachalote es una pared cerrada y ciega, sin un solo órgano ni prominencia tierna de ninguna especie. Además, habéis de considerar ahora que sólo en la parte extrema, inferior, echada hacia atrás, de la delantera de la cabeza hay un leve vestigio de hueso, y hasta que no se entra a veinte pies desde la frente no se llega a la plena estructura craneana. Así, que toda esta enorme masa sin hueso es como una sola huata. Finalmente, aunque, como pronto se revelará, su contenido comprende en parte el más delicado aceite, sin embargo, ahora debéis informaros sobre la naturaleza de la sustancia que tan inexpugnablemente reviste todo ese aparente refinamiento. En algún lugar anterior os he descrito cómo la grasa envuelve el cuerpo de la ballena igual que la cáscara a la naranja. Lo mismo pasa con la cabeza, pero con esta diferencia: en torno a la cabeza, este forro, aunque no tan grueso, es de una dureza sin hueso que no puede imaginar quien no haya tenido que habérselas con él. El arpón de punta más aguda, la lanza más afilada arrojada por el más fuerte brazo humano, rebota impotente en él. Es como si la frente del cachalote estuviera pavimentada con cascos de caballo. No creo que en ella se esconda ninguna sensibilidad.

Considerad también otra cosa. Cuando dos grandes barcos cargados, de los que van a laIndia, se agolpan por casualidad y se entrechocan uno contra otro en los muelles, ¿qué hacen los marineros? No cuelgan entre ellos, en el punto de inminente contacto, ninguna sustancia meramente dura, como hierro o madera. No; cuelgan una gran huata redonda de estopa y corcho, envuelta en el más grueso y duro cuero. Ésta recibe, con valentía y sin daño, el apretón que habría partido todos los espeques de roble y las palancas de hierro. Esto, por sí solo, ilustra suficientemente el hecho obvio a que apunto. Pero, como suplemento a ello, se me ha ocurrido por vía de hipótesis que, dado que los peces ordinarios poseen lo que se llama vejiga natatoria, capaz de distenderse o contraerse a voluntad, y dado que el cachalote no tiene en él, que yo sepa, semejante recurso; y, por otra parte, considerando la manera por lo demás inexplicable como unas veces sumerge por completo la cabeza bajo la superficie, y otras veces nada llevándola elevada por encima del agua, considerando la elasticidad sin obstáculos de su envoltorio, digo, por vía de hipótesis, que esos misteriosos panales de celdillas pulmonares que hay en su cabeza puedan quizá tener alguna conexión hasta ahora desconocida e insospechada con el aire exterior, de tal modo que sean capaces de distensión y contracción atmosférica. Si es así, imaginaos lo irresistible de esa fuerza, a que contribuye el más impalpable y destructor de todos los elementos. Ahora fijaos: impulsando infaliblemente ese muro cerrado, inexpugnable, invulnerable, y esa cosa tan flotante que hay dentro de él, detrás de todo ello, nada una masa de tremenda vida, que sólo se puede estimar adecuadamente igual que la madera apilada: por su volumen; y toda ella obedeciendo a una sola voluntad, como el más pequeño insecto. Así que cuando en lo sucesivo os detalle todas las especialidades y concentraciones de potencia que residen en cualquier punto de este monstruo expansivo, y cuando os muestre algunas de sus menos importantes hazañas carniceras, confío en que habréis abandonado toda incredulidad ignorante y estaréis dispuestos a aceptarlo todo; de modo que, aunque el cachalote abriera un paso a través del istmo de Darién, mezclando el Atlántico con el Pacífico, no elevaríais ni un pelo de vuestras cejas. Pues si no confesáis a los cetáceos, no sois más que provincianos y sentimentales en la Verdad. Pero la Verdad clara es cosa que sólo afrontan los gigantes salamandras: ¿qué pequeñas serán entonces las probabilidades para los provinciales? ¿Qué le ocurrió al débil muchacho que levantó el velo de la temible diosa, en Lais?

Capítulo LXXVII

EL GRAN TONEL DE HEIDELBERG


Ahora viene el vaciado de la caja. Pero para comprenderlo del todo debéis saber algo de la curiosa estructura interna del órgano sobre la que se trabaja. Considerando la cabeza del cachalote como un cuerpo sólido oblongo, se puede, siguiendo un plano inclinado, dividirla a lo largo en dos cuñas, la inferior de las cuales es la estructura ósea que forma el cráneo y las mandíbulas, y la superior es una masa untuosa completamente libre de huesos, cuyo ancho extremo delantero forma la frente visible, expandida verticalmente, del cetáceo. Si, en mitad de la frente, subdividís horizontalmente esta cuña superior, entonces tendréis dos partes casi iguales, que antes ya estaban divididas naturalmente por una pared interna de una densa sustancia tendinosa.

La parte inferior de la subdivisión, llamada «la jarcia trozada», es un solo panal inmenso de aceite, formado por el cruzamiento y recruzamiento, en diez mil celdillas imbricadas, de densas fibras blancas y elásticas, en toda su extensión. La parte superior, conocida por la caja, puede considerarse como el Gran Tonel de Heidelberg del cachalote. Y del mismo modo que ese célebre gran barril está misteriosamenteriosamente esculpido en su delantera, así la vasta frente arrugada del cetáceo forma innumerables trazados extraños como adorno emblemático de su prodigioso tonel. Asimismo, igual que el de Heidelberg siempre se ha llenado con los vinos más excelentes de los valles del Rin, el tonel del cachalote contiene la más preciosa de todas las soleras oleosas: a saber, el preciadísimo aceite de esperma, en estado absolutamente puro, límpido y fragante. Y no se encuentra esta preciosa sustancia libre de mezcla en ninguna otra parte del animal. Aunque mientras está vivo permanece perfectamente fluido, sin embargo, al exponerse al aire después de la muerte, empieza muy pronto a condensarse, produciendo hermosos vástagos cristalinos, como cuando empieza a formarse en el agua el primer hielo, delicado y sutil. La caja de un cachalote grande suele producir unos quinientos galones de aceite de esperma, aunque, por circunstancias inevitables, una parte considerable de él se derrama, se escapa y se vierte, o se pierde irrevocablemente de alguna otra manera, en el delicado asunto de poner a salvo todo lo que se puede.

No sé con qué refinado y costoso material se revestiría por dentro el tonel de Heidelberg, pero ese revestimiento no podría compararse en riqueza superlativa con la sedeña membrana color perla, que, como el forro de una rica piel, forma la superficie interior de la caja del cachalote. Se habrá visto que el tonel de Heidelberg del cachalote abarca toda la longitud de toda la parte superior de la cabeza, y dado que —según se ha expuesto en otro lugar— la cabeza abarca un tercio de la entera longitud del animal, entonces, calculando esa longitud de ochenta pies para un cachalote de buen tamaño, tendréis más de veintiséis pies para el aforo del tonel, al izarse verticalmente a lo largo, junto al costado del barco.

Como, al decapitar el cachalote, el instrumento del operador queda muy cerca del lugar donde posteriormente se abre un acceso al depósito del aceite de esperma, ese operador debe tener extraordinario cuidado, no sea que un golpe descuidado e inoportuno alcance el santuario y deje escapar, despilfarrado, su inestimable contenido. Es también ese extremo decapitado de la cabeza el que por fin se eleva, sacándolo del agua y reteniéndolo en tal posición con los enormes aparejos de descuartizamiento, cuyos enredos de cáñamo, en un costado, forman una verdadera selva de cables en esa zona.

Una vez dicho todo esto, os ruego que ahora os fijéis en la operación maravillosa y —en este caso concreto— casi fatal con que se detenta el Gran Tonel de Heidelberg del cachalote.

Capítulo LXXVIII

CISTERNA Y CUBOS


Ágil como un gato, Tashtego va hacia arriba, y, sin alterar su postura erguida, corre derecho por el saliente extremo de la verga mayor, hasta el punto donde se proyecta exactamente sobre el tonel izado. Ha llevado consigo un aparejo ligero llamado «látigo», que consiste sólo en dos partes pasadas por un motón con una sola roldana. Asegurando el motón de modo que cuelgue de la verga mayor, tira una punta del cabo para que lo agarre y lo sujete bien firme un marinero en cubierta. Luego, una mano tras otra, el indio baja con la otra punta, pendiendo por el aire, hasta que se posa diestramente en lo alto de la cabeza. Allí —todavía muy elevado sobre el resto de la gente, a la que grita con vivacidad— parece algún muecín turco llamando a la buena gente a la oración desde lo alto de un minarete. Le hacen subir una aguda azada de mango corto, y él busca diligentemente el lugar adecuado para empezar a irrumpir en el tonel. En ese asunto actúa con mucho cuidado, como un buscador de tesoros en una casa vieja, golpeando las paredes para ver dónde está emparedado el oro. En el momento en que concluye esa cauta búsqueda, un recio cubo con aros de hierro, exactamente como un cubo de pozo, ha sido amarrado a un extremo del «látigo», mientras el otro extremo, extendido a través de la cubierta, queda sujeto por dos o tres marineros atentos. Éstos izan entonces el cubo al alcance del indio, a quien otra persona le ha hecho llegar un palo muy largo. Insertado en ese palo el cubo, Tashtego guía el cubo haciéndolo bajar al tonel, hasta que desaparece por entero; luego, avisando a los marineros del «látigo», sube otra vez el cubo, todo él burbujeante, como el cubo de leche recién ordeñada por la lechera. Cuidadosamente bajado desde su altura, el recipiente hasta los topes es aferrado por un marinero designado para ello, que lo vacía rápidamente en un gran barril. Luego, volviendo a subir, vuelve a pasar por el mismo recorrido hasta que la honda cisterna no produce más. Hacia el final, Tashtego tiene que meter el largo palo cada vez con más fuerza y más hondo en el tonel hasta que baja unos veinte pies del palo.

Entonces, los hombres del Pequod habían estado trasvasando algún tiempo de este modo, y se habían llenado varios barriles con el fragante aceite de esperma, cuando de repente ocurrió un extraño accidente. Si fue que Tashtego, ese indio salvaje, se descuidó y se distrajo soltando por un momento la mano con que se agarraba a los aparejos de grandes cables que suspendían la cabeza, o si fue que el lugar donde estaba era muy traidor y resbaladizo, o si el mismo demonio se empeñó en que fuese así, sin precisar sus razones exactas, no se puede decir ahora por qué fue, pero, de repente, cuando subía rebañando el cubo octogésimo o nonagésimo, ¡Dios mío!, el ,pobre Tashtego, como el cubo que alterna con su gemelo en un pozo de verdad, se cayó de cabeza a ese gran tonel de Heidelberg, y, con un horrible gorgoteo aceitoso, se perdió de vista por completo.

—¡Hombre al agua! —gritó Daggoo, que, en medio de la consternación general, fue el primero en recobrar el dominio—. ¡Echad el cubo para acá!

Y, metiendo un pie dentro, como para reforzar más el resbaladizo agarre de las manos en la propia cuerda del «látigo», fue elevado por los izadores hasta lo alto de la cabeza, casi antes de que Tashtego pudiera haber alcanzado su fondo interior. Mientras tanto, hubo un terrible tumulto. Mirando sobre la borda, todos vieron la cabeza, antes sin vida, latiendo y agitándose por debajo mismo de la superficie del mar, como si en ese momento se le hubiera ocurrido una idea importante, mientras que era sólo el pobre indio que, sin darse cuenta, revelaba en esas luchas la peligrosa profundidad en que se había hundido.

En ese momento, mientras Daggoo, en lo alto de la cabeza, liberaba el «látigo» —que se había enredado, no se sabe cómo, en los grandes aparejos de descuartizamiento—, se oyó un brusco ruido crujiente, y, con inexpresable horror de todos, uno de los dos enormes ganchos que suspendían la cabeza se desprendió, y con vasta oscilación la enorme masa se inclinó a un lado, hasta que el barco ebrio se escoró y se agitó como golpeado por un iceberg. El único gancho que quedaba, y del que ahora pendía toda la tensión, parecía a cada momento a punto de ceder, cosa aún más probable por los violentos movimientos de la cabeza.

—¡Baja, baja! —aullaron los marineros a Daggoo, pero sujetando con una mano los pesados aparejos, para que, si se caía la cabeza, él quedase todavía colgado; mientras, el negro, desenredado el cable, sumergía el cubo en el pozo ahora desplomado, con la intención de que el arponero sepultado lo agarrase y fuese izado.
—¡En nombre del cielo, marinero! —gritó Stubb—, ¿estás metiendo ahí un cartucho? ¡Espera! ¿Cómo le va a servir que le des en la cabeza con ese cubo de aros de hierro? ¡Espera, eh!
—¡Cuidado con el aparejo! —gritó una voz como el estallido de un cohete.

Casi en el mismo instante, con un trueno, la enorme masa cayó al mar, como la Table Rock del Niagara en el remolino; el casco, repentinamente aligerado, se alejó de ella, meciéndose hasta mostrar el cobre reluciente, y todos contuvieron el aliento, mientras que Daggoo — oscilando unas veces sobre las cabezas de los marineros, otras veces sobre el agua— aparecía vagamente entre una densa niebla de salpicaduras,  agarrado a los aparejos balanceantes, en tanto el pobre Tashtego, sepultado vivo, se hundía cada vez más en el fondo del mar. Pero apenas se disipó el vapor cegador, se vio por un fugaz momento cernerse sobre las amuradas una figura desnuda con un sable de abordaje en la mano. En seguida, una ruidosa zambullida anunció que mi valiente Queequeg se había sumergido para el salvamento. Todos se agolparon en masa a ese lado, y todos los ojos contaron las ondas del agua, mientras un momento sucedía a otro sin que se viera señal del que se hundía ni del zambullido. Entonces algunos marineros saltaron a una lancha junto al barco y se separaron un poco.

—¡Ah, ah! —gritó Daggoo, de repente, desde su altura oscilante, ahora quieta, allá arriba; y, mirando lejos del barco, vimos un brazo que salía verticalmente de las olas azules: espectáculo tan extraño de ver como un brazo que saliera de la hierba sobre una tumba.
—¡Los dos, los dos! ¡Son los dos! —volvió a gritar Daggoo con un clamor gozoso, y poco después se vio a Queequeg braceando valientemente con una sola mano, mientras con la otra agarraba el largo pelo del indio. Izados a la lancha que aguardaba, fueron rápidamente llevados a la cubierta, pero Tashtego tardó en recuperarse, y Queequeg no parecía muy vivo. Ahora, ¿cómo se había realizado este noble salvamento? Pues así: Queequeg, zambullido en pos de la cabeza que descendía lentamente, había dado tajos laterales con su afilada espada cerca de su fondo, de modo que abrió un gran agujero; entonces, dejando caer la espalda, metió el largo brazo muy dentro y hacia arriba, sacando así por la cabeza al pobre Tashtego.

Aseguró que, a la primera metida que dio en su busca, se le ofreció una pierna, pero sabiendo muy bien que eso no era lo que debía ser, y que podría dar lugar a gran inconveniencia, había echado atrás esa pierna, y, con un diestro empujón y sacudida, había hecho dar una voltereta al indio, de modo que, al siguiente intento, lo sacó del buen modo tradicional: con la cabeza por delante. En cuanto a la gran cabeza, se encontraba en perfecto estado de salud.

Y así, mediante el valor y la gran habilidad obstétrica de Queequeg, se realizó con éxito la liberación, o mejor dicho, el parto de Tashtego, a pesar, además, de los impedimentos más inoportunos y aparentemente desesperanzadores, lo cual es una lección que no debe olvidarse en absoluto. El arte de la comadrona debería enseñarse en el mismo curso de la esgrima, el boxeo, la equitación y el remo.

Ya sé que esta extraña aventura del indio Gay-Head parecerá seguramente increíble a algunos de tierra adentro, aunque ellos mismos habrán visto u oído decir que alguien se ha caído en una cisterna, en tierra; accidente que ocurre no raras veces, y con motivo mucho menor que el del indio, si se considera la enorme resbalosidad del borde del pozo del cachalote. Pero tal vez se me apremiará sagazmente: ¿cómo es eso? Creíamos que la cabeza del cachalote, con su tejido imbricado, era la parte más ligera y flotante que hay en él, y sin embargo, tú lo haces hundirse en un elemento de mayor peso específico que ella. Aquí te tenemos. De ningún modo, sino que aquí os tengo yo: pues en el momento en que se cayó el pobre Tash, la caja casi estaba vacía de su contenido más ligero, dejando poco más que la densa pared tendinosa del pozo; una sustancia doblemente soldada y martillada, como he dicho antes, mucho más pesada que el agua de mar, en la cual se hunde un trozo suyo casi como plomo. Pero la tendencia a hundirse rápidamente que tiene esta sustancia, en el caso presente, quedó contrarrestada materialmente por las demás partes de la cabeza que quedaban sin desprender de ella, de modo que se hundió, en efecto, con mucha lentitud y deliberación, proporcionando a Queequeg una decente ocasión para que realizara su ágil obstetricia a la carrera, como podríais decirlo. Sí, fue un parto a la carrera; eso fue.

Ahora, si Tashtego hubiera perecido en esa cabeza, habría sido un modo precioso de perecer: ahogado en el más blanco y refinado de los fragantes aceites de esperma, y teniendo por ataúd, carroza y tumba, la secreta cámara interior, el sanctasantórum del cetáceo. Sólo se puede recordar fácilmente un fin más dulce: la deliciosa muerte de un buscador de colmenas de Ohio, el cual, buscando miel en la horquilla de un árbol hueco, encontró tan enorme reserva de ella que, al inclinarse demasiado, fue absorbido por la miel y murió embalsamado. ¿Cuántos creéis que hayan caído igualmente en la cabezade miel de Platón, muriendo dulcemente en ella?

Capítulo LXXIX

LA DEHESA


Escudriñar las líneas de la cara, o palpar los bultos de la cabeza de este leviatán es cosa que ningún fisiognomista o frenólogo ha hecho jamás. Tal empresa parecería casi tan poco prometedora como lo habría sido para Lavater escudriñar las arrugas del Peñón de Gibraltar, o para Gall subir en una escalerilla a manosear la cúpula del Panteón. Sin embargo, en sus famosas obras, Lavater no sólo trata sobre las diversas caras de los hombres, sino que también estudia atentamente las caras de los caballos, pájaros, serpientes y peces, y se demora en detalles sobre las variedades de expresión discernibles en ellas. Por tanto, aunque yo estoy poco cualificado para hacer de pionero en la aplicación de esas dos semiciencias al cachalote, haré lo que pueda. Lo intento todo: logro lo que puedo.

Desde el punto de vista fisiognómico, el cachalote es una criatura anómala. No tiene nariz propiamente dicha. Y dado que la nariz es el más central y conspicuo de los rasgos, y dado que quizá es el que más modifica y en definitiva domina su expresión combinada, parecería por ello que su entera ausencia como apéndice externo debe afectar mucho a la cara del cetáceo. Pues del mismo modo que en la jardinería paisajística se considera casi indispensable para el completamiento de la escena un chapitel, una cúpula o un monumento, así no hay cara que pueda estar fisiognómicamente en orden sin el alto campanario calado de la nariz. Quitadle la nariz al Júpiter marmóreo de Fidias, y ¡qué triste resto! No obstante, el leviatán es de tan poderosa magnitud, y sus proporciones son tan solemnes, que la misma deficiencia que sería horrible en el Júpiter esculpido, en él no es defecto en absoluto. Más aún, es una grandeza adicional. Para el cachalote, una nariz hubiera sido impertinente. Al navegar en vuestro chinchorro alrededor de su vasta cabeza en vuestro viaje fisiognómico, vuestro noble concepto de él jamás queda ofendido por la reflexión de que tenga una nariz de que tirar: una idea pestilente, que tan a menudo se empeña en invadirnos aun cuando observamos al más poderoso macero real en su trono.

En algunos detalles, quizá la visión fisiognómica más impotente que quepa tener del cachalote es la plena visión frontal de la cabeza. Ese aspecto es sublime.

Una hermosa frente humana, cuando piensa, es como el oriente cuando se turba con el
amanecer. Paciendo en reposo, la rizada frente del toro tiene un toque de grandiosidad. Al arrastrar pesados cañones por desfiladeros de montañas, la frente del elefante es majestuosa. Humana o animal, la misteriosa frente es como ese gran sello de oro adherido por los emperadores germánicos a sus decretos. Significa: «Dios: hecho en el día de hoy por mi mano». Pero en la mayor parte de las criaturas, e incluso en el hombre mismo, muy a menudo la frente es una mera franja de tierra alpina extendida a lo largo de la línea de nieve. Pocas son las frentes que, como la de Shakespeare o la de Melanchthon, se elevan tan alto y descienden tan bajo que los propios ojos semejan claros lagos eternos y sin oscilación; y sobre ellas, en sus arrugas, os parece seguir el rastro de los astados pensamientos que bajan a beber, igual que los cazadores de las tierras altas siguen el rastro de los ciervos por sus huellas en la nieve. Pero en el gran cachalote esta alta y poderosa dignidad divina, inherente a la frente, está tan inmensamente amplificada que, al contemplarla, en esa plena vista frontal, sentís a la Divinidad y las potencias temibles con más energía que al observar cualquier otro objeto de la naturaleza viva. Pues no veis un solo punto con precisión, no se revela un solo rasgo visible; no hay nariz, ojos, oídos o boca; no hay cara; no la tiene, en rigor; nada sino un solo ancho firmamento de frente, alforzado de enigmas, amenazando mudamente con la condenación de lanchas, barcos y hombres. Y tampoco disminuye de perfil esa prodigiosa frente; aunque, al observarla así, su grandeza no os abrume tanto. De perfil, observáis claramente esa depresión horizontal, como una media luna, en el centro de la frente, que en el hombre es la señal del genio, según Lavater.

Pero ¿cómo? ¿Genio en el cachalote? ¿Alguna vez el cachalote ha escrito un libro o pronunciado un discurso? No, su gran genio se declara en que no haga nada especial para demostrarlo. Se declara además en su silencio piramidal. Y eso me recuerda que, si el joven mundo oriental hubiera conocido al gran cachalote, lo habría divinizado en sus pensamientos de mágico infantilismo. Divinizaron al cocodrilo, porque el cocodrilo no tiene lengua; y el cachalote tampoco tiene lengua, o al menos es tan pequeña que resulta incapaz de sacarse. Si en lo sucesivo algún pueblo poético y de alta cultura logra con sus incitaciones que regresen a sus derechos de nacimiento los alegres dioses de los mayas de antaño y los vuelve a entronizar con vida en el cielo hoy egolátrico, en el monte hoy sin hechizos, entonces, estad seguros, exaltado al alto asiento de Júpiter, el gran cachalote será el dominador.

Champollion descifró los arrugados jeroglíficos del granito. Pero no hay Champollion que descifre el Egipto de la cara de cada hombre y de cada ser. La fisiognomía, como todas las demás ciencias humanas, es sólo una fábula pasajera. Entonces, si sir William Jones, que leía treinta idiomas, no sabía leer la más sencilla cara de aldeano en sus más profundos y sutiles significados, ¿cómo puede el analfabeto Ismael tener esperanzas de leer el terrible caldeo de la frente del cachalote? No hago más que poner ante vosotros esta frente. Leedla si podéis.


  
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