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sábado, 15 de diciembre de 2012

Una canción de Navidad - Capítulo II (parte 2) - Charles Dickens

Viene de "Una canción de Navidad - Capítulo II (parte 1) - Charles Dickens"



(Continuación...)

La infantil figura de Scrooge se hizo mayor entre tanto, la habitación se volvía más oscura y más desaliñada. Los muros se agrietaron, resquebrajándose los vidrios de las ventanas, del techo cayeron trozos de yeso dejando al descubierto las vigas. Scrooge no pudo darse cuenta de cómo había ocurrido todo ello. Lo que sí sabía, es que era exacto que entonces había ocurrido así y que de nuevo se encontraba solo, por haber marchado de vacaciones sus compañeros.
Esta vez no leía; paseaba febrilmente por la habitación.

Scrooge miró al Espíritu y sacudiendo tristemente la cabeza contempló la puerta con ansiedad. Ésta se abrió y una niña más joven que él entró, echándole los brazos al cuello, besándolo y llamándolo: querido hermano.

-He venido para llevarte a casa, hermano querido - dijo palmoteando y riendo -. ¡Para llevarte a casa!, ¡a casa!, ¡a casa!
-¿A casa, Fan? - replicó el niño.
-¡Sí! - dijo ella, alborozada -. A casa, para siempre. Papá se ha vuelto más cariñoso con nosotros de lo que era y nuestra casa parece la gloria. Una noche, cuando me iba a acostar, me habló tan afectuasamente que me atreví a preguntarle una vez más si te dejaría venir a casa y dijo que sí, que vinieras y me ha enviado en un carruaje a buscarte. De hoy en adelante se´ras un hombre y no volverás jamás aquí, pero antes pasaremos juntos las Navidades y disfrutaremos todo lo posible.
-Eres toda una mujercita, Fanny - exclamó el muchacho. 

Riendo, la niña palmoteó intentando tocarle la frente, pero su corta estatura no se lo permitió y poniéndose de puntillas quiso besarlo, arrastrándolo después con pueril impaciencia hacia la puerta, dejándose él llevar alegremente.

Una voz terrible se dejó oír en el zaguán, gritando:

-¡Bajad el cofre de Scrooge! - y apareció el maestro en persona, quien miró a Scrooge con feroz condescendencia sobresaltándolo terriblemente al pretender estrechar su mano. Después llevó a los dos hermanos a un gabinete que parecía una mazmorra, tan desolado y tan glacial, que hasta los mapas y los globos terráqueos que lo adornaban parecían congelados de frío. Sacando una botella de vino que evidentemente había cumplido con el primero de los Sacramentos y un pastel de maciza consistencia, obsequió a ambos, a la par que enviaba a la escuálida sirvienta a ofrecer otro vaso de "algo" al postillón, quien contestó que, agradeciéndolo en el alma, prefería no tomar nada más si precedía del mismo barril que lo que había tomado anteriormente.

Ya sólidamente amarrado sobre la silla de posta el cofre de Scrooge, se despidieron del maestro y, subiendo a ella, emprendieron la marcha llenos de alborozo, entre el crujido de la escarcha bajo las ruedas.

-Siempre fue una criatura delicada a la que un soplo de viento hubiera agostado - dijo el Espíritu -, pero ¡qué corazón tan grande!...
-Así era -asintió Scrooge -. Tienes razón, Espíritu. Dios me libre de contradecirte.
-Si no me engaño - dijo el Espíritu-, murió siendo ya mujer y tuvo hijos.
-Uno-contestó Scrooge.
-Verdad. Vuestro sobrino.

Scrooge pareció perturbarse, contestando secamente:

-Sí.

Aunque apenas habían abandonado la escuela, se encontraban en las concurridas calles de una ciudad por las que iban y venían fantásticos transeúntes y coches, y carros fantásticos también pugnaban por abrirse paso, reinando en general la animación propia de una ciudad real y verdadera. Se adivinaba fácilmente, por el aspecto de los comercios, que celebraban la Navidad, aunque era de noche y las calles estaban muy iluminadas.

Ante la puerta de cierto almacén, detúvose el Espíritu preguntando a Scrooge si lo conocía.

-¡Ya lo creo! - dijo éste-. ¡Aquí hice yo mi aprendizaje!

Entraron. Al ver a un anciano con una peluca de las estiladas en el País de Gales, sentado ante un pupitre tan alto que de haber tenido un par de pulgadas más de estatura le hubiera hecho tocar el techo, Scrooge gritó excitadísimo:

-¡Si es el viejo Fezziwig! ¡Dios me bendiga! ¡Es Fezziwig en persona!

El viejo Fezziwig soltó la pluma y mirando el reloj que marcaba las siete se frotó las manos, se ajustó la amplia chaqueta, rió para sus adentros y con voz agradable y gritó:

-¡Eh! ¡Vosotros! ¡Dick!¡Ebenezer!

La encarnación de Scrooge ya hecho hombre entró acompañada del otro aprendiz.

-¡Dick Wilkins! - dijo Scrooge al Espíritu -. Dios me bendiga. ¡Es él! ¡Pobre Dick! ¡Me quería mucho! ¡Señor! ¡Señor!
-Hola, muchachos - dijo Fezziwig-, basta por hoy de trabajar! ¡Es víspera de Navidad, Dick! ¡Navidad, Ebenezer! Veamos si ponemos los postigos- añadió dando una palmada - en un abrir y cerrar de ojos.

¡Es increíble la rapidez con que ambos realizaron la operación! Salieron a la calle con los postigos a cuestas. ¡Uno!, ¡dos!, ¡tres!, ¡ya están en su sitio!, ¡cuatro!, ¡cinco!, ¡seis!, ¡puestas las barras!, ¡siete!, ¡ocho!, ¡nueve!, y antes de que pudieran contar hasta doce ya estaban ambos de regreso, jadeantes como potros de carreras.

-¡Ajajá! -gritó el viejo Fezziwig saltando de su asiento con prodigiosa agilidad-. Vamos a mover los muebles para dejar sitio libre, muchachos. ¡Venga, Dick! ¡Ánimo, Ebenezer!

¡Mover muebles! ¡Qué no habrían retirado bajo la mirada del viejo Fezziwig! En un minuto estuvo hecha la faena. Arrinconado todo lo movible, como si jamás hubiera de volver a servir, barrieron y regaron el suelo, recortaron las mechas de las lámparas, amontonaron combustible en el hogar, dejando el almacén que daba gusto verlo, caldeado, simpático, a punto de convertirse en la mejor sala de baile deseable en una noche de invierno.

Entró un violinista con sus partituras y, encaramado en el pupitre, empezó a afinar su instrumento con un reunido parecido, empezó a afinar su instrumento con un ruido parecido al de cincuenta gatos escaldados. Después, llegó la señora Fezziwig, toda sonrisas, seguida de las tres señoritas Fezziwig, también sonrientes y amables, y tras sus plantas. En tropel entraron todos los empleados en el negocio, muchachos y muchachas, bromeando sin cesar, y poco después la sirvienta con su primo el panadero y la cocinera con el lechero, amigo entrañable de su hermano. Entró también el ordenanza de enfrente, de quien se sospechaba que no comía lo bastante en casa de su amo, tratando de disimularse detrás de la doncella de una morada vecina, a la que, según rumores, tiraba de las orejas su señora.

Uno tras otros fueron entrando, azorados éstos, decididos aquéllos, con aplomo los menos, con timidez los más, empujándose, formando parejas, haciendo corro, juntándose por razón de sus simpatías o de sus infinidades, tratando de organizar el baile, en el que la pareja de cabecera perdía el compás y empezaba al acabar los restantes, aumentando la confusión hasta que todos resultaron ser cabeceras, con lo que Fezziwig suspendió la danza y el violinista aprovechó la oportunidad para examinar de cerca el contenido de un jarro de cerveza, puesto a su disposición. Pero, desdeñando el reposo, la emprendió de nuevo con su instrumento, con tanta energía, como si no se tratase del mismo artista, sino de otro nuevo, recién llegado y dispuesto a cumplir su cometido o perecer en la demanda. Siguieron más bailes y, en los descansos, pasteles y licores y una majestuosa pieza de buey asada, empanadas y cerveza en cantidad. Pero el momento supremo fue cuando, al compás de una tonada de circunstancias, el viejo Fezziwig y su esposa se pusieron a la cabeza de los bailarines, quienes deseosos de no perder su reputación, sacaron los mejores pasos de su repertorio, pero ¡inútilmente! Fezziwig y su consorte eran capaces de hacer frente al más experimentado. Lo digo yo, que no miento. Y cuando hubieron ejecutado todas las figuras, remataron el baile con una doble cadena que llevó al colmo el entusiasmo de la concurriencia y la algarabía.

Al sonar las once, se dio por terminado el baile. Fezziwig y su esposa se situaron a ambos lados de la puerta, estrechando la mano a cuantos iban saliendo y teniendo, para cada uno, palabras de felicitación por las Navidades.

Cuando se hubieron retirado todos excepto los dos aprendices, felicitaron a éstos y los enviaron a acostar en sus camastros, bajo el mostrador de la trastienda.

Durante el desarrollo de esta escena, Scrooge se había comportado como un hombre que ha perdido la razón recordaba todo, disfrutaba de todo como si estuviese ocurriendo y se sentía  presa de la más inexplicable excitación, sin darse cuenta de la realidad, hasta que, al quedarse solo con Dick, advirtió en seguida que el Espíritu lo estaba contemplando fijamente a la luz del rayo luminoso que brotaba de su cabeza.

-Bien poca cosa - dijo el Espíritu - para justificar tanta demostración de gratitud por parte de esas pobres gentes.
-¡Poca cosa! - repitió Scrooge.

El Espíritu le hizo señas de que escuchase la conversación de los dos aprendices, que no se cansaban de ensalzar a Fezziwig, y luego dijo:

-¿No lo crees así? Al fin y al cabo no le ha costado más de tres o cuatro libras de su dinero mortal. ¿Merece tanto elogio por tan escaso gasto?
-No es eso - dijo Scrooge, resintiendo la observación y hablando como hablaba su imagen-. No es eso, Espíritu. Es que está en su manos el hacernos felices o infelices, el que nuestra labor sea ingrata o placentera, un goce o una carga. Digamos que su valor está en palabras, en acciones, en cosas tan insignificantes que es imposible resumirlas o contarlas. ¿Qué más da? El contento que proporciona vale tanto como si costase una fortuna.

Notó la mirada del Espíritu y calló.

-¿Qué ocurre? - preguntó éste.
-Nada de particular.
-¿Estás seguro?
-No; simplemente que desearía poder decirle dos palabras a mi escribiente. Nada más.

El Scrooge de antaño apagó las luces de la trastienda y el de ahora, con el Espíritu, se encontró de nuevo al aire libre.

-Se me acaba el tiempo - dijo el Espíritu.-Vamos aprisa. 

La exhortación no iba dirigida a Scrooge ni a nadie en particular, pero su efecto fue inmediato porque Scrooge volvió a verse a sí mismo ya más entrado en años, un hombre en la flor de la vida. Sus facciones aún no tenían la dureza y la rigidez que más tarde adquirían, pero empezaban a mostrar señales de preocupación y de avaricia. En su mirada había cierta inquietud, cierta voracidad reveladora de la pasión que empezaba a echar raíces en él.

No estaba solo. A su lado se sentaba una joven rubia y enlutada, cuyos ojos arrasados de lágrimas refulgían a la luz que lanzaba el Espíritu.

-Poco importa- decía dulcemente-. Para ti, poco importa. Otro ídolo me ha reemplazado y si en momentos de angustia puede consolarte y animarte como yo lo hubiera hecho, no tengo motivo de queja.
-¿Qué ídolo te ha reemplazado?-preguntó él.
-Un ídolo de oro.
-¡Así es la justicia del mundo! - exclamó -. No hay nada tan duro de soportar como la pobreza y, sin embargo, juzgas con extremada severidad los esfuerzos por salir de ella.
-Temes demasiado la opinión del mundo - contestó la joven-. Todos tus afanes se han fundido en el de superar sus sórdidos reproches. He visto desvanecerse una a una todas tus más nobles aspiraciones, hasta quedar tan sólo la de enriquecerte, ¿no es así?
-Y aunque así fuera -replicó él-, aunque en efecto me haya vuelto tan prudente, ¿he cambiado para contigo?

Ella sacudió la cabeza.

-¿He cambiado?
-Nuestro compromiso es antiguo. Lo contrajimos cuando ambos éramos pobres y estábamos satisfechos de serlo, confiando en mejorar de posición gracias a nuestra paciente laboriosidad.
- has cambiado. Entonces eras otro.
-Era un muchacho -dijo con impaciencia.
-Tus mismos sentimientos te dicen que no eres lo que eras - replicó ella -. Yo sí. Lo que nos parecía fuente de ventura cuando nuestros corazones latían juntos se ha trocado en fuente de desdichas ahora que laten separados. ¡Cuántas y cuántas veces he pensado en esto! ¡No podría contarlas! Baste que haya pensado y resuelto devolverte tu libertad.
-¿Acaso la he solicitado?
-De palabra, no; nunca.
-Entonces, ¿cómo?
-Cambiando de modo de ser, de atmósfera, de espíritu, teniendo como suprema aspiración otra esperanza, en todo cuanto hacía de mi amor algo valioso a tus ojos. Si nada hubiera hoy día entre nosotros - prosiguió la joven, mirándole con entereza -, ¿serías capaz de solicitar mi amor y de luchar por mí? Estoy convencida que no.

Aunque a pesar suyo pareció rendirse a la justicia de sus observaciones, haciendo un esfuerzo, dijo:

-No tienes motivos para creerlo así.
-¡Con qué gusto creería lo contrario de serme posible! - contestó ella-. Sólo Dios sabe lo que me ha costado llegar a comprender la verdad. Pero si hoy fueses libre, ¿es de creer que eligieras para ser tu esposa a una infeliz muchacha sin dote? ¡Tú, que todo lo mides por la regla del oro! Aun admitiendo que haciendo traición a tus principios, lo hicieses, ¿no es seguro que tarde o temprano te arrepentirías de ello? ¡Qué duda cabe! Por eso te devuelvo tu libertad, de todo corazón, precisamente por el amor que conservo al que en otro tiempo fuiste.

Intentó despegar los labios, pero la joven prosiguió sin mirarlo:

- Acaso mi resolución te aflija de momento. En gracia al recuerdo del pasado, así lo espero, aunque sé que bien pronto lo borrarás de tu mente considerándolo como un sueño del que despertaste a tiempo. ¡Qué seas muy feliz en la vida que has elegido!

Apartándose de él, se separaron.

-¡Basta, espíritu! ¡No quiero más! - dijo Scrooge-. Llévame a casa. ¿Por qué te complaces en torturarme?
-Una visión más - exclamó el Espíritu.
-¡No! - gritó Scrooge -.¡No! ¡Por favor, no me hagas ver más!

Pero el implacable Espíritu lo sujetó por ambos brazos, obligándolo a presenciar una nueva escena.

Habían cambiado de lugar, hallándose en un aposento no muy amplio ni lujoso pero lleno de comodidades. Junto al fuego, se encontraba una hermosísima joven, tan parecida a la que Scrooge acababa de ver que de momento creyó que era la misma, hasta que la vio ya hecha una señora, frente a su hija. El barullo que reinaba en la habitación era indescriptible por haber en ella más niños de los que Scrooge hubiera podido contar y porque cada uno se comportaba como cuarenta. Las consecuencias superaban toda ponderación, aunque a nadie parecían preocupar; por lo contrario, madre e hija reían de buena gana, disfrutando del espectáculo, hasta que, tomando la última parte en él, se vio lamentablemente acosada por los jóvenes bandidos. ¡Qué no habría dado por ser uno de ellos! Por más que no me hubiera comportado de semejante modo. Por nada del mundo habría enmarañado aquellos hermosos cabellos, ni me hubiera atrevido a apoderarme del diminuto zapato que calzaba su pie, aunque de ello dependiese mi vida. Pero confieso que hubiera sino un deleite tocar sus labios con los míos, contemplar sus párpados cubriendo sus pupilas, soltar aquel cabello del que un rizo hubiera constituido un tesoro sin igual. En una palabra, poder tomarme todas las libertades de un niño con la comprensión de un hombre, para apreciar su valor.

Se oyó llamar a la puerta y todos se precipitaron arrastrando a la joven en un grupo escandaloso y risueño para recibir al padre, que llegaba acompañado de un hombre cargado de juguetes y regalos de Navidad.

¡Qué tremendo asalto tuvo que resistir el infeliz empleado! Encaramándose en sillas para mejor llegar a sus bolsillos, lo despojaron de paquetes y envoltorios, abrazándolo, dándole palmadas en el hombro y puntapiés en las canillas de puro contento. ¡Qué gritos de asombro saludaron la aparición de cada regalo! ¡Qué espanto cuando alguien se apercibió de que el bebé intentaba comerse una sartén después de haberse, al parecer, tragado un pavo con plato y todo, procedente de la tienda de comestibles! ¡Qué descanso al comprobar que había sido una falsa alarma! ¡Qué gozo! ¡Qué gratitud! ¡Qué éxtasis! ¡Son imposibles de describir! Baste apuntar que gradualmente los pequeñuelos y sus emociones fueron desfilando escaleras arriba hasta llegar a su alcoba, donde, a pesar de todo, el sueño pronto consiguió rendirlos.

Scrooge prestó más atención que nunca cuando el dueño de la casa, con su hija del brazo, tomó asiento junto a su esposa al amparo del hogar. Y la idea de que una criatura semejante podía haberlo llamado padre, convirtiendo en primavera el invierno de su vida, hizo asomar las lágrimas a sus ojos, nublándolos y enturbiando su vista.

-¡Belle! -dijo el esposo dirigiéndose sonriente a la señora -. Esta tarde he visto a un antiguo amigo tuyo.
-¿Quién era?
-¿A qué no lo adivinas?
-¿A que sí?... -dijo riendo con él -. Era el señor Scrooge.
-El mismo. Pasé ante las ventanas de su despacho y, como estaban las persianas levantadas, pude verle perfectamente. Según he oído decir, su consorcio está gravísimo. Si fallece se quedará solo, solo en el mundo.
-¡Espíritu! - gritó Scrooge con voz alterada -. ¡Sácame de aquí!

Se volvió hacia el espíritu y, notando que su rostro reflejaba por arte inexplicable rasgos de todos los rostros que juntos habían visto, forcejeó con él para liberarse.

-¡Déjame! ¡Déjame! ¡Por favor! ¡No me persigas más! 

Durante la lucha, si de lucha puede calificarse un encuentro en el que el Espíritu ni ofrecía resistencia alguna ni se inmutaba ante los esfuerzos de su atacante, Scrooge observó que su luz brillaba con inusitado esplendor y relacionando vagamente el hecho con su influencia sobre él, se apoderó del gorro-apagador  encasquetándoselo súbitamente a su adversario.

El Espíritu empequeñeció de tal forma que el apagador lo cubrió por completo, pero aún apretando con todas sus fuerzas, Scrooge no pudo conseguir apagar la luz que siguió saliendo por debajo como luminosa cascada, sobre el suelo.

Notó que sus fuerzas disminuían y se sintió invadido de un irresistible sopor. Sin saber cómo, se encontró en su propio dormitorio y, dando un postrer apretón al apagador, tuvo escasamente ánimo para llegar, tambaléandose, hasta el lecho, en el que cayó sumiéndose en profundo sueño.



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