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martes, 11 de diciembre de 2012

Moby Dick - Cap LXXIII, LXXIV y LXXV - Herman Melville








Capítulo LXXIII

STUBB Y FLASK MATAN UNA BALLENA, Y LUEGO TIENEN UNA CONVERSACIÓN SOBRE ELLA


No debe olvidarse que durante todo este tiempo tenemos una monstruosa cabeza decachalote colgando en el costado del Pequod. pero hemos de dejarla colgando algún tiempo, hasta que podamos obtener una ocasión de hacerle caso. Por el momento, otros asuntos apremian, y lo mejor que podemos hacer ahora por la cabeza es rogar al Cielo que los aparejos aguanten.

Ahora, durante la pasada noche y tarde, el Pequod había derivado poco a poco a un mar que, por sus intermitentes zonas de brit, daba insólitas señales de la cercanía de ballenas francas, una especie del leviatán que pocos suponían que en ese determinado momento anduviese por ningún lugar cercano. Y aunque todos los marineros solían desdeñar la captura de esas criaturas inferiores, y aunque el Pequod no estaba enviado para perseguirlas en absoluto, y aunque había pasado junto a muchas de ellas junto a las islas Crozetts sin arriar una lancha, sin embargo, ahora que habían acercado al costado y decapitado un cachalote, se anunció que se capturaría ese día una ballena franca, si se ofrecía oportunidad.

Y no faltó mucho tiempo. Se vieron altos chorros a sotavento, y se destacaron en su persecución dos lanchas, las de Stubb y Flask. Remaron alejándose cada vez más, hasta que por fin fueron casi invisibles para los vigías en el mastelero. Pero de repente, a lo lejos, vieron un gran montón de agua blanca en tumulto, y poco después llegaron noticias desde lo alto de que una lancha, o las dos, debían haber hecho presa.

Al cabo de un intervalo, las lanchas quedaron claramente a la vista, arrastradas derechas hacia el barco, a remolque de la ballena. Tanto se acercó el monstruo al casco, que al principio pareció que traía malas intenciones, pero de repente se sumergió en un torbellino, a tres varas de las tablas, y desapareció por entero de la vista, como si se zambullera por debajo de la quilla.

—¡Cortad, cortad! —fue el grito desde el barco a las lanchas, que, por un momento, parecieron a punto de ser llevadas a un choque mortal contra el costado del navío. Pero como tenían todavía mucha estacha en los barriles, y la ballena no se sumergía muy deprisa, soltaron abundante cable, y al mismo tiempo remaron con todas sus fuerzas para pasar por delante del barco. Durante unos minutos, la batalla fue intensamente crítica, pues mientras ellos aflojaban en un sentido la estacha atirantada, y a la vez remaban en otro sentido, la tensión contrastada amenazaba hundirles. Pero ellos sólo trataban de obtener unos pocos pies de ventaja. Y se pusieron a ello hasta que lo consiguieron, y en ese mismo instante se sintió un rápido rumor a lo largo de la quilla, cuando la tensa estacha, rascando el barco por debajo, surgió de pronto a la vista bajo la proa, con chasquido y temblor, sacudiendo el agua en gotas que cayeron al mar como trozos de cristal roto, mientras la ballena, más allá, surgía también a la vista, y otra vez las lanchas quedaban libres para volar. Pero el animal, agotado, disminuyó su velocidad, y, alterando ciegamente su rumbo, dio vuelta a la popa del barco remolcando detrás de sí a las dos lanchas, de modo que realizaron un circuito completo.

Mientras tanto, ellos halaban cada vez los cabos, hasta que, flanqueando de cerca a la ballena por los dos lados, Stubb respondió a Flask con lanza por lanza; y así continuó la batalla en torno al Pequod, mientras que las multitudes de tiburones que antes habían nadado en torno al cuerpo del cachalote muerto, se precipitaron a la sangre fresca que se vertía, bebiendo con sed a cada nueva herida, igual que los ávidos israelitas en las nuevas fuentes desbordadas que manaron de la roca golpeada.

Por fin, el chorro se puso espeso, y con una sacudida y un vómito espantosos, la ballena se volvió de espalda, cadáver. Mientras los dos jefes se ocupaban en sujetar cables a la cola y preparar por otras medias aquellas moles en disposición para remolcar, tuvo lugar entre ellos alguna conversación.

—No sé qué quiere el viejo con este montón de tocino rancio —dijo Stubb, no sin cierto disgusto al pensar en tener que ver con un leviatán tan innoble.
—¿Qué es lo que quiere? —dijo Flask, enrollando cable sobrante a la proa de la lancha—. ¿Nunca ha oído decir que el barco que lleva por una sola vez izada una cabeza de cachalote a estribor, y al mismo tiempo una cabeza de ballena fresca a babor, no ha oído decir, Stubb, que ese barco jamás podrá zozobrar después?
—¿Por qué no podrá?
—No sé, pero he oído decir que ese espectro de gutapercha de Fedallah lo dice así, y Parece saberlo todo sobre encantamiento de barcos. Pero a veces pienso que acabará por encantar el barco para mal. No me gusta ni pizca este tipo, Stubb. ¿Se ha dado cuenta alguna vez de que tiene un colmillo tallado en cabeza de serpiente, Stubb?
—¡Que se hunda! Nunca le miro en absoluto, pero si alguna vez encuentro una ocasión en una noche oscura, en que él esté cerca de las batayolas, y nadie por allí; mire, Flask... —y señaló al mar con un movimiento peculiar de ambas manos—: ¡Sí que lo haré! Flask, estoy seguro de que ese Fedallah es el diablo disfrazado. ¿Cree esa historia absurda de que había estado escondido a bordo del barco? Es el demonio, digo yo. La razón por la que no se le ve la cola, es porque la enrolla para esconderla; supongo que la lleva adujada en el bolsillo. ¡Maldito sea! Ahora que lo pienso; siempre le hace falta estopa para rellenar las punteras de las botas.
—Duerme con las botas puestas, ¿no? No tiene hamaca, pero le he visto tumbado por la noche en una aduja de cabo.
—Sin duda, y es por su condenado rabo; lo mete enrollado, ¿comprende?, en el agujero de en medio de la aduja.
—¿Por qué el viejo tiene tanto que ver con él?
—Supongo que estará haciendo un trato o una transacción.
—¿Un trato? ¿Sobre qué?
—Bueno, verá, el viejo está empeñado en perseguir a esa ballena blanca, y este diablo trata de enredarle y hacer que le dé a cambio su reloj de plata, o su alma, o algo parecido, y entonces él le entregará a Moby Dick.
—¡Bah! Stubb, está bromeando; ¿cómo puede Fedallah hacer eso?
—No sé, Flask, pero el demonio es un tipo curioso, y muy malo, se lo aseguro. En fin, dicen que una vez entró de paseo por el viejo buque insignia, moviendo el rabo, endemoniadamente tranquilo y hecho un señor, y preguntó al demonio qué quería. El diablo, removiendo las pezuñas, va y dice: «Quiero a John». « ¿Para qué?», dice el viejo jefe. « ¿A usted qué le importa? —dice el diablo, poniéndose como loco—: Quiero usarlo.» «Llévatelo», dice el jefe. Y por los Cielos, Flask, si el diablo no le dio a John el cólera asiático antes de acabar con él, me como esta ballena de un bocado. Pero fíjese bien... ¿no estáis listos ahí todos vosotros? Bien, entonces, remad, y vamos a poner la ballena a lo largo del barco.
—Creo recordar una historia parecida a la que me ha contado —dijo Flask, cuando por fin las dos lanchas avanzaron lentamente sobre su carga hacia el barco—: pero no puedo recordar dónde.
—¿En lo de los tres españoles? ¿En las aventuras de aquellos tres soldados sanguinarios?
¿Lo leyó allí, Flask? Supongo que así sería.
—No, nunca he visto semejante libro; pero he oído de él. Ahora, sin embargo, dígame, Stubb, ¿supone que ese diablo de que hablaba era el mismo que dice que ahora está a bordo del Pequod?
—¿Soy yo el mismo hombre que ha ayudado a matar esta ballena? ¿No vive el diablo para siempre? ¿Quién ha oído decir que el diablo hubiera muerto? ¿Ha visto jamás un párroco que llevase luto por el diablo? Y si el diablo tiene una llave para entrar en la cabina del almirante, ¿no supone que podrá gatear por un portillo? ¿Dígame, señor Flask?
—¿Cuántos años supone que tiene Fedallah, Stubb?
—¿Ve ahí ese palo mayor? —señalando al barco—: bueno, ése es el número uno; ahora tome todos los aros de barril que haya en la bodega del Pequod, y póngalos en fila, como
ceros, con ese palo, ya entiende: bueno, con eso no se empezaría la edad de Fedallah. Ni todos los toneleros del mundo podrían enseñar aros bastantes para hacer ceros.
—Pero vea, Stubb, me pareció que ahora mismo presumía un poco de que pensaba dar a Fedallah una zambullida en el mar, si tenía buena ocasión. Sin embargo, si es tan viejo como resulta con todos esos aros suyos, y si va a vivir para siempre, dígame ¿de qué puede servir tirarle por la borda?
—De todos modos, para darle una buena zambullida.
—Pero volvería nadando.
—Pues otra vez al agua, sin dejar de zambullirle otra vez.
—Pero suponiendo que a él se le metiera en la cabeza zambullirle a usted; sí, y ahogarle, ¿entonces qué?
—Me gustaría ver cómo lo probaba; le pondría los ojos tan negros que no se atrevería a enseñar otra vez la cara en la cabina del almirante durante mucho tiempo, y mucho menos ahí abajo en el sollado, donde vive, y allá arriba, en cubierta por donde merodea tanto. Maldito sea el demonio, Flask; ¿así que supone que yo tengo miedo del diablo? ¿Quién tiene miedo de él, sino el viejo jefe que no se atreve a agarrarle y ponerle grilletes dobles, como se merece, sino que le deja andar por ahí secuestrando gente; sí, y que ha firmado un pacto de que todos los que secuestre el diablo, él se los asará al fuego? ¡Eso sí que es un jefe!
—¿Supone que Fedallah quiere secuestrar al capitán Ahab?
—¿Que si lo supongo? Ya lo sabrá dentro de poco, Flask. Pero ahora le voy a vigilar estrechamente, y si veo que pasa algo sospechoso, le agarraré por el cogote y le diré: «Mire acá, Belcebú; no haga eso», y si arma algún estrépito, por Dios que le meto la mano en el bolsillo, le saco el rabo, lo amarro al cabestrante y le doy tal retorcimiento y tal tirón, que se lo arranco de las posaderas..., ya verá; y entonces, me parece más bien que cuando se encuentre rabón de ese modo raro, se escapará sin la mísera satisfacción de notar el rabo entre las piernas.
—¿Y qué hará con el rabo, Stubb?
—¿Qué haré con él? Lo venderé como látigo para bueyes cuando lleguemos a casa; ¿qué más?
—Pero ¿habla en serio en todo lo que dice, y en todo lo que lleva dicho, Stubb?
—En serio o no, ya estamos en el barco.

Gritaron entonces a las lanchas que remolcaran la ballena al lado de babor, donde ya estaban preparadas cadenas para la cola y otros instrumentos para sujetarla.

—¿No se lo dije? —dijo Flask—; sí, pronto verá esta cabeza de ballena franca izada al otro lado de la del cachalote.

En su momento, se cumplió el dicho de Flask. Y lo mismo que el Pequod se escoraba abruptamente hacia la cabeza del cachalote, ahora, con el contrapeso de ambas cabezas, volvió a equilibrarse en la quilla, aunque gravemente cargada, pueden creerlo muy bien.

Así, cuando izáis en un lado la cabeza de Locke, os inclináis a ese lado; pero entonces izáis en el otro lado la cabeza de Kant y volvéis, a enderezaros, aunque en muy malas condiciones. De ese modo hay ciertos espíritus que no dejan nunca de equilibrar su embarcación. ¡Ah, locos!, tirad por la borda a todos esos cabezudos, y flotaréis ligeros y derechos.

Al despachar el cuerpo de una ballena franca, una vez puesto a lo largo del barco, suelen tener lugar las mismas actividades preliminares que en el caso del cachalote, sólo que en este último caso, la cabeza se corta entera, mientras que en aquél, los labios y la lengua se quitan por separado y se izan a cubierta, con todos esos famosos huesos negros sujetos a lo que se llama la corona. Pero en el caso presente no se había hecho nada de eso. Los cadáveres de ambos cetáceos quedaron a popa, y el barco, con su carga de cabezas, pareció no poco una mula con un par de cuévanos abrumadores. Mientras tanto, Fedallah observaba tranquilamente la cabeza de la ballena franca, alternando de vez en cuando ojeadas a sus profundas arrugas y ojeadas a los surcos de su propia mano. Y Ahab, por casualidad, quedó situado de modo que el Parsi ocupaba su sombra, mientras que la sombra del Parsi, si es que existía, parecía fundirse con la de Ahab, prolongándola. Mientras los tripulantes seguían sus tareas, rebotaban entre ellos especulaciones laponas en torno a las cosas que pasaban.

Capítulo LXXIV

LA CABEZA DEL CACHALOTE: VISTA CONTRASTADA


Aquí están, pues, dos grandes cetáceos, juntando las cabezas: unámonos a ellos y juntemos la nuestra.

De la gran orden de los leviatanes infolio, el cachalote y la ballena franca son, con mucho, los más notables. Son las únicas ballenas perseguidas sistemáticamente por el hombre. Para los de Nantucket, representan los dos extremos de todas las variedades conocidas de la ballena. Dado que la diferencia externa entre ellas se observa sobre todo en sus cabezas, y dado que en este momento cuelga una cabeza de cada cual en el costado del Pequod, y dado que podemos pasar libremente de la una a la otra, simplemente con cruzar la cubierta, ¿dónde, me gustaría saber, vais a encontrar mejor ocasión que aquí para estudiar cetología práctica? En primer lugar, os impresiona el contraste general entre estas cabezas. Ambas son bastante voluminosas con toda certidumbre; pero la del cachalote tiene cierta simetría matemática que falta lamentablemente a la de la ballena franca. La cabeza del cachalote tiene más carácter. Al observarla, se le otorga involuntariamente una inmensa superioridad en punto de dignidad impresionante. En el presente caso, además, esa dignidad queda realzada por el color sal y pimienta de lo alto de la cabeza, como señal de una edad avanzada y una amplia experiencia. En resumen, es lo que los pescadores llaman técnicamente un «cachalote con canas».

Observemos lo que es menos diferente en esas cabezas: a saber, los órganos más importantes, los ojos y los oídos. En la parte posterior y más baja del lado de la cabeza, junto al ángulo de las mandíbulas de ambos cetáceos, si se observa atentamente, se acabará por ver un ojo sin pestañas, que uno diría que es el ojo de un potro joven, de tan desproporcionado como está respecto al tamaño de la cabeza.

Ahora, debido a esta peculiar posición lateral de los ojos de estos cetáceos, es evidente que jamás pueden ver un objeto que esté exactamente delante, así como tampoco uno que esté exactamente detrás. En resumen, la posición de los ojos de ambos cetáceos corresponde a la de los oídos del hombre; y podéis imaginar, por vosotros mismos, a través de los oídos. Encontraríais que sólo podíais dominar unos treinta grados de visión por delante de la perpendicular a la vista, y unos treinta más por detrás. Aunque vuestro peor enemigo avanzara derecho hacia vosotros, en pleno día, con el puñal en alto, no podríais verle, así como tampoco si se acercara deslizándose por detrás. En resumen, tendríais dos espaldas, por decirlo así, pero, al mismo tiempo, dos frentes (frentes laterales); pues ¿qué es lo que hace la frente de un hombre, qué, en efecto, sino sus ojos? Además, mientras que en la mayor parte de los demás animales que ahora soy capaz de recordar, los ojos están asentados de modo que funden imperceptiblemente su capacidad visual, produciendo una sola imagen, y no dos, en el cerebro, en cambio, la posición peculiar de los ojos de estos cetáceos, separados como están de hecho por tantos pies cúbicos de cabeza maciza, que se yergue entre ellos como una gran montaña que separa dos lagos en valles, es cosa, desde luego, que debe separar por completo las impresiones que transmite cada órgano independiente. Los cetáceos, por consiguiente, deben ver una imagen clara en un lado, y otra imagen clara en el otro lado, mientras que por en medio todo debe ser para ellos profunda oscuridad y nada. En efecto, se puede decir que el hombre mira hacia el mundo desde una garita de centinela que tiene por ventana dos bastidores acoplados. Pero en el cetáceo, los dos bastidores están insertados separadamente, formando dos ventanas distintas, pero estropeando lamentablemente la visión. Esta peculiaridad de los ojos de los cetáceos es cosa que siempre debe tenerse en cuenta en la pesca, y que habrá de recordar el lector en algunas escenas posteriores.

Podría abordarse una cuestión curiosa y muy desconcertante respecto a este asunto visual en cuanto se relaciona con el leviatán. Pero debo contentarme con una sugerencia. Mientras los ojos del hombre están abiertos a la luz, el acto de ver es involuntario: esto es, él no puede evitar entonces ver maquinalmente cualquier objeto que tenga delante. No obstante, cualquiera aprende por experiencia que, aunque de una sola ojeada puede abarcar todo un barrido indiscriminado de cosas, le resulta imposible examinar de modo atento y completo dos cosas —por grandes o pequeñas que sean— en un mismo instante de tiempo, por más que estén juntas y tocándose. Y entonces, si vais y separáis esos dos objetos, rodeando a cada uno de un círculo de profunda tiniebla, al mirar uno de ellos de tal modo que apliquéis a él vuestra mente, el otro quedará completamente excluido de vuestra conciencia durante ese tiempo. ¿Qué pasa, entonces, con el cetáceo? Cierto es que ambos ojos, en sí mismo deben actuar simultáneamente, pero ¿acaso su cerebro es mucho más comprensivo, combinador y sutil que el del hombre, para que en un mismo momento pueda examinar atentamente dos perspectivas, una a uno de sus lados, y la otra en la dirección exactamente opuesta? Si puede, entonces es una cosa tan maravillosa para un cetáceo como si un hombre fuera capaz de recorrer simultáneamente las demostraciones de dos diversos problemas de Euclides. Y, examinándolo de modo estricto, no hay ninguna incongruencia en esta comparación.

Será un antojo caprichoso, pero siempre me ha parecido que las extraordinarias vacilaciones de movimiento mostradas por ciertos cetáceos al ser atacados por tres o cuatro lanchas, y la timidez y la propensión a extraños espantos, tan comunes en tales animales, todo ello, a mi juicio, procede de la inevitable perplejidad de volición en que deben situarles sus potencias separadas y diametralmente opuestas. Pero el oído del cetáceo es por completo tan curioso como el ojo. Si no tenéis el menor trato con su raza, podríais seguir rastros en esas cabezas durante horas y horas sin descubrir jamás tal órgano. El oído no tiene pabellón externo en absoluto, y en el propio agujero apenas podríais meter una pluma de ave, de tan sorprendentemente menudo como es. Está asentado un poco detrás del ojo. Respecto a sus oídos, se ha de observar esta importante diferencia entre el cachalote y la ballena franca: mientras el oído de aquél tiene una abertura externa, el de ésta queda recubierto por completo y de modo parejo por una membrana, de modo que desde fuera es del todo inobservable.

¿No es curioso que un ser tan enorme como un cetáceo vea el mundo por un ojo tan pequeño y oiga el trueno por un oído que es más pequeño que el de una liebre? Pero si sus ojos fueran tan anchos como las lentes del gran telescopio de Herschel, y sus oídos fueran tan capaces como los atrios de las catedrales ¿tendría por ello más capacidad de visión o sería más agudo de oído? De ningún modo. Entonces ¿por qué tratáis de «ensanchar» vuestra mente? ¡Sutilizadla!

Ahora, con todas las palancas y máquinas de vapor que tengamos a mano, volquemos la cabeza del cachalote, de modo que quede del revés: luego, subiendo con una escalerilla a la cima, echemos una ojeada por la boca abajo; si no fuera porque el cuerpo ya está separado por completo de ella, podríamos descender con una linterna a esa gran Caverna del Mamut de Kentucky que es su estómago. Pero agarrémonos aquí a este diente, y miremos a nuestro alrededor dónde estamos. ¡Qué boca más auténticamente hermosa y pura! Desde el suelo al techo, está forrada, o mejor dicho empapelada, con una reluciente membrana blanca, brillante como el raso nupcial.

Pero salgamos ya, y miremos esta portentosa mandíbula inferior, que parece la larga tapa derecha de una inmensa tabaquera, con la charnela en un extremo, en vez de en un lado. Si la abrís de par en par, de modo que quede por encima de vosotros, y ponéis al aire sus filas de dientes, parece un terrible rastrillo de fortaleza; y así, ¡ay!, resulta ser para muchos pobres diablos de la pesca, sobre los cuales caen estos espigones atravesándolos con su fuerza. Pero mucho más terrible es observar, a varias brazas de profundidad en el mar, algún arisco cachalote que se cierne allí suspenso, con su prodigiosa mandíbula, de unos quince pies de largo, colgando derecha en ángulo recto con el cuerpo, semejante en todo al botalón de foque de un barco. Ese cachalote no está muerto; sólo está desanimado, quizá de mal humor, hipocondríaco, y tan decaído que los goznes de su mandíbula se le han aflojado, dejándole en esa lamentable situación, como un reproche para toda su tribu, que, sin duda, le maldice deseándole el tétanos.

En la mayor parte de los casos, esa mandíbula inferior –sacada fácilmente de sus goznes por algún artista experto— se separa y se iza a cubierta con el fin de extraer sus dientes de marfil, haciendo provisión de esos duros huesos blancos con que los pescadores hacen toda clase de objetos curiosos, incluyendo bastones, mangos de paraguas y mangos de fusta. Izándola, larga y fatigosamente, la mandíbula es elevada a bordo, como si fuese un ancla, y, llegado el momento adecuado —unos pocos días después de los otros trabajos—, Queequeg, Daggoo y Tashtego, todos ellos excelentes dentistas, se ponen a arrancar dientes. Con una aguda azada de descuartizar, Queequeg hace trabajo de bisturí en las encías; luego afianzan la mandíbula a unos cáncamos, y, enganchando un aparejo desde arriba, arrancan esos dientes igual que los bueyes de Michigan arrancan tocones de viejos robles en bosques silvestres. Suele haber cuarenta y dos dientes en total; en los cachalotes viejos, muy desgastados, pero nada enfermos, ni empastados conforme a nuestra moda artificial. Después, se sierra la mandíbula en rebanadas, que se guardan en montones como viguetas para construir casas.

Capítulo LXXV

LA CABEZA DE LA BALLENA FRANCA: VISTA COMPARADA


Cruzando la cubierta, vamos ahora a observar bien despacio la cabeza de la ballena franca.

Así como, en su forma general, la noble cabeza del cachalote podría compararse a un carro de guerra romano (sobre todo en la frente, donde tiene tan ancha redondez), del mismo modo, vista en conjunto, la cabeza de la ballena franca ostenta una semejanza bastante poco elegante con un gigantesco zapato de puntera en forma de galeota. Hace doscientos años un antiguo viajero holandés comparó su forma a la de una horma de zapatero. Y en esa misma horma o zapato podría alojarse cómodamente la vieja del cuento infantil, con su progenie en enjambre, todos juntos.

Pero al acercaros más a esta gran cabeza, empieza a asumir diferentes aspectos, conforme a vuestro punto de vista. Si os ponéis en la cima y miráis esos agujeros para los chorros, en forma de f, tomaríais toda la cabeza por un enorme contrabajo, y esas rendijas serían las aberturas en la caja de resonancia. Luego, en cambio, si fijáis la mirada en esa extraña incrustación, crestada como un peine, en lo alto de la masa de la ballena franca —en esa cosa verde, llena de lapas, que los de Groenlandia llaman «la corona», y los pescadores de los mares del Sur «el gorro»—, al poner los ojos solamente en esto, tomaríais la cabeza por el tronco de algún enorme roble, con un nido de pájaros en la horquilla. En cualquier caso si observáis los cangrejos vivos que anidan allí, en ese gorro, es casi seguro que se os ocurrirá semejante idea, a no ser, desde luego, que vuestra fantasía haya sido captada por el término técnico «corona» que también se le concede, en cuyo caso sentiréis gran interés al pensar cómo este poderoso monstruo es, efectivamente, un rey marino con diadema, con una corona verde montada para él de este modo maravilloso. Pero si este cetáceo es rey es un sujeto de aspecto muy arisco para honrar una diadema. ¡Mirad ese labio inferior colgante! ¡Qué enorme mal humor y enfurruñamiento hay ahí! Un mal humor y enfurruñamiento, según medidas de carpintero, de unos veinte pies de largo y cinco pies de profundo; un mal humor y enfurruñamiento que os dará unos quinientos galones de aceite, o más.

Una gran lástima, pues, que esta desgraciada ballena tenga «labio de conejo». La hendidura tiene cerca de un pie de anchura. Probablemente su madre, durante cierta época interesante, navegaba por la costa del Perú abajo, cuando los terremotos hicieron que la playa se desgajara. Sobre este labio, como sobre un umbral resbaladizo, nos deslizamos ahora dentro de la boca. Palabra que si estuviera en Mackinaw, tomaría esto por el interior de una cabaña india. ¡Dios mío!, ¿es éste el camino por donde entró Jonás? El techo tiene unos doce pies de alto, y se recoge en un ángulo bastante agudo, como si hubiera un auténtico mástil de sostén, mientras que estos lados acostillados, arqueados, peludos, nos ofrecen esas sorprendentes lonjas de «ballena», casi verticales y en forma de cimitarra, digamos, unas trescientas por cada lado, que, colgando de la parte superior del hueso de cabeza o «corona», forman las persianas venecianas que en otro lado se han mencionado de paso. Los bordes de esos huesos están orlados de fibras pelosas, a través de las cuales la ballena franca filtra el agua, y en cuyos enredos retiene los pececillos, al avanzar con la boca abierta por los mares de brít a la hora de comer. En las persianas de hueso centrales, según están puestas en su orden t natural hay ciertas marcas curiosas, curvas, huecos y bordes, por los que algunos balleneros calculan la edad del animal, igual que se calcula la edad de un roble por sus anillos circulares. Aunque la certidumbre de este criterio está lejos de demostrarse, tiene sin embargo el cariz de una probabilidad analógica. En todo caso, si nos inclinamos a él, hemos de conceder mucha más edad a la ballena franca que la que parece razonable a primera vista.

En tiempos antiguos, parece que dominaron las más curiosas fantasías respecto a esas persianas. Un viajero en Purchas las llama los prodigiosos «bigotes» dentro de la boca de la ballena;' otro, «cerdas»; un tercer caballero antiguo en Halduyt usa el siguiente lenguaje elegante: «Hay unas doscientas cincuenta aletas que crecen a cada lado de su quijada superior, que se arquea sobre la lengua a ambos lados de la boca».

Como todo el mundo sabe, esas mismas «cerdas», «aletas», «bigotes», «persianas», o como os guste, proporcionan a las damas sus «ballenas» de corsé y otros artilugios envaradores. Pero en este punto, hace tiempo que la demanda está en descenso. En tiempo de la reina Ana fue cuando la varilla de ballena estuvo en auge, coincidiendo con la moda del miriñaque. Y así como esas damas de antaño andaban por ahí alegremente, aunque entre las fauces de la ballena, como podría decirse, del mismo modo, en un chaparrón, hoy, día volamos bajo esas mismas mandíbulas en busca de refugio con la misma despreocupación, ya que el paraguas es un pabellón extendido sobre ese mismo hueso.

Pero ahora, por un momento, olvidémoslo todo sobre las persianas y bigotes, y, colocándonos en la boca de la ballena franca, miremos otra vez alrededor. Al ver estas columnatas de huesos tan metódicamente ordenadas en torno, ¿no pensaríais que estáis dentro del gran órgano de Haarlem, contemplando sus mil tubos? Como alfombra ante el órgano tenemos la más suave alfombra turca: la lengua, que está pegada, por decirlo así, al suelo de la boca. Es muy gorda y tierna, y propensa a romperse en trozos al izarla a cubierta. Esta determinada lengua que tenemos ahora delante, yo diría, con una ojeada de paso, que es de seis barriles, esto es, que dará alrededor de esa cantidad de aceite. Al llegar a este punto ya debéis haber visto claramente la verdad de que partí: que el cachalote y la ballena franca tienen cabezas casi completamente diferentes. Para resumir, entonces: en la cabeza de la ballena franca no hay un gran manantial de esperma, no hay dientes de marfil en absoluto, ni un largo y flexible hueso maxilar como quijada inferior, igual que en el cachalote. Y en el cachalote no hay esas persianas de hueso, ni tan grueso labio inferior, y apenas nada de lengua. Además, la ballena franca tiene dos agujeros exteriores para chorros, y el cachalote uno sólo.

Lanzad ahora vuestra última mirada a esas venerables cabezas encapuchadas, mientras todavía están juntas, pues una se hundirá pronto, olvidada, en el mar, y la otra no tardará mucho en seguirla.

¿Podéis captar la expresión de ese cachalote, allí? Es la misma con que murió, sólo que algunas de las más largas arrugas de la frente ahora se diría que se han borrado. Me parece que esta ancha frente está llena de una placidez de dehesa, nacida de una indiferencia filosófica hacia la muerte. Pero fijaos en la expresión de la otra cabeza. Mirad ese sorprendente labio inferior, aplastado por casualidad contra el costado del barco, como para abrazar firmemente la mandíbula. Toda esta cabeza ¿no parece hablar de una enorme decisión práctica al afrontar la muerte? Entiendo que esta ballena franca ha sido una estoica, y el cachalote, un platónico, que en sus años más avanzados podría haberse consagrado a Spinoza.

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